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Dónde vivimos, cómo vivimos. Sobre La gentrificación es inevitable y otras mentiras, de Leslie Kern

DISCUSIÓN

Escena 1: Abre un nuevo café en el barrio. Una pareja de jubilados va a probarlo. Se sientan en una mesa. Después de un rato sin atención, se acerca una chica a informarles que deben pedir en el mostrador. Piden lo de siempre: un cortado en jarrito para él, un café con leche mitad y mitad para ella, y dos medialunas de grasa. No hay. Les ofrecen macchiato, latte, flat white, croissants. Ante la falta de opciones, aceptan la sugerencia. Les cobran en el momento: un precio irrisorio, el doble de lo que habrían pagado en la confitería a la que solían ir. El café es suave, tibio: para él, un asco. No hay diarios a disposición y tienen que compartir mesa con alguien enfrascado en su computadora personal, poco predispuesto a la charla. Alguien como yo escribiendo esta nota.

Escena 2: Familia con bebé se muda a su nuevo departamento, una construcción a estrenar de pocos pisos en un barrio de casas bajas. A la noche reina el silencio. Salvo por un vecino, que disfruta escuchando su música (algo de los Redondos, de Viejas Locas, rock nacional de los noventa) con las ventanas abiertas en el viejo PH lindero. A sus compañeros de PH no les molesta. A los vecinos del nuevo edificio, sí. Al bebé no lo deja dormir bien. Intentan hablar con el vecino, no accede: dice que él “se fumó” los ruidos de la obra durante dos años, y que ahora le taparon todo el sol. “Se mudaron mal”, dice. Pone la música más fuerte. Los vecinos del edificio, agrupados, llaman a la policía. El vecino se enoja aún más, pone la música más fuerte, empieza a gritar amenazas al aire. La situación se pone tan tensa que la familia recién mudada comienza a considerar si efectivamente hicieron algo “mal” en su compra honesta de una nueva vivienda familiar, en un barrio que fue presentado en la inmobiliaria como “pujante” y “en crecimiento” luego de que el Estado resolviera un problema de inundaciones periódicas por un arroyo (mal) entubado.

Escena 3: Escuela pública de la Ciudad de Buenos Aires emplazada en zona residencial de clase media. Sala de dos. El compañero favorito de todos los nenes se va a cambiar de escuela porque se tiene que mudar. Los padres alquilan un dos ambientes a una cuadra de la escuela. Viven allí desde hace diez años, pero va a llegar un nuevo hermanito y necesitan mudarse. Hicieron todo lo que pudieron para conseguir un tres ambientes en la zona, pero en todos los casos les pidieron más del doble de lo que estaban pagando. Él trabaja en relación de dependencia, ella es ama de casa. Él es oriundo de un pequeño pueblo apenas por fuera del conurbano. Consiguen una casa allá. No quieren irse de Buenos Aires, pero no tienen opción. Ellos lamentan irse, los compañeritos también sufren la ida del favorito de la clase. No es culpa de nadie, las cosas son así, está muy difícil todo, es inevitable. Así dicen los mapadres en la puerta de la escuela.

 

Las escenas se multiplican si uno afina el ojo y se pone a buscar. Es como cuando descubrimos el feminismo (los recién llegados, post #NiUnaMenos) y empezamos a ver situaciones de machismo en todos lados (incluso —y sobre todo— en nosotros mismos y nuestros allegados). O como cuando entendimos que el tema del siglo XXI es el cambio climático y entonces todas las decisiones que tomamos están atravesadas por esos pequeños esfuerzos que podemos hacer para morigerarlo. Descubrir el término gentrificación, entender a qué refiere, y luego levantar la cabeza y verlo aplicarse a mansalva en todos lados —en la Ciudad de Buenos Aires y en otros lugares también— parece inevitable. Está en las cosas más cotidianas, como el repentino gusto adquirido por la nueva gama de cafés suaves de tostado medio y el sabor distintivo del pistacho, el auge (¿y pronta decadencia?) de las cervecerías artesanales, las tiendas naturistas, el yoga y los viveros cool. Porque la punta de lanza del concepto de gentrificación es lo que podríamos llamar la coolificación de las cosas, con epítomes en la cultura de masas argentina como aquella empanada servida en un frasco en un restaurante de Palermo o, más recientemente, el capítulo de Porno y helado (Martín Piroyansky, 2022) en el que un café de mala muerte se transforma en lo in del mundo hipster porteño.

Volvamos al origen de la palabra: “gentry” es el equivalente a una burguesía acomodada de Inglaterra, y la idea de gentrificación implica una suerte de “ascenso de clase social” para la zona que está siendo gentrificada. En la teoría, este “ascenso” se da primero a través de clases medias y altas que no cuentan con un capital económico alto pero que sí tienen un alto capital social: son “artistas”, en el más amplio sentido de la palabra. Ellos gentrifican/coolifican un barrio, lo vuelven “habitable” para otros de su clase, lo hacen deseable, y entonces la migración se empieza a dar, en general de forma bastante vertiginosa. Luego de los artistas “pioneros”, llegan los del capital económico con sus “inversiones”: restaurantes, cafés, galerías, locales comerciales, emprendimientos inmobiliarios de vivienda y/o alquiler. El barrio “repunta”, se pone de moda, se encarece (tanto la vivienda como los servicios que allí se ofrecen) y, por último, esos pioneros son expulsados, tal como los habitantes originales, a otro lugar en el que puedan vivir.

Toda esta enorme simplificación que acabo de relatar es fácilmente rastreable en el barrio insignia de la gentrificación porteña, Palermo “Hollywood”, antes, zona de orilleros y malandras, en los dos mil, zona de jóvenes bohemios, y hoy, en la segunda década del siglo XXI, zona de extranjeros (turistas y de residencia temporal o permanente) y porteños aspiracionales de grandes ingresos. La “bohemia” ya se desplazó a barrios antes estigmatizados por “viejos”, “industriales” o simplemente “peligrosos”, como Villa Crespo, Almagro, Chacarita, La Paternal.

Suena sencillo y reconocible por cualquier porteño. Seguramente fenómenos similares pueden rastrearse en otras grandes ciudades del país (o incluso en las pequeñas, apuntalado no sobre “artistas” sino sobre el turismo que, irónicamente, no deja lugar a los locales). Para entender qué hay más allá de estos desplazamientos que parecen “naturales”, es necesario adentrarse en el fenómeno que los geógrafos urbanos están investigando desde 1964. En este sentido, el ensayo divulgativo de Leslie Kern publicado en la Argentina por Godot con el título La gentrificación es inevitable y otras mentiras resulta iluminador para comprender qué hay detrás de estos fenómenos que a primera vista parecen, efectivamente, inevitables. Allí se señala este “saber común” de cómo la bohemia artística gentrifica los barrios, pero se le quita la presión de sentirse los responsables del desplazamiento (real y metafórico) de los habitantes originales. Porque detrás de cada nuevo café de especialidad que abre ofreciendo avocado toasts, cinnamon rolls o alfajores de pistacho, hay un entramado público-privado que trabaja en pos de esta elitización de las ciudades. ¿Cómo? Retomemos el sencillo ejemplo de Palermo “Hollywood”: su crecimiento fue menos “orgánico” que por incentivos impositivos para el establecimiento de productoras audiovisuales en la zona, lo que atrajo activamente a esa población “bohemia” que produce la gentrificación. Y si vamos más atrás en el tiempo, esa porción de Palermo es habitable gracias al entubado del arroyo Maldonado (y a sus diversas correcciones que limitaron las inundaciones en la zona). Algo similar está ocurriendo actualmente en Parque Patricios con el denominado “polo tecnológico”. Es decir, sin políticas de Estado no hay gentrificación, o no se realiza con tanta potencia como cuando se apoya sobre estas.

Pero falta otro jugador: el capital. Los artistas pueden convivir con las personas de clases bajas sin problemas, porque de hecho —en términos materiales— ellos muchas veces también pertenecen a esa clase. Cuando se coloca el primer cartel de “En venta” con el añadido del tamaño del lote, cuántos metros cuadrados pueden construirse allí y el gancho de marketing “ideal inversor”, podemos entender que estamos ante un fenómeno de gentrificación acelerada con el aval del sector financiero. Porque lo que termina motorizando este fenómeno es menos el hipster con su local de tattoos que el cambio de concepción de la vivienda, antes un derecho y hoy, una “inversión”, el famoso “ahorrar en ladrillos” que cualquier clasemediero porteño escuchó. La vivienda es hoy un bien de mercado más entre tantos otros, y como tal no responde más que a las lógicas de mercado (apalancadas, como vimos, por el trabajo del sector público).

El ensayo de Kern es argumentativo, y sostiene desde el comienzo que la gentrificación (que no es solo de clase, como bien explica) debe ser combatida. El problema es que, llegado el capítulo de las soluciones, los argumentos pierden fuerza, y si bien se presentan casos de éxito, todos se ven minúsculos ante un fenómeno absolutamente global (lo que nosotros decimos de la Ciudad de Buenos Aires tiene su correlato, aún con mayor fuerza y desde hace más tiempo, en casi todas las megalópolis del mundo) y de apariencia irreversible. Es otro caso (tal como el ambientalismo) que nos muestra un estadio nuevo del capitalismo, otra escena más del hartazgo de la lógica neoliberal en la que todos estamos inmersos desde hace unos cincuenta años y que nadie parece saber bien cómo destrabar. Si cabe, entonces, mientras se busca la llave a un problema menos urgente que el del cambio climático pero que hace a nuestro día a día, lo que efectúa Kern tiene el valor adicional —además de derribar una serie de mitos en torno a la gentrificación con mayor o menor suerte— de darles voz a aquellos desplazados, que son literalmente expulsados de sus barrios, como el compañerito del jardín, pero que también son desplazados simbólicamente, como los jubilados en el café (acá una interesante discusión en Twitter al respecto), sin olvidar el conflicto que se da entre los “históricos” y los “recién llegados”, como el mencionado entre los vecinos del PH y el edificio nuevo. Mientras otros escenarios son posibles —como el que describe Tamara Tenembaum acerca de una percepción positiva de la gentrificación en el barrio de Once— y podríamos leer en el relato de Kern un exceso de conservadurismo o de nostalgia (a fin de cuentas, ¿quiénes son los “locales” de cada barrio, si alguna vez ellos también fueron “recién llegados”?), parece incluso negligente dejar de escuchar las voces de los desplazados, no empatizar con quienes deben cambiar su modo de vida porque otros consideran que este proceso es inevitable. Si la lógica de mercado siempre prima sobre la empatía, poco queda por hacer…

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