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Conviene ir con cuidado al emitir críticas, sobre todo en asuntos que uno siente cercanos. Me refiero a “la inclusión”, marca distintiva del traje progresista que como tantas otras personas deseo revestir (aunque no quiero limitarme a ser “un progre”). Porque acechan regresiones políticas y el ambiente se llena de tufos de caverna. Es verdad que se trata de no dar argumentos a adversarios peligrosos, precisamente los que uno quisiera neutralizar. Pero entonces, ¿cómo protegerse del pasado que creíamos pisado pero vuelve como un fantasma (dictaduras ilegales o “legales”, conservadurismos en negro, azul y rojo), sin por eso dejar de plantear situaciones en las que algunes progresistes (ellos y ellas devenidos ellxs, ell@s o elles) a veces patinan? ¿Cómo decir de modo responsable lo que uno piensa, sin limitarse a mera opinión utilitaria?
Llamo “opinión utilitaria” a una que traslada la lógica sociopolítica del voto útil (mal menor para paliar peligros mayores) a otra lógica, ahora sociocultural, consistente en apoyar posturas “políticamente correctas” cuando las consideramos válidas sólo para adaptarnos al Zeitgeist progresista presente (o también como sencillo efecto del martilleo del medio social en que vivimos). Por eso, la opinión utilitaria fácilmente se convierte en seguidismo ilustrado. Una opinión utilitaria actual consiste en encabezar circulares o discursos con el oportunista ¡estimad@s todos y todas! Opinión utilitaria también sería la que acata un máximo común divisor poco meditado, a fin de sumar voluntades y generar posturas capaces de detener (por su numerosidad, aunque evitando hacer olas) peligros mayores como, hoy, una derecha dura que ya está o que viene por todo.
El feminismo es un elemento importante para explicar la evolución actual de nuestras sociedades. Se trata de un fenómeno complejo y heterogéneo; suscita consideraciones de diferente tipo:
– en la escena contemporánea puede constituir un factor decisivo de cambio;
– incluye estilos o corrientes distintos confundidos en el mismo rótulo;
– algunes suponen que tode puede igualarse sólo a base de un nueve lenguaje.
Hay más, y creo que si buscamos comprender mejor conviene separar las cuestiones. Empezaré por las de orden político, social y cultural, y en una continuación abordaré las relacionadas con el lenguaje.
El feminismo como factor de cambio. Puede convertirse en factor decisivo de cambio, como discurso y como ingrediente de un programa social transformador. En la actual situación política y ciudadana, el feminismo es de los pocos “sujetos colectivos emancipadores” con posibilidades reales. Cada año lo corroboran las manifestaciones del 8 de marzo (las de 2018 hacen pensar), eco de tiempos en que el cambio reposaba en los trabajadores: para recordarlo, estos salían a la calle cada 1° de Mayo. La clase obrera ha perdido peso, los sectores medios están desorientados; ambos se han fragmentado. Y de a poco suben a escena colectivos de mujeres (o dirigidos por ellas) en momentos o puntos candentes del acontecer social. En España, por ejemplo, los desalojos por impago de hipoteca, la violencia en la vía pública, etc. En Japón, la energía nuclear. En Argentina, la lucha (no de a poco sino en verdadero torrente de movilizaciones) por el uso libre del cuerpo a los fines de la procreación, por el aborto legal y gratuito, contra las artimañas médico-moralistas y la presión conservadora para hacer madres hasta de ¡niñas! violadas, y contra los multiplicados femicidios, todas lacras que, como en casi toda Latinoamérica, proliferan en medio de la pobreza y el atraso jurídico y político. En todos lados, la denuncia de guerras internas o externas, injustas o “justas”. Y, por supuesto, las formas habituales de poner de manifiesto (y de protestar contra) un dominio masculino que comienza silenciando a las mujeres para luego estacionarlas en el parking o cochera del hogar: reivindicaciones relativas a igualdad laboral, salarial, profesional; reclamos referidos a presencia en las instituciones y en la política partidaria. Las citadas y otras más forman parte de un esfuerzo generalizado de inclusión. Porque la inclusión está pasando a ser el modo adecuado de luchar contra la desigualdad, eje que el politólogo italiano Giovanni Sartori consideraba la manera conducente de identificar qué es democrático y progresista (y qué no) en el mundo en que nos toca vivir. Tal vez más que “derecha” e “izquierda”, se preguntaba él.
Si quieren participar de luchas como las mencionadas, los hombres progresistas (o simplemente razonables, aunque ambos adjetivos tal vez aluden a lo mismo) deberían tomar en serio las palabras de Sartori. Se trata de entender que, bien orientadas por ellas y ellos, muchas actuales luchas de mujeres son sencillamente formas de las luchas de todos. Porque la liberación de una sociedad no sólo pasa por desatascar a los trabajadores (y a sus pueblos) de situaciones de dominación. Consiste igualmente en liberar a las mujeres de cualquier condición de servidumbre (incluyendo, claro, la masculina). ¿Qué ocurre hoy día con el-feminismo-que-se-muestra? Señala que “ellas” están tomando iniciativas que “ellos” dejaban de lado (por dejación, conveniencia o ceguera). A veces ellos piensan que la liberación femenina está bien, pero que deben conseguirla ellas. Y las dejan bailando solas. ¿Por qué no contribuir como hombres a proyectos como los descritos y fortificarlos? Aquí ya habría una forma inmediata de CPMA (corrección política masculina aplicada).
Sigue una lista suprapartidaria e interclasista de metas que en teoría conocemos y que (al menos de palabra) muchos defienden en unos u otros aspectos: igualdad de derechos civiles (condiciones y criterios de contratación, salario y promoción profesional); lucha contra la homofobia y el machismo (protección, seguridad, denuncia y extirpación progresiva del femicidio); redefinición de roles parentales y domésticos (¡muerte al ama de casa full time!; ¡viva el amo de casa en condiciones de proveer, defender y criar a su prole!). Estos reclamos incluyen un sustantivo “cambio de relato”. Se trata de ir del antiguo rosa y azul en escuelas y hospitales a un círculo cromático compartido. Se trata de buscar “deshacer el género”, como propone Judith Butler, a base de explicitar “el reglamento” o normativa que “opera dentro de las prácticas sociales como estándar implícito de la normalización” (término este que usa, creo, en sentido foucaultiano).
Como se ve, hay trabajo para varias generaciones de gente que quiera ir en esa dirección de progreso.
“El hombre al trabajo, la mujer a la cocina”: es lo que el feminismo niega por el mero hecho de existir. Falta que los hombres rectifiquen sus impulsos, su comportamiento. ¡Y para empezar, su lenguaje! Resultan intolerables los comentarios que destacados homofóbicos dedican a cualquier mujer que prospera en política: desde la diputada estadounidense Alexandria Ocasio-Cortez, crucificada por los tuits machistas de Donald Trump & Partners, a las españolas Ada Colau o Inés Arrimadas, vapuleadas con groseros comentarios de prensa por gente repartida de derecha a izquierda (me pregunto qué “izquierda” representan estos). Pasando por Cristina Kirchner: no por haber incurrido en notorias corrupciones condenables o representar políticas con las que no concuerdo, no por eso, ¡jamás!, merecería el apelativo tantas veces escuchado y que le fue aplicado a destajo: “perra”.
Si queremos aunar la lucha (urgente) contra el retorno del autoritarismo y a favor de la inclusión social (lo único que finalmente importa), es menester que hombres y mujeres demuestren en acciones, lugares y programas precisos la capacidad integradora de su buen entendimiento: aquí empieza la inclusión (de lo contrario empezaría “con la pata coja”, como dicen en Chile). Lo cual exige que ellos y ellas modifiquen puntos de vista. De todo lo que huele a “supremacismo masculino” por suerte ya se encargan algunas de ellas. Aplaudo la insistencia de las mujeres en este punto indispensable y acuciante. Pero ahora quiero reflexionar sobre la parte femenina. Lo cual me lleva al sentido de estas notas: dar, desde el llano, opinión sobre algunas preocupaciones de momento más frecuentadas por mujeres que por hombres.
Tipos de feminismo. Hubo un período heroico de feminismo sufragista, etapa en que hombres y mujeres creían que la voluntad popular expresada limitativamente en el voto podría cambiar las cosas. Como el paradigma, es sabido, no logró cambiar, llegaron tiempos de “feminismo de quemar el sostén” o sujetador (“Brûlez les torchons!”, proclamaban las francesas de entonces). La lucha femenina advirtió (con acierto) que la sujeción padecida era genérica y que a menudo empezaba en el hogar, donde muchas se sintieron “durmiendo con el enemigo”. Por entonces tomaron auge las teorías de la dominación patriarcal. Observo que se mantiene en ciertos sectores la mención de una “estructura patriarcal”, con la facilidad que brindan la inercia y la convicción con que se cita lo que parece evidente. Ojalá no olviden este lúcido verso de René Char: “Au coeur de l’évidence, il y a le vide”, dentro de la evidencia anida nada.
Floreció luego un punto de vista de mujeres que, a diferencia de las anteriores, no consideraban al hombre responsable único de la desdicha femenina. Pero, a cambio, se retiraban de las zonas de conflicto con el argumento de que “la mujer es diferente”, de que existe un “éternel féminin”. Y ya que estoy en vena gala: “La femme est une île” indicaba la publicidad de un famoso perfume. Lo femenino pugnaba por devenir un hecho de sustancia en la escritura y en la práctica social, una especie de “naturaleza” previa a la politicidad aristotélica. Esto tiñó (no sabría decir hasta qué punto) los “estudios de género” de una época.
Hoy se observan algunos sectores del feminismo debatiéndose entre dos vertientes: la mujer como víctima del hombre; la mujer como entidad aparte. En tal dualismo resulta difícil advertir una perspectiva progresista, porque cuesta adivinar el lugar que en cada una de ellas ocuparía la inclusión. ¿Se trata de instaurar un matriarcado que endulce el sinsabor de la vida social? Al respecto observo con alivio la desaparición de un cliché que aseguraba, contra todo dato antropológico, que en el comienzo de la vida social la humanidad habría disfrutado de matriarcados. ¿O se trata más bien de la adopción por lo masculino de la visión (“de suyo más inclusiva”, escucho y leo) propia de la mujer? Veo poco claro que en nombre de una postura ética o política se hable de “la mujer” en general, sin observar que existen mujeres de todo tipo, afectadas por hipotecas de clase, edad, nacionalidad, educación u otros condicionantes. Hablar de la mujer, sin más, es un poco como decir “los chinos” trabajan de sol a sol, o “los italianos” hablan a los gritos. Inanidades, si lo que se pretende es describir algún rasgo humano con cierta pretensión de generalidad.
Cuando veo que alguien se expresa en nombre de un “urbanismo feminista”, me pregunto de inmediato: ¿se trata de un urbanismo con alma de mujer?; ¿o se trata del turno de respuesta de las mujeres ante hombres que, en su miopía o egoísmo, se habrían preocupado por diseñar ciudades sólo dedicadas a la producción y al provecho económico (o sea: al trasporte de productores y mercancías)? El subtexto (y en alguna ocasión el texto) pareciera indicar que la actual ciudad capitalista habría crecido como expresión de un perverso designio (compacta y premeditadamente masculino) al que no le importa desatender otros modelos posibles de ciudad, más centrados en lo que una fémina, suponen dichas versiones, aporta por el simple hecho de serlo a la vida urbana, en forma de aprovisionamiento, crianza y protección del entorno (amén del ocio, siempre bienvenido para temperar el obsesivo nec-ocio).
También he escuchado hablar de un “psicoanálisis con voz de mujer”. ¿Tal vez más delicado y maternal, con mejor escucha que el vozarrón terapéutico de los rudos y habladores miembros del elenco masculino? Dejo flotando la pregunta y sus implicancias, en busca de mejor ocasión.
Pero ya que he escrito palabras como “subtexto” o “vozarrón”, necesariamente habrá que centrarse en los asociados asuntos de lenguaje.
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