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El limbo de las imágenes. A propósito de Nada personal de Nicolás Martella

DISCUSIÓN

La ciudad se rehace a sí misma todos los días: cada mañana la población se despierta entre sábanas frescas, se lava con jabones apenas salidos de sus envoltorios y compra comida en bolsas, botellas, frascos o cajas. En las esquinas, los restos del día se van acumulando en el contenedor de basura. Tubos de dentífrico aplastados, diarios, envases, materiales de embalaje, electrodomésticos. A medida que se crean nuevos objetos, el volumen de los desperdicios aumenta y se despliega en un perímetro cada vez mayor. “Añádase que cuanto más sobresale Leonia en la fabricación de nuevos materiales, más mejora la sustancia de los detritos, más resisten al tiempo, a la intemperie, a fermentaciones y combustiones. Es una fortaleza de desperdicios indestructibles la que circunda Leonia, la domina por todos lados como un reborde montañoso”, escribe Italo Calvino sobre esta urbe imaginaria en su novela Las ciudades invisibles, dando cuenta de un fenómeno real contemporáneo. A medida que más cosas se consumen, más se expelen: los desperdicios del día se tiran sobre los del día anterior y así durante semanas, años, siglos. 

Cuando en el año 2000, Agnès Varda sale con su cámara digital a recorrer los alrededores de Francia, encuentra personas que por necesidad, azar o interés recogen objetos desechados por otros. Filma los rostros de aquellos que habitan los márgenes y les da voz a aquellos silenciados por la narrativa dominante. Les pondrá el nombre de “espigadores” y llamará a su película Los espigadores y la espigadora porque ella misma espiga al recoger fragmentos de la realidad, uniéndolos en un montaje cinematográfico. El verbo “espigar” proviene de la agricultura y significa recoger algo del suelo, pero está anclado en el imaginario gracias a la famosa pintura Las espigadoras, de Jean-François Millet, en la que se ve la espalda encorvada de unas campesinas mientras recogen aquello que sobró de la siembra y yace desparramado por la llanura. En el fondo del cuadro se ven las pilas acumuladas de la gran cosecha a la que no tienen acceso. 

Una reversión fotográfica de las espigadoras de Millet titulada “Los recolectores de papa” (2005) opera de epígrafe de la primera exposición institucional individual de Nicolás Martella, en la Fundación Osde. Formado principalmente en fotografía, Martella no se dedica a cazar instantes decisivos como Cartier-Bresson, sino que lleva a cabo diferentes prácticas de reapropiación de los restos que deja tras de sí un mundo hipervisual. El recurso de la recolección está presente en cada una de las siete salas que integran el recorrido. Pero en su caso, a diferencia de Varda, el artista no se desplaza por la ciudad en busca de otras personas, sino de las imágenes que estas producen y descartan como si fueran una nada. Nada personal es el título de esta muestra que abarca veinte años de su producción durante un período de cambio de paradigma de la cultura visual en el cual interroga las condiciones de circulación de las imágenes. 

Cada vez que un usuario baja alguna fotografía de la web, del mail o de una memoria externa en la computadora sin indicar con precisión el sitio de guardado, esta se descarga por defecto en la carpeta “Descargas”, “Mis archivos recibidos” o “Mis imágenes”. Niños, pitos, viajes, comidas, desnudos, algunas fiestas, asados y fútbol componen el crisol de la basura digital que fue poblando los discos rígidos de la primera generación con acceso a internet. La serie Mis archivos recibidos (2009) consiste en más de mil quinientas imágenes recolectadas por el artista con un pendrive en diferentes ciber y locutorios de la ciudad de La Plata. Mediante un acto sencillo de micropiratería, fue armando el caleidoscopio de una época de transición tecnológica marcada por la irrupción de internet y las cámaras digitales. Gestos de comunicación, huellas de un intercambio que quedó atrapado dentro del aparato por indiferencia o negligencia. Imágenes inoperativas (invirtiendo el concepto de Harun Farocki) que perdieron su función primordial y flotan en los intersticios de la cultura. 

La imagen basura no nace con la revolución digital, sino que se inicia mucho antes, con la revolución de la imprenta. El ejemplo más evidente es el de aquellas publicaciones cuyo carácter periódico implica su veloz caducidad: el diario de hoy envuelve el pescado mañana. La serie Fotografías del día de mi cumpleaños (2013-2022) reúne en varios paneles, expuestos sucesivamente a modo de retablo fotográfico, las imágenes recortadas de diferentes periódicos todos los 7 de junio durante casi una década. Pese a tratarse de imágenes analógicas, el montaje desafía la linealidad y la progresión de las páginas. La lógica del hipervínculo y la simultaneidad visual de esta suerte de Atlas Mnemosyne conecta conjuntos aleatorios de imágenes periodísticas: adolescentes con caras blureadas, una pista de aterrizaje, un hombre montado a caballo y una mujer que sostiene un cartel de protesta. 

Ante un sistema de consumo desenfrenado, las políticas de la imagen no sólo respectan a sus modos de circulación sino a la metodología empleada para su descarte y sustracción. Miles de obras enviadas para participar del Salón Nacional se acumulan en el subsuelo del Palais de Glace porque muchos autores nunca las retiran. Huérfanas y comprometidas burocráticamente, estas obras son un verdadero problema para el Estado, que no se las puede apropiar, pero tampoco puede desecharlas. Quedan suspendidas en un limbo, a la espera de su destino final: patrimonio, propiedad privada o desecho público. Nicolás Martella descendió al primer círculo del infierno institucional para fotografiar cada una de las más de doscientas obras que fueron finalmente seleccionadas por el museo para su posible patrimonialización. El Salón de los Rechazados (2020-2021) recupera, a modo de catálogo impreso, este acervo de visualidades suprimidas por la historia del arte argentino durante más de ochenta años. 

En la misma sala, La realidad de la luz (2017) hace foco en las paredes del Museo Nacional de Bellas Artes. La imagen de cada obra expone las huellas que deja tras de sí la obra de arte en sus implicancias curatoriales (el color de la pintura) o accidentales (grietas, manchas, agujeros). “Una imagen no mirada es una imagen invisible, es una no-imagen” escribe Joan Fontcuberta en La furia de las imágenes. Convirtiendo el fondo en figura central, exalta el gran gesto contemporáneo que consiste en no fabricar imágenes nuevas sino despertar a las ya existentes de su somnolencia. La serie Autorretratos (2012) continúa esta línea exploratoria mediante una selección de veinticinco capturas de fondos de pantalla reunidos por el artista mediante un pedido a sus contactos de mail. Este detrás de imagen, tan utilitario como imperceptible, gana espesura con el paso del tiempo, ya que es posible notar con cierto extrañamiento la convivencia asincrónica de pantallas de tubo, LED, diferentes versiones de Windows, etc. También los nombres de los documentos, los ordenamientos visuales inconscientes. La primera captura de la serie pertenece al artista. En una mise en abyme, detrás de las carpetas y archivos se recorta la famosa fotografía del congelador atiborrado de William Eggleston, entendida a su vez como una suerte de autorretrato del fotógrafo, quien al trabajar con un objeto industrial y cotidiano supo adueñarse de la operación duchampiana estableciendo una equivalencia entre elegir y fabricar, consumir y producir.

Pese al carácter inaccesible y distante que puede tener la obra de arte en tanto objeto aurático, su imagen es capaz de embestir al observador convertida en signo social, mostrar su potencia en tanto ausencia. Las fotocopias que se usan de material de estudio en la Facultad de Bellas Artes son la materia prima de la serie Estilo e Iconografía (2021). Su blow up permite, como en las paredes del museo, ver la textura de la impresión y las manchas. La tinta traspasa y se impone sobre la pobreza del soporte, su baja calidad. El zoom hace que la imagen desaparezca en las estrías que ha dejado la máquina sobre el papel, pero, ahí donde las imágenes se desvanecen, se exhiben. Son espectros de la cultura. Si Benjamin veía en la reproducción técnica de las obras una pérdida de su presencia real, única e irrepetible, este procedimiento da cuenta, mediante la desmaterialización, de su fantasmagoría. 

Por último, aunque en verdad está al principio del recorrido y en la pared más visible del espacio, se exhibe El paraíso de los creyentes (2013-hoy), nombre de un guion escrito en conjunto por Borges y Bioy Casares. Se trata de una colección de libros cuyos títulos comienzan del mismo modo, recurso que lleva a pensar en la inesperada cacofonía que el algoritmo improvisa debajo de la barra cada vez que tipeamos unas palabras en Google: El arte de criar conejos, El arte de ser mujer, El arte de la guarnición, El arte de los argentinos, El arte de vivir del arte o El arte del masaje sensual y un larguísimo etcétera. Si con un gesto borgiano se reunieran en una misma biblioteca todos los libros del mundo, escritos o por escribir, que comiencen de este modo, se acabaría teniendo una idea bastante aproximada de lo que el ser humano entiende por arte. Esta idea totalizadora sería una suerte de paraíso de los creyentes. Pero lo cierto es que no existe tal cosa, la totalidad es inalcanzable. 

Fotocopias de apuntes, diarios, los fondos de pantalla de las computadoras, archivos descargados en el cíber, libros que proliferaron en la era new age y las obras de arte que juntan polvo en el sótano de la institución. Se trata de “imágenes menores, intrascendentes, fungibles. Lo que les da carácter y entidad es la grupalidad. Su reunión abre la pregunta sobre cuál es el paisaje social de nuestros usos y consumos residuales”, escribe Joaquín Barrera en el catálogo de la exposición. El consumo desenfrenado que prima en la actualidad, como advertía Calvino con sus ciudades invisibles, genera una acumulación cada vez más grande de desperdicios. El plástico que tiramos al océano, que a esta altura forma parte mediante micropartículas de todos los organismos del planeta, seguirá flotando mucho después de nuestra inexistencia. Timothy Morton llama a este tipo de presencias “hiperobjetos”. Dado que abarcan más dimensiones de las que podemos percibir, como el cambio climático o el agujero de ozono, sólo es posible su experiencia en forma fragmentaria y parcial. 

Los intentos de construir una imagen cabal del mundo conducen indefectiblemente al fracaso. En un cuento corto titulado “Del rigor en la ciencia”, Borges imagina un imperio donde el arte de la cartografía logra una perfección inusitada. El mapa del imperio tan fiel al territorio termina siendo del mismo tamaño que el imperio. Pero “las generaciones siguientes entendieron que ese dilatado mapa era inútil y no sin impiedad lo entregaron a las inclemencias del sol y los inviernos. En los desiertos del oeste perduran despedazadas ruinas del mapa, habitadas por animales y por mendigos…”. Este mapa inabarcable y atemporal es el que construyen las imágenes sobre nuestra realidad, superponiéndose a ella, renovándose constantemente a medida que devienen obsoletas las diferentes tecnologías de producción imaginaria. Un nuevo mapa cubre otro mapa inservible. Así se acumula ruina sobre ruina. 

Las imágenes que flotan en la nube no son muy diferentes a las partículas de plástico que flotan en nuestros océanos. El hiperconsumo no sólo genera hiperobjetos, sino también hiperimágenes. Del mismo modo que, como advierte Morton, “no puedo ver ni tocar el calentamiento global. Lo que puedo ver y tocar son esas gotas de lluvia, esta mancha quemada por el sol en la nuca”; tampoco puedo ver la totalidad de esta compleja red que forma nuestro imaginario, apenas puedo ver las imágenes en su carácter fragmentario y parcial. Más aún si consideramos no sólo las imágenes en circulación sino su descarte, y no sólo su carácter físico sino también su nebulosa digital. Tal vez el único acto de resistencia posible a esta sobreproducción desenfrenada de imágenes sea el que propone Nicolás Martella a lo largo de su obra: un trabajo anacrónico desde la inmanencia, espigando los restos que deja tras de sí nuestra cultura visual.

21 Ago, 2025
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