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Como en su actuación de 2016, empieza con “A Hard Day’s Night” y termina con “Golden Slumbers”, enlazada en suite con “Carry That Weight” y “The End”: el legendario lado B de Abbey Road manda desde la historia. ¿Podría ser de otra manera? En esto Paul McCartney no está dispuesto a arriesgar: siempre fue el príncipe de las aperturas atrayentes y las grandes conclusiones, pero pocas le salieron tan bien como las citadas. Sin embargo, a lo largo de ciento noventa minutos sin pausa y cantando al menos la mitad de los temas en sus tonalidades originales (el elogio a su vitalidad de setenta y seis años es un clisé que, sabiendo de sus hábitos veganos y su natural descontractura, habría que evitar), Paul no quedará atrapado en la cinta sin fin de los años sesenta. En todo caso, no más atrapado de lo que está la sociedad contemporánea, carente de eso que Andreas Huyssen llamó “futuros presentes”. Él mismo lo dirá en algún momento del show del 23 de marzo pasado: hay canciones viejas, nuevas “y del medio”. Asistido por su histórico bajo Höfner violín, sus guitarras, sus pianos —la referencia al music hall del hombre que todo lo toca jamás lo abandonará— y una banda afilada con la que viene grabando y girando por el mundo desde hace más de diez años, Paul encara la llanura palermitana superpoblada de gente vieja, joven y “del medio”, toda ella en romance con su música.
Economía virtuosa del tiempo: como en aquel camarote de los Hermanos Marx, la noche lo contendrá todo. Habrá varias gemas de los Beatles qué él compuso más allá de la asociación autoral con John (sólo de Lennon hará “Being for the Benefit of Mr. Kite”). Cantará la hermosa “Maybe I’m Amazed” de su primer disco solista. Se las verá con varias canciones del boyante Wings como “Let Me Roll It”, “Let ’Em In” y la adictiva “Band on the Run”. No nos privará de la pirotecnia de “Live and Let Die” y, lógicamente, también presentará un seleccionado muy acertado de sus creaciones del siglo XXI. Con la excepción de “Here Today”, de 1982, se detecta ahí un hueco cronológico en el que Paul evitará caer con gran habilidad. Sabemos que la década de los ochenta no le sentó del todo bien, y a mediados de los noventa se involucró activamente en la operación Anthology, acaso cumpliendo con la máxima de Verdi: ¡volved a lo antiguo, será un progreso! En fin, hiatos y retrospectivas al margen, tenemos entonces una setlist de cuarenta canciones que van saliendo al ruedo como autobiografía desordenada. Ahora bien, ¿con quién compararlo? Con McCartney hemos perdido todo parámetro. Este compuso unas cuantas, pero no escribió la letra. Este otro fue autor y compositor, pero no intérprete. Esta cantaba como los dioses, pero canciones inventadas por otros. La única comparación posible tiene forma de una rivalidad amistosa sesgada por la muerte.
¡Qué fondo editorial! La primera impresión que produce un recital de Paul McCartney —falsamente primera, ya que se viene repitiendo con la periodicidad de una nana que calma nuestra angustia del vivir— es la de estar en presencia de un tesoro de canciones inconmensurable. Un océano de bellas melodías (su volumen), una era completa e inconclusa de música pop (su longevidad). Quizá sólo en McCartney podamos hallar las voces pop y rock tan irónicamente ligadas, remitiéndonos a un mismo tronco cultural, cuando la taxonomía de los charts no hacía mayores distingos entre músicas bastardas. De allí le viene a Paul esa facilidad para modular de lo sublime a lo banal que tanto irrita a sus —sin duda ya escasos— detractores. Su arte de canción nos recuerda siempre el pecado original del rock, la ambigüedad moral de su rebeldía: demasiado sumergido en la industria cultural como para independizarse del todo de sus imposiciones. Mientras otros disfrazan esa carga con gestos culteranos, Paul la desnuda con la franqueza de un Andy Warhol de la canción. El perfecto rock and roll de “Back in the USSR” comparte la noche con el pop de “Who Cares”, el hit más reciente de Egypt Station. El delicioso country and western de “I’ve Just Seen a Face” (1965) está a la par de la dulce marcha de “Dance Tonight” (2007). El mercurial “Got To Get You Into My Life” (1966) le transfiere una ración de su swing (sólo una ración, ¿eh?) a “Come On to Me” (2018).
La combinación de temas nuevos —cuatro del último álbum, pero también hay algo de los inmediatamente anteriores— con los invencibles del tiempo Beatle sostiene el timing del entretenimiento (¿quién puede aburrirse con Paul?), aunque quizá su principal propósito sea el de disipar toda atmósfera de nostalgia, hacer que el pasado se funda en el presente. Que “Hey Jude” parezca escrita hoy y que “Queenie Eye” luzca como un lado A de 1968. ¿Qué factor hilvana lo viejo con lo nuevo? La respuesta hay que buscarla en un estilo de composición caracterizado por la prodigalidad melódica, las eventuales audacias formales y un subyugante dominio vocal en armonía con los demás integrantes de la banda (no hay aquí coristas ad hoc, como en Roger Waters o los Rolling Stones). Es un estilo a base de insumos diversos —algunos, como la influencia Motown, parecen de su egoísta invención— pero sin grandes sobresaltos a lo largo de los años. Más allá de cierta sabiduría consejera que distingue algunos de sus temas más recientes —convengamos que, exceptuando esa genialidad titulada “Blackbird”, las letras con “mensaje” no son las que mejor le salen—, no hay en McCartney eso que Edward Said definió como estilo tardío. En ese sentido, la obra del Paul maduro no ganó en complejidad y desasosiego, como advertía Said en los artistas de alta cultura que estudió, pero tampoco hay un plano inclinado hacia la decadencia. En McCartney la música parece haberse revelado completamente de una primera vez, para luego desplegarse con leves variantes o matices. Nos cansamos de leer y oír que los Beatles entronizaron al artista adolescente. Que antes de ellos la juventud no existía más allá de la biología. Sin embargo, el de ellos era un modo extraño de ser joven. Era como si antes de los cumplir los treinta ya hubieran vivido todas las edades, las suficientes para alumbrar canciones perfectas, de una experiencia de vida vicaria pero absolutamente convincente.
En los recitales, Paul les exige a Rusty Anderson, Brian Ray, Paul Wickens, Abe Laboriel Jr. y los Hot City Horns (a propósito, qué bien suena ese trío de vientos de ascendencia funk) que limiten al máximo la versión en tributo al original. Por ejemplo, el trío de guitarras sin bajo de “Carry That Weight” —uno de los escasos momentos de jam a los que Paul se entrega gozosamente— reproducirá la forma abierta de la grabación de los Beatles. En estudio, allí donde nacerán los originales del mañana, Paul acude a productores jóvenes: el magnífico Nigel Godrich en Chaos and Creation in the Backyard, el también músico Dave Kahne en Memory Almost Full y ¡cuatro técnicos en New, con Giles Martin al frente! Sagazmente, Paul sabe que cada época tiene sus marcas de fábrica, por más insignificantes que estas puedan parecer. Entonces acepta que la mediocre “Fuh You” producida por Ryan Tedder sea de la partida en Egypt Station —aunque resiste algunas sugerencias que considera ajenas a su modo elegante de ver el mundo— y es permeable a consejos de amigos jóvenes… hasta cierto punto. Hasta ese punto en que, por contraste entre el ayer y el hoy, los Beatles puedan dejar de ser nuestros eternos contemporáneos, y entonces él, sir Paul McCartney, deba resignarse a exiliarse en el territorio de la memoria, lejos de campos como los de Palermo. Pero eso jamás sucederá.
¿Qué impulsa a Paul a seguir de gira? ¿Multiplicar las ventas de su nuevo disco? ¿Sentirse vivo en el aquí y ahora de la música como teatralidad? (Convengamos que el estudio de grabación, con sus fragmentaciones del tiempo, su modo autista de registro y sus repeticiones mecánicas, no parece ser un sitio muy vital que digamos). “La sensación que notas cuando lo haces… no hay nada que se le parezca”, dijo Paul alguna vez sobre el trabajo autoral, y quizá piense lo mismo de la interpretación. Sin embargo, tanto la estructura de sus recitales como la frecuencia con que decide salir de gira sugieren la existencia de un deseo más profundo: el de antologizar su propia vida a partir de su música, sustituir vida por canciones de modo definitivo. Lo hará sin orden cronológico —esto implicaría una idea de progreso artístico que la totalidad de la obra de Paul desmiente— pero buscando un efecto de completitud, aun sabiendo que sus diecisiete álbumes como solista no bastan para equilibrar el legado Beatle, y que ya nada tardío habrá en las canciones que le reste escribir.
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