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Fuera de lugar. A propósito del disco más reciente de Liliana Herrero

DISCUSIÓN

Liliana Herrero acaba de publicar un disco, Fuera de lugar, que es algo así como un potente ejercicio de dislocación. Se desplazan géneros, prácticas, discursos sobre la actualidad de la música. Pero también el título se presta a un juego de espejos de pasmosa urgencia en los que vale la pena detenerse antes del cancionero. 

El primero, claro, Out of Place (1999), de Edward W. Said. La pertenencia es un asunto político que el gran ensayista desnudó desde siempre, y en particular en su recuerdo de las preguntas que le hacían los funcionarios israelíes sobre su lugar de nacimiento al retornar a un país que ya no le pertenecía. “Palestina”, solía decir, porque la fecha de su nacimiento había sido previa a la masiva expulsión de palestinos de su territorio que se conoce como Nnakbka. Desde 1948, toda su familia se encontraba en el exilio. Y el sitio del exilio es el que atraviesa este libro de memorias. “La sensación predominante que tenía era la de estar siempre fuera de lugar. Por eso me llevó unos cincuenta años acostumbrarme, o más exactamente, sentirme menos incómodo con Edward, un nombre absurdamente inglés unido por la fuerza al inconfundible apellido árabe Said”. Le lengua y el suelo afectados por el desplazamiento. 

En el caso de Fuera de lugar (2016), de Martín Kohan, nos encontramos con el mercado negro de la perversión de imágenes infantiles sexualizadas como centro de su la inquietante novela. Nueve años más tarde, la perversión ha entrado al mercado blanco. Es la lengua de un Estado expulsivo. Y entonces, un disco recupera un sintagma para leerlo con las coordenadas epocales (porque Gaza es el nuevo orden del mundo que se irradia más allá de sus escombros hasta escupir nuestras costas, y lo perverso ha adquirido estatuto de gestión aquí, allá y en muchas partes). 

Un disco que también pregunta cuál es el lugar de la música en tiempos de mínima atención. Herrero decidió tomar nota del estado regresivo de la escucha: su trabajo se extiende apenas 28 veintiocho minutos. La condensación temporal es no obstante eficaz. Herrero propone un viaje de desvíos. Las versiones desencajan, y en esa subversión (ya va siendo hora de recuperar su significado) se pone en juego la esencia de su máquina interpretativa. “Chipi chipi”, una canción menor de Charly García se engrandece, toma otra fisonomía a partir de su sutil chacarerización rítmica y el modo en que se pueden colar las entonaciones de la baguala y sus naturales portamentos. El de Herrero es un canto dramatizado que reclama siempre una escena porque favorece a la experiencia. Y ese énfasis que la distingue es el que permite escuchar de otro modo el “yo sóolo tengo esta pobre antena”, quizá el instante más conmovedor de una letra discutible (¿no somos eso nosotros, pobres antenas interferidas que permitieron hacer posible lo imposible?). El lugar de Charly queda acá afuera de los consensos que por estos días incluyen blasones institucionales. Va al rescate de un dolor soterrado entre tantas apropiaciones indebidas (la última, no menos lacerante: Milei cantando “Demoliendo hoteles”. El topo en el Estado también puede cantar “yo que viví entre fascistas”).

Herrero ha buscado nuevas topografías para la tradición roquera. Su disco sobre Fito Páez resultó un ensayo conmovedor, y por algo se llama Canción sobre canción. El palimpsesto como estilo.   Por eso el sobre es un factor abierto a múltiples potencialidades que se verifican en “Asilo en tu corazón”. Luis Alberto Spinetta la incluyó en La -la- la, del magno disco compartido con Páez en 1986. Acá Herrero la canta con Lidia Borda para reforzar el encantador extrañamiento respecto del objeto original. Al salir del lugar del rock, reencontramos su actualidad. “Es que habrá que seguir, y seguir, y seguir, y seguir”, canta Spinetta, recanta Herrero, y el verbo, ese canto de obstinación, a veces a ciegas, vuelve en “Por seguir”, un gato de Raúl Carnota y Carlos Marrodán. “Un verso puede más que un sol / abriendo caminos”. Como si comentara “Chipi-chipi”.

 “Aguafuerte”, de Teresa Parodi, con un texto del poeta paraguayo Elvio Romero, encuentra su continuidad expresiva en “Compostaje”, una tremenda canción del uruguayo Mocchi que parece haber sido escrita como documento del presente. “Y un gobierno que escupe tóxico / contra un pueblo que siente el vértigo / de un canalla que hoy sin escrúpulo / reventó el corazón”. Corazón asilado, también, que conjuga latidos alterados.   “Compostaje” suscita un interrogante: ¿qué hacer con la bazofia (musical entre ellas) de este tiempo que se resiste a su descomposición? ¿Se redime? Macchi tiene una segunda oportunidad con “Ejercicio”. “Me endurecí / fui parte de mi infierno / Planté cuarenta flores para el sol / me despojé de todo lo que siento / lo puse casi todo en la canción”. Es que la forma canción contiene un casi todo. Lo sabemos mejor desde Los Beatles y desde que lo asimiló con ironía y reverencia Caetano cuando en “Lengua” dijo que en esos minutos estaba permitido todo, hacer de todo, totalizar. “Si tenés una idea increíble / es mejor hacer una canción / está probado que filosofar sólo es posible en alemán”. Lo debe saber Herrero, graduada en la carrera de Filosofía de la Universidad de Rosario en 1973, interesada desde siempre en la manera en que la historia, el pasado y los orígenes atraviesan la canción argentina. Su carga de politicidad no siempre declarada. 

Así como trajo a su mundo el rock, Herrero ha movido las fronteras del repertorio folclórico. El lugar de Atahualpa Yupanqui también se desplaza en el mapa de este disco. La milonga “El alazán” reluce porque su carácter sobrio la expande justo cuando la voz más se contiene. La austeridad de los músicos que acompañan el canto, abierta a instantes de brillo, es otro rasgo relevante que recorre y humaniza el disco.

En la imagen que acompaña este nuevo trabajo, Herrero mira un globo terráqueo sin saber dónde ubicarse. Alude al título como concepto, claro. Pero lo que ella ve es aquello que nos tutela. La intérprete ha deslizado su incomodidad con la nueva lógica digital y sus flujos sonoros. El fuera de lugar incluye por lo tanto el modo en que se habita una plataforma. Mientras preparaba su disco, se publicó Platformed! How Streaming, Algorithms and Artificial Intelligence Are Shaping Music Cultures (Springer), el libro de Tiziano Bonini y Paolo Magaudda, dos estudiosos italianos que pueden leerse en contrapunto con Streaminmg Music, Streaming Capital, de Eric Drott (Duke University Press). Ambos libros son de 2024 y dan cuenta del régimen de escucha derivado del capitalismo de la vigilancia. Los trabajos coinciden en iluminar el carácter extractivista de Spotify y los servicios análogos, un vampirismo de nuestras informaciones personales que suelen concederse alegremente. Los estudios se confirman en la actualidad. Spotify hizo un aporte de 150.000 dólares a los fastos presidenciales de Donald Trump. Y para volver a Said y el drama palestino, a fines del año pasado las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) mostraron en la red X sus “logros operativos” inspiradas en el formato de las playlists de los servicios de música en streaming. Bajo el título de “Your Top Songs 2024” presentaron sus asesinatos selectivos y otras acciones. El cuarto tema es FDI, de un álbum que se llama Protegiendo a nuestros civiles. En el quinto puesto incluye “19.000+ terroristas eliminados”, como parte de un disco llamado Bye Bye Bye.

Bonini y Magaudda se interrogan: “Con la llegada de las plataformas digitales y el streaming, ¿ha perdido la música una parte significativa del valor —económico, interpersonal, cultural— que se le atribuyó durante gran parte del siglo XX? Y, una vez más: ¿se puede argumentar que, en este nuevo panorama tecnológico, la música ya no es una poderosa herramienta de construcción de la identidad, especialmente para los jóvenes, un elemento clave para nuestras relaciones con otras personas, y que, por lo tanto, ha perdido parte de su capacidad para moldear la vida social?”. Reflexionan a su vez sobre las aberraciones que suenan a caballo de la inteligencia artificial y las mediaciones determinadas por la transmisión en línea sobre la base de contratos que esquilman a los artistas. 

Entonces estamos frente a un disco en el que el fuera de lugar se ha multiplicado. Herrero lo transmite. Se siente afuera porque en un punto, como muchos, anhela un dentro esquivo. Y no casualmente cierra con la voz de Horacio González, la del día en que su compañero se despidió de la Biblioteca Nacional porque entrábamos en la era macrista. Una comunidad, dijo aquella vez, es un síntoma de libertad y no una forma obligatoria de convivencia. Esa voz se acompaña de un pianista comedido. Armoniza apenas. Una voz alegato transformada en canción. La canción diez, para que entre en un playlist imaginario: “Horacio”. Y quizá esa veta utópica del disco (recordemos su significado: no existe tal lugar) es la que convoca a escuchar qué nos dice cuando Herrero observa y pide seguir, seguir y seguir. Aunque sea para buscar una salida donde no la hay, como propone Diego Sztulwark en su reciente ensayo El temblor de las ideas (Ariel, 2025). Disco y libro como caras de una moneda imposible.

9 Oct, 2025
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