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Estamos en temporada de premios. Que los Grammys, que los BAFTA, que los Tony, que los Goya, que los Globos de Oro… Finalmente, el pasado 10 marzo fue puesta la cereza de la legitimación norteamericana: los premios Oscar de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas.
La gente en redes se agrupa en bandos espontáneos. Muchos, incluso, toman por propio el triunfo personal de superproducciones de Hollywood. El denominado Barbenheimer, obra maquiavélica del mercado y de internet, tuvo la audacia suficiente para convencer a los espectadores de que ellos mismos crearon ese agón. Luego, sin que Christopher Nolan ni Greta Gerwig se lo propusieran, polaridades irracionales se fueron fraguando, entre la misoginia conservadora que iría a la guerra atómica por el triunfo de Oppenheimer, y el feminismo más superficial que abandera todavía la guerra de los sexos y está convencido de que Barbie es la revolución.
Son meses de premios, pero sobre todo es una época histórica de alta competencia en la que una belicosidad inútil interfiere hasta en las esferas más íntimas. En Argentina no estamos en absoluto exentos de esta temporada de premios. Aunque en la cartelera del último año ha habido, como nunca, un buen puñado de obras maestras, nacionales e internacionales (Trenque Lauquen y Hojas de otoño, por nombrar sólo dos), en general, desde hace unos meses para acá, el paradigma cultural viró de lleno hacia la ley del mercado. Ley que no es otra cosa que la ley de la selva. Y eso no es una metáfora, sino la más pavorosa literalidad.
Por este presente trastocado, por el no-futuro que se avecina, y por mucho más, vale la pena volver a ver el documental Los ganadores (2016) de Néstor Frenkel, el documentalista más irónico de la Argentina y —me atrevo a decir, por la misma naturaleza categórica de esta nota— el más cómico de Hispanoamérica. La película, disponible gratis en CineAr.Play, va a la busca de premios, premiaciones y premiados insólitos. Con un par de primeras pesquisas de YouTube, Frenkel pronto encontrará a personajes galardonados que están dispuestos a realizar una corta entrevista y a modelar sus reconocimientos ignotos, con la cautela de quien se cree persona pública.
Los ganadores de los premios suelen ganar muchos y suelen conocerse entre sí. Trofeos previsibles y mediopelo: el Obelisco, una pareja bailando tango, un micrófono dorado. Medallas comunales. Atriles rancios. Canapés, sanguchitos, jarras de plástico. Y sidra, por supuesto. Los ganadores, por su propia edificación modesta e interesada sólo en la medianía, significa ahora más que nunca una resistencia fresca (no por corrosiva menos tierna) al utilitarismo neoliberal y a las victorias unánimes que aplastan a sus vencedores. Al mercado de la competencia que milita este gobierno y en la que ya interfieren siniestros CEO tetramillonarios, Frenkel contrapone la sutil ansiedad de reconocimiento, suplida por cualquier trozo de cobre o de madera tallado con amor y entregado en cualquier salón de hotel sindical.
Radiografía sentimental del conurbano, de su tejido cultural más insólito. Si no existe una jerarquía de premios —entre los relevantes, los medianos, los directamente insignificantes— y si cada premio, por más pequeño, con la disposición correcta puede insuflarle alegría a un ser humano, tal felicidad sería infinita. Sólo requiere de un esfuerzo en poner las pasiones personales a deliberación de los jurados correctos.
Luego de la investigación, todo el tercer acto de la película es nada menos que la atestiguación in situ de una dichosa utopía del triunfo. “Premios Estampa de Buenos Aires”, entregados por Garufa Producciones en la Asociación de Fomento de Devoto Oeste: una ceremonia de más de ocho horas en las que todos los asistentes reciben algo. Doscientos cuarenta premios para doscientos cuarenta nominados. Cofradía de ganadores, sin competencia, cuyos discursos de reconocimiento no pueden ser más que una retahíla, cándida y feliz, de lugares comunes.
La pregunta es tanto ética como referida a la producción de la película: ¿cómo llevar a cabo un documental irónico que, aparentemente, se burla de sus retratados? La respuesta, quizás, es la observación amorosa y tierna. Frenkel, a pesar de sus ojos certeros, a los que no se les pasa una sola paradoja, mira a sus ganadores con una devoción absoluta que va hasta el fondo de la paciencia y de la escucha. Los desopilantes son ellos en sí. Es patético, ni hablar. Pero, ante todo, es conmovedor. Conmovedor al punto de volverse espejo de nuestra propia mediocridad.
Genios son muy pocos, caben en la mano. El resto, como los ganadores, estamos a merced de nuestros hobbies, y sólo abrazando la inmanencia inútil de nuestro goce podemos recabar un sentido. Andar con suavidad y con desenvoltura de fumador de opio, como diría González Tuñón, para que a cada paso "una mañana y una emoción o una contrariedad / Nos reconcilien con la vida pequeña y su muerte pequeña".
El documental no trata sobre la megalomanía. Mucho menos sobre el triunfalismo aplastante. Los ganadores de Néstor Frenkel está más cerca de ser un estudio, tan antropológico como hilarante, sobre la felicidad humana y sobre quienes necesitan (bienaventurados ellos) de muy poco para conseguirla.
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