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La degradación de la nada

DISCUSIÓN

Antes de ser todo es nada, y en el començar a ser se está aun mui dentro de su nada.

Baltasar Gracián, Oráculo manual

 

Every something is an echo of nothing.

John Cage, Silence

 

extraordinaria nada donde nace el vaho más caliente del poema

Luisa Futoransky, “Origen del poema”

 

Una serie de eventos artísticos (para llamarlos de alguna manera) a lo largo de estos últimos años ha dado que pensar sobre el estado actual del arte y por qué no, de la humanidad. En julio de 2021, Salvatore Garau, un ex baterista italiano devenido tránsfuga posmoderno, vendió en subasta lo que llamó una “escultura invisible” por 18.300 dólares, dejando además un reguero de notas periodísticas, comentarios y hasta parodias alrededor del mundo. Pero el daño ya estaba hecho, el truco de ingeniería social había sido operado: Garau logró en pleno siglo XXI hacerle creer a un coleccionista de Milán que había creado una escultura invisible, cuando en realidad lo que había hecho era invisibilizar la historia del arte. Otro personaje memorable, el norteamericano Tom Miller, salió enseguida a quejarse de que había sido él y no Garau el inventor de la escultura invisible, con el argumento de que en 2016 había “instalado” en una plaza comunitaria de la Florida su obra propiamente titulada “Nada”. Miller llegó al extremo de iniciar acciones legales. En una entrevista en ArtNews, declaró que es en el estado de la Florida y no en Italia donde la “Nada” ocurrió originalmente. Suspendamos por un renglón toda incredulidad.

Para empeorar las cosas, unos meses después, en septiembre del mismo año, un artista danés, Jen Haanings, entregó dos cuadros completamente en blanco al Museo Kunsten de Arte Moderno, diciendo que se trataba de una obra de arte titulada “Toma el dinero y huye”. El museo le había adelantado 84.000 dólares para esa comisión. Haanings dijo que si bien en la práctica no había entregado nada, se trataba de un comentario sobre el capitalismo. “La obra es esa”, dijo, “que yo me quedé con el dinero” (abro aquí este paréntesis para que el lector inserte su propio comentario).

A lo largo de estas últimas décadas hemos sido testigos de un renacimiento de la nada en el mundo del arte, a punto tal que sería desmesurado hacer aquí una lista exhaustiva. Valga mencionar las salas vacías del Museo Caraffa en Córdoba donde Dolores Cáceres expuso #sinlimite567 en 2015; el propio Museo de Arte Invisible (Museum of Non-Visible Art, MONA) en Estados Unidos, que desde 2011 viene vendiendo, por miles de dólares, obras que no existen, o la Bienal vacía de San Pablo que Ivo Mesquita concibió por unos meros seis millones de dólares para la edición de 2008.

Todos estos traficantes de ilusionismos podrán construir edificios conceptuales, y hasta ciudades enteras, en torno a sus flamantes y bien iluminadas nadas, pero no podrán disimular el hecho de que, literalmente, no inventaron nada. Antes de contextualizar estas antiobras en relación con las vanguardias de los veinte y el experimentalismo de los cincuenta, habría que hacer una parada léxica para una simple corrección: no se trata de “esculturas invisibles” sino de “esculturas inexistentes”. La invisibilidad no es un mérito de la no-existencia. Si hablamos de auténticas “esculturas invisibles”, debemos darle el crédito al artista argentino Jorge Iglesias quien, desde 1991, sin recurrir a ningún dispositivo retórico o mecánico y simplemente pintando sobre objetos reales el negativo de las sombras, ha logrado hacer desaparecer grifos, botellas, incluso un obelisco. Iglesias, internacionalmente conocido como el “creador de lo invisible”, bien podría sumar su obra a la lista de grandes inventos argentinos como el helicóptero, el sistema dactiloscópico o el alambre de púas.

Si estas instalaciones inexistentes que han surgido como hongos en el siglo XXI pretenden participar del juego del arte (como se revela por los museos, galerías y subastas donde se presentan), no se pueden abstraer de las genealogías históricas que las posibilitan y les dan sentido. Si hay algo evidente en estos proyectos es la deuda que tienen con el dadaísmo. La burla a la modernidad capitalista que caracterizó a este movimiento abrió las puertas a esta forma de provocación según la cual lo estético es secundario a la idea misma. Ese espíritu antiarte quedó claramente expresado, hace ya más de cien años, por Hugo Ball en Flight Out of Time: A Dada Diary: “Para nosotros el arte no es un fin en sí mismo […] sino una oportunidad para acceder a la verdadera percepción y crítica de los tiempos en que vivimos”. Con ese giro radical, el dadaísmo nos ha obligado a replantear los criterios que distinguen lo significativo de lo insignificativo, lo que es arte de lo que no lo es, lo que es algo de lo que no es nada.

De hecho, la primera exposición inexistente, El vacío, organizada por Yves Klein en 1958, fue inmediatamente recibida como un gesto neodadá. Tres mil personas se agolpaban en la galería Iris Clert en París para ver la sala pintada de blanco, completamente vacía excepto por una vitrina igualmente vacía. Entre toda esa gente estaba Albert Camus, quien escribió en el libro de visitas: “Con el vacío, poder total”. Camus reconocía que el gesto absurdo y radical de una galería sin nada coincidía en Klein con una búsqueda trascendental que, en su caso, tenía que ver con la creencia en el fin de la era material y el inicio de una era espiritual. El misticismo en Klein llegaba por vía directa de Max Heindel y su cosmología teosófica; Klein dijo haber proyectado imágenes mentales en el espacio, creando así pinturas inmateriales que quedaban “estabilizadas” en el aire gracias a la concentración mental.

Esa no-muestra de Klein estimuló una cadena de exhibiciones vacías en las décadas siguientes, como la “escultura invisible” de Claes Oldenburg de 1968, para la cual simplemente cavó un pozo y luego lo volvió a rellenar en la parte trasera del Museo Metropolitano de Nueva York, o la otra idea de Robert Barry de exhibir en 1970 una galería cerrada en Los Ángeles. A estas habría que sumar la “Escultura invisible” de Andy Warhol, en el club nocturno Area de Nueva York. Warhol se paró en un pedestal dentro de una vitrina y después se fue, dejando sólo un rótulo que decía: “Andy Warhol, USA, Invisible Sculpture, Mixed Media, 1985”. Teniendo en cuenta la naturaleza omnívora del mercado del arte, no sorprende que la tienda del Museo Whitney venda hoy una réplica en miniatura de esa performance por 225 dólares (180 dólares para miembros) junto a sombreros estilo Edward Hopper, platos con diseños de Sol LeWitt y remeras con dibujos de Jeff Koons.

A diferencia de Garau, que se quedó con los 18.300 dólares, o de Haanings, que se guardó los 84.000, Yves Klein vendía trozos de vacío por lingotes de oro que luego tiraba al Sena. John Cage, quien ya en 1952 había coqueteado con la nada en su composición 4’33 (Cuatro minutos y treinta y tres segundos de silencio), escribió: “Nuestra poesía es ahora la comprensión de que no poseemos nada”1. En contraste con el arte experimental de Klein o Cage, cuya práctica era una celebración del despojo y el desapego, estos nuevos tecnócratas de la nada han despojado al antiarte de toda poesía y han invertido sus energías en los mecanismos de la transacción. Klein y Cage estarían horrorizados de la esterilidad de sus propios proyectos, así como de la capacidad de la modernidad capitalista para absorber el ataque, supuestamente letal, del dadaísmo.

Tanto la obra de Klein como la de Cage están cargadas de un espíritu místico y esotérico al borde de la epifanía. Esa vocación metafísica queda perfectamente ilustrada en la performance El salto al vacío de Klein. En los registros fotográficos de ese acto ya mítico se lo ve a Klein lanzándose de un segundo piso como si se lanzara al paraíso. Pero a pesar de esa sensibilidad romántica que conecta a Klein y a Cage con el siglo XIX, y a pesar del radical experimentalismo que los conecta con el XX, sus obras logran trascender el momento histórico. Refiriéndose a Klein, Thomas McEvilley escribe en Yves The Provocateur: “Tan prepóstera era su ambición, y tan consciente estaba de lo absurdo que era, que se las arregló para llevar el peso de la historia con el capricho chaplinesco del payaso”. Y Kyle Gann, escribiendo sobre Cage, dice: “Encontró la forma de escapar a las neurosis artísticas del siglo XX y descubrió un mundo más vibrante y menos rígido que ni siquiera sabíamos que existía”.

Nuestros nuevos pontífices de la nada, sin embargo, parecen aún hoy desconcertados por la capacidad de Klein o Cage de parodiar el mesianismo de sus propias ambiciones con esa postura irónica de autorrefutación. Presuntos artistas como Garau, Miller, Cáceres o Haanings están todavía muy adentro de la historia, incapaces de trascender la matriz cultural dentro de la cual exhiben y defienden sus instalaciones, demasiado confiados en que la ironía posmoderna los redimirá de la farsa, de la soberbia y de la falta de imaginación.

Al parecer, toda nada pasada fue mejor. En 1958, la nada estaba cargada de ambigüedad, de incertidumbre, de herejía, de ironía palpitante. Hoy, la nada, contaminada por la vanidad del arte pop y la perspicacia de un deconstruccionismo decadente, está cargada de certidumbre, de perogrullo, de ironía terminal y dogmática. De las grandes alturas que habíamos alcanzado con los saltos al vacío de Klein o de Cage, nos hemos terminado estrellando contra el fondo de esta nada institucionalizada. Pero la verdadera nada siempre acecha, y es eso, como diría Heidegger, lo que suscita la extrañeza de lo que existe. Esperemos entonces que en los próximos avatares surja algún artista capaz de confrontar esa extrañeza y de resucitar el asombro y que nos proponga, sin decir una palabra, lo mismo que en su poema “Invitación a un viaje” nos propuso Klein: “Ven conmigo hacia el vacío…”

 

Nota

1 John Cage, Silence (Middletown, Wesleyan University Press, 2011), p. 110. Habría que dejar anotado también que cinco años antes de que Cage compusiera 4’ 33, Klein compuso una sinfonía con largos períodos de silencio titulada “Sinfonía monótona – Silencio”, que ejecutó repetidamente entre 1947 y 1961. La famosa pieza de Cage, sin embargo, contempla la posibilidad de que en esos cuatro minutos con treinta y tres segundos de silencio se incluyan también sonidos producidos por la audiencia o el ambiente. Como explica Cage en Silence, “los ruidos y las disonancias también son bienvenidos en esta nueva música” (p. 11).

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