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De cómo Marcelo Cohen me enseñó a nadar la traducción, seguido de una apostilla (coger o no coger, that is the f-question)

DISCUSIÓN

 

Nunca oculté, en cuanto el tiempo desclasificó mi pasado, que mis muy titubeantes comienzos como traductor estuvieron más del lado de las sombras que del de la luz. Primero porque destrocé, siendo mozo, un Seminario de Lacan en la sombría cocina del consultorio del psicoanalista que me había contratado por cuatro monedas para ello; y después porque fui negro[*] de mi gran amigo Marcelo Cohen (de hecho, y como poniéndole el broche a nuestra relación pedagógica, volví a serlo hace poco, pero no diré cómo ni para quién ni dónde), que cometió la picardía reciente de dejarnos a solas con su ausencia. De la masacre del Seminario (¡ni me acuerdo de cuál de todos era!) extraje experiencia de esa que se considera intangible: cierta osadía, la sospecha de que a veces la máscara traduce más que uno y una vaga conciencia laboral. De la negritud de Marcelo extraje o, más bien, recibí las herramientas del noble trabajo.

Pero eso es fácil de decir. ¿Cómo me fueron dadas esas herramientas? Porque el negreo entre traductores, que es más frecuente y socorrido de lo que se confiesa, suele ser muy instrumental y poco dialéctico. Además, lo hay de dos tipos: mi primera etapa como negro y ese último episodio reciente que mencioné ―salvo por un detalle no menor sobre el que volveré más adelante― podrían ser ilustrativos: o el negro es un novicio que acepta gozar de cierto espacio laboral a cambio de una tajada patrimonial despojada de derechos morales o es un colega maduro que no tiene empacho en ayudar al amigo en apuros y acepta, igual que el novicio pero sin la necesidad de este, las mismas condiciones: un pago justo sin los correspondientes merecimientos simbólicos. ¿Cuáles serían esos merecimientos? Básicamente, el de ser reconocidos como autores de esa obra ―derivada, pero obra al fin―. En el caso del colega maduro, renunciar a ellos es casi un gesto de nobleza. En el del novicio, una baja colateral, porque no firmar lo trabajado equivale a seguir no siendo visible para los editores contratantes (ni para el público lector o los reseñistas, aunque a esos el nombre del traductor les suele importar algo menos que el color de la tapa del libro).

Entonces, ¿se aprovechó Marcelo de mi bisoñez? Muchas veces me he formulado esta pregunta. Antes de responderla aclaro que, a lo largo de mi carrera, yo también me serví, aunque poco y a disgusto, de ambas modalidades de negreo. Poco y a disgusto no por cuestiones éticas sino porque nunca me quedó claro si me resultaba más un problema que una solución, es decir, traducido en plata, más trabajo a cambio de menos remuneración. De ahí que parte de mi respuesta a la pregunta de arriba se nutra de este hecho: ¿realmente le saqué las papas del fuego a Marcelo (me refiero sobre todo a mi negritud primigenia, porque en esta última estoy seguro de que sí) al poner mi sudor al servicio de su pluma? Tiendo a pensar que no. Tiendo a pensar que, aunque él no lo formulara así conscientemente, me estaba haciendo más favor a mí que a sí mismo. Un favor relativo, claro, porque ayudar a alguien a convertirse en traductor no es solucionarle la vida precisamente. ¿Quién puede vivir, y no digamos ya alimentar a una familia, exclusivamente de la traducción en la Argentina o España? Eppur si traduce.

Mi sensación, que ya casi es certeza, es que Marcelo vio en mí a un par. No digo que yo lo fuera o no, digo que él me vio así. Nos conocimos personalmente, como ya es público y notorio, en Barcelona, en el mítico teléfono pinchado de Plaça Universitat, allá por enero o febrero del 77. Marcelo era el que manejaba la lista de turnos en una mesa del bar Estudiantil, que todavía existe. Poco tiempo después ya éramos amigos, sobre todo gracias al fútbol, además de coincidir como profes de inglés en alguna academia. Marcelo venía precedido de una pequeña fama literaria y empezaba a publicar artículos en revistas culturales y hacer sus primeras traducciones de fuste; yo por entonces me había puesto a traducir textos técnicos, eróticos, comerciales, médicos. No teníamos más formación que la de la lectura, la del duro banco y la máquina de escribir portátil. Fue en ese contexto que Marcelo me empujó a las aguas procelosas de la traducción editorial: es fácil, me dijo, vos tenés más de la mitad del camino hecho, yo te voy pasando cosas y cuando estés maduro te presento en la editorial. Y me tiré a las olas; nadar más o menos sabía pero en ninguna parte hacía pie. De ahí a ahogarme había un paso. O una brazada.

Tiempo después, mucho tiempo después, descubrí que Marcelo había practicado conmigo un método súper drástico de iniciación práctica. Lo descubrí porque recordé lo que yo mismo había hecho una tarde de playa con una amiga a la que, con veraniega imprudencia, animé a que me siguiera allende la rompiente, ahí donde a pesar del mar revuelto ya se puede nadar con más soltura. No debí hacerlo. Ella era quizás algo menos ducha y mucho menos temeraria que yo y aunque no estábamos muy lejos del borde del mar, donde la gente chapoteaba ajena y feliz, pronto nos dimos cuenta de que volver era muy difícil y a mi amiga, como es normal, le entró primero la duda y después el pánico. El mar estaba picado, la corriente submarina era fuerte y soplaba un viento cruzado. Encima, en un acto de expresionismo simbólico, el cielo se nubló. Mi percepción del agua cambió: ahora estaba fría. ¿Todo eso en cuánto? Cuestión de minutos. Los dos flotábamos, sí, pero ella ya empezaba a cansarse y yo tampoco era Mark Spitz; no había socorristas o bañistas o vigilantes (¡qué momento inoportuno para barajar sinónimos!) a la vista y llamar a alguien a los gritos parecía totalmente inviable. Así que hice lo que Marcelo había hecho conmigo sin yo saberlo (y capaz que tampoco él).

Mi primera intuición/comprobación pragmática fue asegurarme de que el impulso superficial de las olas era lo bastante firme como para aprovecharlo y no luchar contra la resaca, que era o parecía cada vez más fuerte. Nadando lo más horizontal posible se podían ganar más metros de los que se perdían tras el paso de la ola y así traté de explicárselo a mi amiga, pero ella no estaba en situación de aceptar especulaciones teóricas ni ninguna otra solución que no pasase por aferrarse a mí y rezar por que yo la ayudara a salir. A esas alturas, la situación era la siguiente: ella rogándome, ya bastante exhausta, que yo me acercara a salvarla, y yo un par de metros más cerca de la costa, consciente de que si me acercaba a ella nos hundíamos los dos. Ahí, con el poquito de chispa que me quedaba, se me ocurrió decirle que sí, que yo la sacaba pero si venía ella hacia mí; me ponía a tiro, casi a un brazo de distancia, y cuando ella manoteaba para agarrarme yo aprovechaba la inercia de la ola y me alejaba un poco hacia la costa. Así, muy poco a poco y bailando al ritmo bravo de las olas, fuimos saliendo de la zona de peligro y llegando adonde la resaca no chupaba tanto. Y de pronto hacíamos pie y teníamos a abuelas y niños con flotadores de patito o dinosaurio alrededor. Todo en el mismo plano secuencial. Cuando volvimos a nuestro cuadradito de toallas y miramos jadeantes el infierno acuático que casi nos traga, enfrente teníamos una franja marina totalmente inocua y neutra, el mar de siempre, el de todas las playas.

Y así, gracias a Marcelo y su imprudente insistencia, creo que aprendí a traducir y hacerme cargo de la autoría de mis traducciones. E igual que al principio, sigue costándome un mundo salir del agua.

 

La apostilla. Una vez curtido en el combate acuático, mi amigo me sugirió que me consiguiera una malla nueva (bañador, traje de baño, ¿eslip?), un par de anteojos de natación (gafas, antiparras, whatever) y unas ojotas (chanclas, o yo qué sé qué más) y me presentara ante un par de editores a los que él ya había apalabrado para que me recibieran como traductor casi senior. En efecto, me cayeron dos sucesivos encargos, quizás porque entonces aún no éramos tantos los nadadores capaces de no hundirnos en mitad del trayecto y la industria empezaba a darse cuenta de que profesionalizar al traductor no implicaba una pérdida como se temían muchos editores sino una ganancia, sobre todo de tiempo pero también de dinero. Hablo de una época en la que en España no existía el menor atisbo de contrato de traducción, algo que se solventaba mediante unos retoques casi ornamentales en la factura; la respuesta invariable cuando uno reclamaba un papelucho un poco más ajustado a la ley era también ornamental: “Es que, verás, no es política de la casa”.

De esos dos, luego tres, luego más editores que confiaron en mi rítmica brazada, uno fue el gran Paco Porrúa, que se había traído el Minotauro a hombros hasta Barcelona y seguía abriéndole camino acá (donde yo estaba entonces y estoy ahora) a la ficción científica de suma calidad. Casi la totalidad de sus libros eran traducciones y Paco tenía un vademécum muy claro, inquebrantable y singular en lo que a modelo de castellano de la traducción se refiere: como publicaba sobre todo en y para España, concedía que la segunda persona del plural se conjugara a la española, aunque recomendaba hurtarle el cuerpo a la eventualidad y buscar recursos y atajos para no abusar de ella, pero en cuanto a la naturalización de lo coloquial era implacable y prohibía tajantemente, por ejemplo, el uso del verbo “coger” donde cabían sin ningún problema agarrar, tomar o la paráfrasis que fuera. En los libros de Minotauro nunca se cogía. Ni siquiera cuando se hacía el amor. A Paco le disgustaba la procacidad pero sobre todo le interesaba mucho cuidar a sus lectores transatlánticos, que seguían fieles a sus ediciones desde la distancia. Su mercado simbólico era claramente rioplatense.

Debo decir que deshacerme del verbo “coger” no me costó gran cosa; por un lado, ya venía curtido por la traducción de breves relatos de porno soft en revistas como Penthouse o Playboy; y por otro, por un quiosco que manejaba con esplendidez un gran fogonero cultural, el uruguayo Homero Alsina Thevenet, que mientras pudo repartió generosamente (pagaban bien y rápido) estas traducciones entre los nadadores sudacas. Creo que también fue Marcelo quien me conectó con él, aunque en esa época la bolsa de rebusques estaba muy socializada. A Homero Alsina tampoco le gustaba mucho que usáramos coger por tomar o agarrar, aunque era menos prescriptivo que Paco y, además, no manejaba un material tan, digámosle, delicado. Pero esos rasgos idiosincráticos claros, tal vez generacionales, resonaban con naturalidad en nuestra incipiente poética natatoria. Solventada por obvios motivos crematísticos la cuestión esquizoide ―ya planteada a la infancia argentina de varias generaciones escolares― de la convivencia con el fantasma del vosotros, a la mayoría de nosotros nos quedaba la bandera de si se cogía o no (el autobús, el metro, el paraguas). Sin duda sonará filológicamente atrevido (entre otras cosas, porque no es mi campo) pero quizás, gracias a un relevamiento que aún falta, podamos leer la elección y uso o no del verbo “coger” como uno de los ejes políticos de las traducciones rioplatenses hechas en o para España; para entendernos (o confundirnos todavía más), sería nuestra línea de flotación.

Digo esto sin tener mucha idea de cómo cogieron mis colegas este toro fenomenológico. No sólo no tengo un estudio hecho sino que ni siquiera me he atrevido a preguntárselo demasiado. Marcelo, por ejemplo, supongo que habrá adoptado a rajatabla las precauciones de Paco y Homero, y quizás también de Muchnik, para quien traducía bastante (yo sólo participé en algún diccionario resuelto coralmente), pero no puedo asegurar que en otros casos, con editores peninsulares, coger fuera un no-no. Sí puedo, en cambio, hablar de mí con cierta autoridad. Yo sé que no cogí nunca en mis traducciones salvo en una única ocasión; rectifico o puntualizo: no cogí yo pero no estoy totalmente seguro de que algún corrector (obligado o no por el editor) cogiera por mí a mis espaldas porque, seamos honestos, nadie revisó todas las galeradas o pruebas de impresión de su vida laboral ―en el supuesto de que se las hayan enviado― y maldita la gracia que me haría ahora ponerme a desandar (¿o debería decir desnadar?) ese frente marítimo. Tampoco soy garante absoluto contra posibles distracciones. Pero no estamos hablando de casuística precisa sino de fenomenología y lo que importa aquí es la intención que subyace al fenómeno, su voluntariedad política, que no es otra que la de evitar tener que coger mientras nadaba. En todos los casos menos, como dije, en uno.

Cuando me tocó traducir toda la poesía de Shakespeare (otro de los mares en que me metió Cohen) menos un poema (el relativamente breve “Fénix y Tórtolo”, que se reservó para sí Andreu Jaume, brillante editor del tutto chéspir para Penguin), descubrí unas cuantas cosas en las que antes nunca había reparado. Una, que Shakespeare le importa a bastante menos gente de la que proclama lo contrario; otra, que se pueden nadar muchas millas marinas de endecasílabos rimados en pocos días y no sucumbir ni ahogarse en el intento; y otra más, que William era, no diré un feminista avant la lettre, pero sí un finísimo observador crítico de la relación de poder entre los distintos sexos, géneros y libidos de una época, la isabelina, que no nos es tan ajena, la verdad. Lo descubrí, sobre todo, en La violación de Lucrecia. No voy a hacer un spoiler y contar aquí la historia y el enfoque del poeta (y digo spoiler con todo el derecho: ¿quién de ustedes leyó ese tremendo poema de cabo a rabo, eh?) pero el propio título ya lo hace: sí, hay una Lucrecia y alguien la viola. El trabajo chespiriano de introspección psicológica es brutal; la proximidad a todos los elementos de un acto tan execrable como universal es tal que uno se pregunta si el propio William no habrá sufrido o hecho sufrir algo así en algún momento de su vida. Los vaivenes emocionales y la naturalidad de los detalles no rozan nunca el lugar común y no hay ni un gramo de histrionismo o justificación moral. Hay que leer La violación de Lucrecia, quizás antes que algunas de sus obras de teatro. ¡Sobre todo hoy, ahora! Shakespeare quería ser poeta, no dramaturgo. Ese era el pasaporte a la fama que creía haber comprado. Y es en la poesía donde repasa una vez tras otra la cuestión del poder en las relaciones eróticas. Cierto es que en esos largos poemas seudoamorosos William ponía sus esperanzas de venta cuando los teatros tenían que cerrar por la peste, pero no lo es menos que la problemática profunda de un género y otro difería y también difería el tratamiento de los universales. En fin, no es mi intención hacer una apología del Bardo como bardo antes que como empleado y empresario de teatro; no obstante, recomiendo hacer una lectura pausada, atenta, desprejuiciada, irreverente incluso, de la poesía chespiriana, que al fin y al cabo no es tanta. Cuestión que mi revancha de nadador de fondo por tener que surcar aguas llenas de medusas lingüísticas fue usar (¡en ambas acepciones y por única vez en mi carrera!) el verbo de marras en el verso 677 de Lucrecia, justo cuando el violador comete el acto: “Entonces puso el pie sobre la luz, / pues luz y vicio son archienemigos. / Oculto en esa noche de betún, / es más tirano el crimen sin ser visto. / La oveja llora, el lobo la ha cogido / y ahoga el lloro con la colcha blanca, / matándolo en sus labios escarlata”. Shakespeare usa seize, que es tanto agarrar como atrapar o aferrar, y un eufemismo de take en el sentido sexual; yo uso coger, que es ambas cosas pero en distintas orillas. ¿Y ahora qué? ¿Me obligo a no volver a usar el verbo en aras de la simetría? ¿O doy mi revancha por nadada? En cualquier caso, la línea entre coger y no coger en las traducciones sudacas en España ya está trazada, y no por mí, válgame el suelo. Como muestra, un botoncito: no hace mucho, una editorial argenta quiso poner en el mercado hispano un texto trans de alto voltaje erótico, para lo cual se revisó la traducción y, con cierto criterio, se reemplazaron todos los coger por follar. El resultado fue que cada dos por tres los personajes se pasaban a refollar por aquí o allá, se sobrefollaban, enfollaban, esfollaban y yo qué sé cuántas cosas más. O sea, lo dicho: habrá que hacer nomás ese estudio de una vez.

 

* En el indoor doméstico y cariñoso de la traducción, la negritud no es categoría racial ni denigratoria sino simplemente descriptiva de una condición profesional a menudo soterrada, pero en ningún caso vergonzante o despreciada. Véase por caso Les Nègres du traducteur (Métailié, 2004), la afilada e hilarante novela del también traductor francés Claude Bleton. En el outdoor, seguramente el término corra otra suerte; quizás por eso convenga aclarar que acá se lo utiliza en todo momento en su acepción aséptica, técnica, familiar. En inglés, donde el negro es un ghost writer o un shadow translator, la figura suscitaría al parecer menos problemas; al menos mientras los fantasmas o las sombras no vayan y se quejen

 

Este ensayo fue publicado originalmente en Latin American Literature Today, N° 29 (marzo de 2024).

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