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A propósito de dos lecturas recientes, nuestros editores de la sección de Teoría y Ensayo reflexionan sobre los sentidos de lo que está en juego en las próximas elecciones.
Darío Steimberg: Leo en estos días La gran política de Nietzsche, de Hugo Drochon [Adriana Hidalgo, 2023]. Es un libro que intenta analizar desde una perspectiva contemporánea el lugar de la dimensión política en la obra de un autor tan inmensamente leído e influyente. En resumen, su tema gira en torno de cuán política es la filosofía de Nietzsche. No sólo en sus efectos, porque sabemos que los efectos de toda filosofía en algún punto son políticos, sino cuán atravesada o construida está desde una perspectiva política. En otras palabras, busca precisar en qué sentido se puede decir que hay una mirada política declarada en esa filosofía, tomando en cuenta que, dado que Nietzsche fue promovido por el nazismo como uno de sus autores insignia, después de la Segunda Guerra Mundial, para recuperarlo, la filosofía occidental tuvo que hacer un movimiento mediante el cual se “descubrió” que en realidad Nietzsche era más bien apolítico, o antipolítico, y lo importante era leerlo desde su postura estética o ética. Drochon se esfuerza en mostrar, o viene a confirmar, que en Nietzsche había una dimensión política fundamental, y que esa postura era en gran medida elitista, aristocrática. Casi de casta. Por supuesto, lo hace dejando bien en claro que el adversario de Nietzsche era la democracia moderna como se la vivía entonces (es decir, la democracia de la unificación alemana guiada por Otto von Bismarck) y que debía entenderse en el contexto de las disputas europeas de la época. Por eso, no es difícil explicar que pueda ser hoy recuperado sin demasiados problemas en su perspectiva crítica, porque es evidente que las democracias fundadas en el siglo XIX están en crisis. Diferente es la cuestión si nos preguntamos qué de su propuesta política “positiva” puede ser recuperado. Ahora bien, aunque uno podría argumentar que en realidad no hay, no tiene por qué haber una sistematización de toda una filosofía, es decir, que el hecho de que alguien “revele” que en Nietzsche hay ideas elitistas no implica necesariamente que todas sus ideas alimenten únicamente políticas elitistas, lo que me ocurre durante toda la lectura del libro de Drochon es que me ronda la pregunta acerca de en qué sentido algo de esto habla del aquí y ahora de la Argentina. Es decir, el propio autor insiste en que es una cuestión principalmente europea, habla de la alta cultura occidental, y entonces me resulta muy útil para entender muchos debates que nos llegan desde allá, ¿pero no hay algo más? ¿Qué?
Por otro lado, a la par leo La vida emocional del populismo, de Eva Illouz [Katz, 2023], que intenta analizar los populismos, aunque en realidad su objeto central es el populismo de derecha y extrema derecha (Netanyahu principalmente, pero también Trump, Bolsonaro, Orbán), y encuentro algo que podría considerarse inesperado: los sentimientos con los que define ese populismo (miedo, asco, resentimiento) describen en la Argentina más bien al antiperonismo. Quiero explicarme: el efecto de la lectura de los dos libros genera una vibración. Por un lado, no podemos dejar de nutrirnos de todas las filosofías del mundo, pero, por otro lado, no dejo de preguntarme hasta dónde dicen algo de lo que ocurre acá, qué torsiones, qué transvaloraciones, para usar a Nietzsche, tengo que hacer para que me hablen de nuestra situación, nuestra cultura, nuestra vida. Y entonces me vuelve a la cabeza, metafóricamente pero también de un modo explícito, la cuestión de la dolarización que propone Milei. ¿Hay una relación entre el modo en que construimos nuestros análisis en casi cualquier disciplina y el hecho de que un partido que tiene serias posibilidades de triunfar sea liderado por un hombre que considera que la Argentina no puede tener una moneda propia? Más aún, que afirma que no debe tener una moneda propia. Acuñar nociones que ayudan a comprender, a concebir la realidad, ¿no es un modo de construir vínculos, de producir intercambios, entre nosotros y con el mundo? No somos tan idiotas como para abandonar la riqueza de pensamientos que se producen en otros lugares (también en los polos de poder), pero ¿cómo sería posible no empobrecernos si abandonáramos a la par, deliberadamente, nuestra propia capacidad de producir nociones?
Diego Peller: Entro al libro de Drochon desde otro flanco, levemente distinto, pero que creo va en una dirección complementaria de lo que planteás. Como señalás, el movimiento argumentativo del libro es tomar distancia de las interpretaciones que, para “recuperar” o “salvar” a Nietzsche de “su apropiación tergiversada por parte de los nazis en la Segunda Guerra Mundial”, lo que hicieron fue postular un Nietzsche “apolítico”, cuyo pensamiento es relevante en los terrenos de la estética y la ética, pero irrelevante, o simplemente torpe, poco informado, en materia política (esto recuerda la operación similar realizada acá con Borges, cuando decimos “no hay que tomarse muy en serio sus declaraciones políticas, lo importante de su obra pasa por otro lado”). Drochon se propone, entonces, distanciarse tanto de las apropiaciones aberrantes del nazismo como de las que salvan a Nietzsche declarándolo irrelevante en política, pero también de las que leen, a contrapelo, un Nietzsche “democrático”. Se entienden el movimiento y su intención, desde ya, pero me pregunto si tiene sentido, o en todo caso, si no tiene un sentido puramente reactivo, defensivo, esa preocupación por “salvar” a un autor (Nietzsche, podría ser también Heidegger) de sus apropiaciones. Lo que subyace a la operación es este axioma: Nietzsche me interesa, creo que hay en su obra elementos rescatables o útiles para pensar una política hoy, entonces Nietzsche no puede haber sido susceptible de una apropiación “correcta” o “aceptable” por parte del nazismo, esa apropiación tiene que haber sido necesariamente aberrante, “tergiversada”. Pero ¿no somos nosotros progresistas, constructivistas radicales? ¿No sostenemos acaso que toda lectura es necesariamente “mala lectura”, misreading, construcción de sentido fuerte que se apropia de su objeto y en algún sentido lo deforma?
Hace unos días discutía esto con estudiantes en una clase: ¿tiene sentido decir que Milei “deforma”, traiciona de manera aberrante la idea de libertad? ¿No nos enseñó Laclau, al aplicar el concepto de significante vacío a la teoría política, que el debate nunca es entre unos que dicen “estamos a favor de la libertad” y otros que dicen “estamos en contra de la libertad”? Todos están “a favor de la libertad”, la disputa es justamente qué quiere decir, para cada uno, ese significante (esto lo teorizó Laclau pero ya lo había sugerido Perón con esa boutade maravillosa: “peronistas son todos”; el tema era, claro, qué quería decir para cada uno “ser peronista”). Pienso entonces que sostener que Nietzsche fue “tergiversado” por los nazis, o que Milei “tergiversa” las ideas de la libertad, o que Menem “tergiversó” los verdaderos valores del peronismo, no tiene mucho sentido, o tiene el mismo sentido reactivo que las intervenciones que dicen, desde el otro lado, que nosotros, los progresistas, “tergiversamos” la idea “original”, “buena”, de matrimonio cuando postulamos el matrimonio igualitario, o tergiversamos las nociones “originales” de hombre y mujer cuando postulamos la autopercepción como criterio de identidad. Pero no se trata sólo de no incurrir en una contradicción (lo que no sería tan grave, después de todo), es también una cuestión de eficacia política. Si lo que queremos es ganarle a la interpretación de Nietzsche por el nazismo, a la interpretación de la libertad por Milei, a la interpretación del peronismo por Menem, ¿vale la pena perder tiempo y energía en tratar de demostrar que esas interpretaciones son tergiversadas para reponer una interpretación supuestamente fiel al original? ¿No sería más productivo dedicar nuestros esfuerzos a proponer nuestra propia interpretación de Nietzsche, nuestra propia interpretación de la libertad, nuestra propia interpretación del peronismo? ¿Se le gana a una interpretación demostrando que es “aberrante”, que traicionó al original, o se le gana proponiendo una interpretación más atractiva, más poderosa, más alegre, más renovadora?
Y si queremos volver al pasado, para extraer de ahí una enseñanza para el porvenir, ¿es la pregunta más productiva “cómo pudo producirse esta interpretación aberrante”? ¿No es más interesante preguntarnos “cómo pudo una interpretación así prender, atraer a un montón de gente”? Me parece que esta es una perspectiva crítica mucho más productiva, aunque claro, también mucho más incómoda para nosotros. No ya preguntarse ¿cómo pueden Milei y su partido decir las barbaridades que dicen?, sino esto otro: ¿cómo llegamos, como sociedad, a una situación tal en que enunciados como esos encuentran tanta resonancia y despiertan entusiasmo entre amplios sectores de la población? ¿Qué se hizo “mal” para llegar a una situación así? ¿Qué se podría hacer de ahora en adelante de otra manera si no queremos que ese tipo de interpretaciones y discursos continúen floreciendo y se hagan cada vez más poderosos?
DS: Drochon asegura en más de un fragmento de su libro que Nietzsche había llegado a la conclusión de que la filosofía no podía cambiar la política o la vida de la comunidad. De hecho, según esta perspectiva, una filosofía y un arte “buenos” surgirían de una sociedad “sana” (y no al revés). Por eso pretendía que se fundara un Partido de la vida que guiara la equivocada democracia hasta su próximo estadio (lo aceptable de la postura, si acaso, llega hasta acá, porque lo que se defiende luego en Nietzsche, tomado literalmente, es casi una sociedad de castas, habitada por superhombres y últimos hombres cuyo excedente laboral da libertad a los primeros). Enfrente, Illouz apoya su libro en la teoría crítica de Adorno (a quien dedica todo el inicio de su exposición), de modo que no resulta difícil suponer que ella afirmaría que es importante que la filosofía y el pensamiento se esfuercen por estudiar y mostrar los puntos ciegos de nuestras sociedades para sentar las bases sobre las que construir una praxis virtuosa (lo mejor de esta postura también tiene límites, porque Illouz se anima en algún momento a hablar de “las emociones de una sociedad decente” y hay que ver quién más se atreve a firmar esa frase). Supongo que entre esos polos se juega la respuesta a lo que preguntás… Aunque de pronto también me resulta difícil olvidar la ironía del último Lukács, que para referirse a Adorno imaginaba a un huésped del “Gran Hotel Abismo”, quien desde su hermosa habitación se acercaba a la ventana, miraba el horror en que se había convertido el mundo y volvía a su confortable sillón junto a un bello escritorio para escribir al respecto. Yo creo que, en un sentido argumentativo pragmático, hay dos modos de participar de una discusión, y ninguno puede ser olvidado: por un lado, es necesario pensar razones afirmativas que defiendan la conclusión a la que pretendemos que adhiera el auditorio; por otro, es imprescindible atacar, no las conclusiones de nuestros adversarios, sino sus argumentos.
DP: Es cierto lo que decís, ¿por qué habría que elegir? Efectivamente se puede (y se debe: en tren de ganar hay que actuar en todos los frentes) proponer razones afirmativas y también atacar los argumentos del adversario. Y si decir que se “tergiversa” el sentido original de un autor prestigioso (Nietzsche, por caso) suma, adelante. Aunque convengamos que como gesto es bastante reactivo y conservador. Pero mi incomodidad, en un sentido más amplio, es ante un gesto “defensivo” progresista al que siempre me costó suscribir: el horror escandalizado ante el avance de fuerzas, discursos, interpretaciones, movimientos políticos supuestamente llenos de resentimiento, de pura violencia, de odio, habitados por un impulso mortífero de destrucción (sea el nazismo, la dictadura militar, más recientemente Trump, Bolsonaro, acá el PRO cuando empezó, ahora La Libertad Avanza). Es un gesto de pura resistencia (en sentido político y también analítico): “no puedo creerlo, es la reemergencia del fascismo, son bárbaros, es increíble que tengamos que volver a escuchar esto”. Es el horror, hay que organizarse para ganar como sea. Y sí. Claro. Ojalá ganemos. Ojalá no gane Milei. Pero, a la vez, no puedo dejar de pensar esto: hay algo elocuente en estos fenómenos que tanto nos horrorizan. Existen, están ahí, y dicen cosas, a veces imprevistas, a veces repetidas. Deberíamos poder detenernos en el fenómeno. Es lo que sostiene Judith Butler en su lúcida intervención reciente sobre el conflicto entre palestinos e israelíes: “Casi de inmediato, la gente quiere saber de qué ‘lado’ estás y claramente la única respuesta posible a tales asesinatos es una condena inequívoca. Pero ¿por qué a veces pensamos que preguntar si estamos usando el lenguaje correcto o si tenemos una buena comprensión de la situación histórica sería un obstáculo para una fuerte condena moral? ¿Es realmente relativista preguntar qué es exactamente lo que estamos condenando, cuál debería ser el alcance de esa condena y cuál es la mejor manera de describir la formación política o las formaciones a las que nos oponemos? Sería extraño oponerse a algo sin entenderlo o sin describirlo bien”. Me atrevo a ir más lejos: no sólo deberíamos entenderlo y describirlo bien, sino que, en el mismo gesto en que lo combatimos, deberíamos comprender que tiene una dimensión de verdad, que responde a un impulso parcialmente auténtico. Si no podemos conectar con el impulso vivo que hay del otro lado, estamos en el Hotel Abismo, almas bellas indignadas ante el avance de la barbarie. En el poema de Kavafis “Esperando a los bárbaros” se describe a un civilizado Imperio Romano en decadencia, esperando con inquieta impaciencia la llegada de los bárbaros, que vienen a liquidarlos. Pero cae la noche y no llegan, algunos vuelven de las fronteras y afirman que los bárbaros no existen. Una nueva inquietud los gana: “¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin los bárbaros?”. Quisiera que pudiéramos conservar esa inquietud, en el mismo momento en que luchamos para resistir ante esa fuerza que viene a arrasarlo todo: sí, que no ganen, pero tampoco que todo quede igual, que el nuestro no sea un impulso puramente conservador de lo que existe, hagamos nuestra esa fuerza bárbara, seamos nosotros los que queremos cambiarlo todo.
DS: Claro, la indignación de la gente bien no puede ser ninguna fortaleza. Es evidente que muchas de las personas que votan a Milei lo hacen con la idea de que ahí hay un cambio de situación, alguien que va a patear el tablero y repartir de nuevo. Lo sorprendente no es, creo, que produzca entusiasmo (porque eso es algo que se suele obviar: quienes votan a Milei no lo hacen sólo desde el odio, el miedo o el resentimiento, también están gobernados por un cierto entusiasmo), lo monstruoso es que esa idea de cambio se haya logrado montar sobre un conjunto de ideas sin ninguna novedad. Hay un pathos de la “barbarie”, de la “autenticidad vital”, que es seductor, pero las políticas que alimenta son archiconocidas, y no tienen nada de “bárbaras”, en el sentido de exóticas. Acaso, como mucho, son la radicalización de lo que ya vivimos. Un ejemplo claro es la dolarización, que es nefasta para cualquier sociedad que pretenda un mínimo de soberanía, pero no sólo ya se ha llevado a cabo en otros países, sino que en cierto sentido no es más que una convertibilidad extrema e irreversible. Quiero decir, sabemos de qué se trata. El discurso progresista políticamente correcto es a veces difícil de soportar incluso para quienes lo llevan adelante, para quienes lo pronunciamos, así que no es raro que un discurso políticamente incorrecto gane adeptos. Lo siniestro es que la incorrección de ese discurso se apoye en todo lo contrario a cualquier “barbarie”, que repita sencillamente las ideas más extremas producidas desde el centro de la “civilización”. En “De los caníbales”, Montaigne describe lo que hacen los pobladores de América (en realidad, lo que cree o lo que oyó que hacen, son figuraciones fantasmales) para terminar afirmando: “nosotros (se entiende ‘los europeos’), que los superamos en toda clase de barbarie”.
Pienso en la perspectiva de Illouz sobre el “populismo”: “las democracias no mueren sólo mediante golpes militares u otros acontecimientos así de dramáticos. También mueren lentamente. El populismo es una de las formas políticas que adopta esta muerte lenta”. ¿Habla de la Argentina? Acá, el partido populista es el peronismo, pero cuando Illouz describe lo que le parece terrible, describe sin más las intenciones de La Libertad Avanza (y de cierto sector del PRO): “líderes que bajan los impuestos a los ricos, debilitan los sindicatos, desregulan las leyes laborales y reducen las prestaciones sociales”. Contra Illouz, Laclau explicaría que no hay partido moderno que no sea en mayor o menor medida populista, porque el mecanismo que anima al populismo es la base de la política democrática, y sólo es posible dejarlo afuera desde la monarquía absolutista, desde la aristocracia, desde el elitismo de castas. El populismo del que hablan Illouz y Laclau no es el mismo. Se trata de lo que vos señalabas para la noción de libertad. Rancière diría que hay un desacuerdo, no el conflicto entre quien dice blanco y quien dice negro, sino el que hay entre quien dice blanco y quien dice blanco pero no entiende lo mismo bajo ese término. Sin embargo, a los dos se les puede reconocer algo. A Laclau, la elucidación de ciertos aspectos del funcionamiento de la democracia moderna. A Illouz, la enseñanza (aunque ella no lo sepa) de que, entre los muchos populismos, cierto antiperonismo argentino es uno de los más durables.
En cualquier caso, no se nos puede escapar que, para una parte significativa de la población argentina, acaso la que está por definir la elección, el domingo se enfrentan dos inflexiones de la barbarie. Al fin y al cabo, algo de ese deseo de cambio desmesurado fue (y es) el peronismo. Sé que no comulgo con la idea de civilización de quienes no pueden elegir entre Massa y Milei, pero eso no importa: confieso que lo que temo realmente es que piensen en votar en blanco o impugnar su voto. Ojalá quienes están en duda vean la diferencia entre las dos “barbaries”. Ojalá se reconozcan en la que no reivindica la dictadura, en la que no se postula directamente en contra de la salud o la educación públicas, en la que cree que somos dignos de acuñar monedas, pensamientos.
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