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Cohen, donde la lengua está por delante

DISCUSIÓNESPECIAL

“Me parece que no he asimilado la idea de que puedo morirme mañana. Como si morirse no fuera posible”, escribe Aliano D’ Evanderey. Es un buen ejercicio para acostumbrarnos a la pérdida del autor releer hoy Donde yo no estaba, a tres años de su muerte. “¿Me apagaré de golpe o seré testigo de un apagado gradual?”, se pregunta Aliano. Marcelo-en-Aliano, me atrevo a decir ahora, citando entradas del diario que baraja todas las circunstancias futuras del adiós e imagina a sus corresponsales. Son sus meditaciones sobre la juventud y la enfermedad, la voz de su “Locutor Interior”. A través de vicisitudes vividas como póstumas, esta novela ficcionaliza la despedida y, por lo tanto, su género es elegíaco: el diario de un condenado, un moribundo lento, lleno de energía e impulsos vitales, que callará mientras todo baila a su alrededor.

Nos convoca el Delta Panorámico, ese universo social completo, con sus pastores religiosos del Pensar y sus acólitos del Dios Solo —la elegía reenvía a confrontar la religión—, sus hombres fuertes, protestas y agitadores, con su ciudadanía Copito (Yónder) y sus payasos, sus problemas financieros, su inflación, su caos y sus órdenes, sus ocios y mitos cinematográficos. Publicada en 2006, al promediar la saga temática, Donde yo no estaba amplía la enciclopedia del Delta en sus dinámicas sociales, así como Casa de Ottro (2009) pondera el legado y el viaje de Balada (2011) precisa su geografía, y es interesante volver hoy a esta novela quizá relegada en importancia en su momento, para comparar nuestra lectura con su pasado, con lo que era actual mientras Cohen la escribía. Nos depara todos sus presentes en potencia. Donde yo no estaba, como el resto de la saga deltaica, pertenece a la literatura visionaria como algunas novelas de Arlt y como toda la obra de Xul Solar, empezando por sus paisajes utópicos.

 

Los presentes. Donde yo no estaba es la novela de la “pequeña burguesía” deltaica y su extinción; su protagonista ha heredado, no una tienda de lencería, sino un emporio mayorista de las prendas más ligeras e íntimas del guardarropa. Muchas páginas me hacen pensar que es el relato de Cohen sobre la crisis de 2001 y la emergencia de nuevos sujetos sociales y políticos. Yónder, el lumpen estrábico, los renunciantes creyentes en la cripto ciudad monoteísta de túneles, también poblada de payasos. Me sugiere el corralito el particular foco en lo que llama “la basura de la basura”, la interminable desagregación de los recicladores. Entre todo lo que registra, hay escenas de masas únicas, que se leen como guiones preparatorios del Jóker de Todd Phillips y de Una batalla tras otra, de Paul Thomas Anderson, y su dinámica establecida por la figura del hater. Toma del cómic la síntesis artificiosa e híper elocuente de los nombres, pero no procede por cuadros ni primeros planos, como la historieta, sino por secuencias y planos generales que pasan y se detienen en los individuos, sin cortar ni montar. El resultado es un continuo fluido, como esas películas hechas con una sola toma coreografiada al detalle. La narración es eminentemente literaria.

“Desde Los acuáticos no salí del Delta Panorámico”, le decía Cohen a una periodista del diario Página/12 hace unos años. “No es un mundo que tiene un asidero real, es un objeto puramente literario, concebido con la idea de que la literatura es el único contacto auténtico con lo real. La imaginación va creando su propia enciclopedia, voy juntando notas para que la incoherencia no llegue a ser ofensiva”. Tan de Cohen y sus narradores subrayar el imperativo de la cortesía con el lector, tal vez un rasgo adquirido en sus años en España y, sobre todo, en su oficio de traductor.

La idea de enciclopedia deltaica, claro, no era mía sino del propio Cohen, quien en La calle de los cines (2018) irrumpe con su propia persona como habitante de la Isla Onzena, una referencia directa al tomo de la Enciclopedia Británica donde se ha colado el mundo Tlön. Crear un universo entero, no recrear el conocido, aunque este Delta está no sólo lleno de realidad sino que es construido con un realismo soberano que garantiza la cohesión verosímil a través de toda la saga. Enciclopedia quiere decir agotar, ceñir y precisar lo inagotable: esto es, no sólo el mundo material del Delta, también las ficciones que se cuentan sus habitantes, la ficción a la potencia en el juego de cajas chinas de hipertextos. Es central en todas las novelas deltaicas la idea de confín ficcional, una ficción en abismo que, partiendo de la lengua que nombra y bautiza, como los exploradores nombraban parajes y objetos nunca antes repertoriados, enseguida se vuelve geografía, patria y subjetividad. Medido en palabras, lo distante extremo acaba quedando más cerca.

 

Los nombres. Reparemos en el ladero y protegido de Aliano, “Yónder”. La palabra designa el más allá de la distancia, acullá, lo que viene después de lo más lejos. Yónder Nágaro, vagamente japonés, vendedor ambulante de pescado a quien conocemos agitando una boga a la manera de un exhibicionista. Es un Copito, un inadaptado social, como solía decirse, con dos años de cárcel cumplidos en las Balugas. Se me ocurre pensar que Cohen tomó el adverbio espacial yonder —de origen gótico alemán, geond, estandarizado en el inglés medio del siglo XIV— del poema “A la amada esquiva” (“To His Coy Mistress”), del metafísico Andrew Marvell (siglo XVII), a quien Silvina Ocampo tradujo y que Borges empleó de acápite, y le dio rango de nombre propio por tratarse de un poema sobre la pérdida de la juventud y la urgencia filosófica de los placeres ante la amenaza de la muerte, que es el tema de Aliano y su “novela luminosa”.

But at my back I always hear
Time’s wingèd chariot hurrying near;
And yonder all before us lie
Deserts of vast eternity.

El Aliano-en-Yónder virtual, el psicoanalítico Yónder-en-mí: “saña, arrogancia, privación”, así lo define Aliano. Son los factores de la degradación que va absorbiendo los modos sociales y políticos tradicionales del Delta. Yónder es, en rigor, el objeto forzoso de la neutralización panconciente y sus placebos para el hater. Decía antes que Cohen compone escenas de masas geniales: las ve en su humanidad infinitesimal, en lo que cada persona tiene de fuerza natural, pero también en lo que despliega de farsa y absurdo. Tragedia y comedia siempre vibran muy cerca en esos frescos colectivos de potencia indecidible, en los que la violencia puede ser leída simultáneamente como su contrario. Así como se arman, se pueden desbaratar en un instante. El mejor ejemplo son las torres gimnásticas en Los acuáticos. “Qué bárbaro, lo estoy exponiendo con una elegancia que empalaga”, piensa el detective Doriac, encargado por la comisaria Benaspe para investigar, mientras escribe su informe sobre la desaparición de Viol Minago, instigador y líder de la revuelta. ¿Sigue siendo una revuelta cuando se la narra tan elegantemente, como una coreografía en alto, al estilo olímpico? (una recreación de la muxiganga, torres humanas del folclore catalán). Mientras tanto, con sus cuerpos las masas del movimiento palabrístico erigen en el aire el eslogan “No somos legión porque somos uno”. Están refinando la oratoria de la protesta. O no, tal vez es otra la búsqueda colectiva. En la inestable sociedad del Delta, y en su lógica interpretativa guiada por la conjetura, lo que se afirma no descarta otras posibilidades, ni siquiera la contraria. Y sobre todas esas escenas —multitudes o grupúsculos—, la Panconciencia, el aparato tecnológico y la narración predeterminada, en la cual el individuo queda asociado en una interfaz con el Estado.

 

Diccionario. Las proyecciones del visionario, con sus futuros, surgen de la recuperación del pasado, al que se le hace contar la historia en otra lengua. Una de las riquezas de la obra de Cohen es el trabajo con el habla y la cultura popular, no sólo en su particular oído sino en la maestría con que estas cruzan la pura invención, en medio de una sintaxis compleja —sin embargo, ni barroca ni saeriana—. Esa lengua explota la sátira al contrastar con algunos egos pomposos, como los de Aliano y el Regidor Collados Ottro. Deberíamos hacer un directorio con los nombres propios del Delta, una de esas viejas guías telefónicas. En ellos se constituye esta panlengua, a la manera de las pensiformas y los vocablos plastiútiles de Xul. Este don de bautizar a sus personajes procede tanto del oficio de traductor, que defragmenta las palabras, como del lector de cómics, en su carácter de fórmula. Este montaje de registros del habla articula innumerables resonancias. Entre estas, los apodos y las voces callejeras. La cultura popular, los modos expresivos, atraviesan la prosa buscando rastrear el sentido y expresividad en la fonética, a la que sabemos arbitraria; es casi un modelo teórico para lo que el castellano oculta, enmascara o no dice del todo. Así, percibimos la grosería de la frase “¿y eso qué gurlipo es?”, como si fuera inmanente al significante (lo cómico de crear esta especie de indoeuropeo iberoamericano). O la elisión en el sublime “¡no me rompas los quimbos!”, en el que la alusión genital suprimida deriva hacia la gastronomía colonial. El humor y la ambigüedad al nivel de la palabra, el primer ladrillito del Delta.

En 2007, en la revista Vasos Comunicantes, sobre traducción, Cohen reconstruye sus años en la España de los años noventa: “Yo me sentía en poder, no de un imperio, sino de los detritos pasados por el periodismo, los doblajes de películas, los anacolutos de los políticos, los eslóganes publicitarios y la creciente, deprimente tendencia de las grandes casas editoriales a aplanar las traducciones, atenuando relieves estilísticos, reduciendo y segmentando las frases con más de una subordinada”. Contra este decálogo uniformador, inventar la lengua entera entonces, desde “la voluntad joyceana de anarquía sexual de las palabras”, según escribe. Empezando por las palabras y las interjecciones (de estas encontré todo un glosario: “¡Aj!”, “¡Uj!”, etcétera).

Este Diccionario Novel se compone de palabras demodé, más que de arcaísmos —en uso en tiempos de los padres de Cohen, el idioma de su infancia, lo que él llama “lengua uterina” (ser un alcornoque, un badulaque, con todos sus atributos epocales, como los lentes ahumados)—, de regionalismos rioplatenses —la variación idiomática ínfima de la vecina orilla (chiquilines, pilas de), traducciones literales (el sincasa), injertos de vida cotidiana actual y ecos que portan su contexto (el pantallátor, el flaytaxi)—. Entre todos los campos semánticos, el de la farmacopea es uno de los más aquejados de detritos publicitarios: las medicinas, antes de ser una composición precisa, cuentan con un nombre, sondeado en cien ruedas de consultas con consumidores. Del laboratorio del Doctor Cohen nacen el purascón, el sinculpán, el verosetimol. Esas pensiformas sustentan el edificio narrativo, con su remix de temporalidades. Cuentan, por sí mismas, los diversos tiempos de la literatura. Y en su lógica, la Panconciencia, recurso político uniformador de la subjetividad y las conductas, un realzador tecno del Gran Hermano orwelliano, en el que proyecta lo que todavía no es presente mientras él escribe. ¿No hablamos hoy de la inteligencia artificial como del gran aparato estandarizador, la usina de imágenes implantadas? A tres años de la muerte de Marcelo Cohen, me pregunto si esta no fue también una invención suya.

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