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“Yo con Juanito Laguna le puse nombre y apellido a una multitud de anónimos, desplazados marginales”. Antonio Berni inicia su serie en la década de 1950 como si fuera un doble pictórico de Villa Miseria también es América (1957), la novela de su amigo Bernardo Verbitsky. Los Juanitos se extendieron por casi un cuarto de siglo. Cada ampliación de ese universo llevaba la marca del bricolaje. Telas deshilachadas, restos de cajones, latas oxidadas, piezas de máquinas y partes de muebles. Esos desperdicios se acumulaban como metáforas visuales de la injusticia. Cuando Berni los ubicó en la esfera del arte quiso representar, según su propia confesión, una culpa social, la suya y la de una colectividad.
El imaginario berniano tuvo pronto su réplica en la música popular, especialmente a través de lo que se conoció como el Nuevo Cancionero. “Si Juanito Laguna le presta un sueño / es el canto que sube hasta su dueño”, cantó Mercedes Sosa, en 1967. La canción de Ignacio Cosentino y Hamlet Lima Quintana formó parte del disco Para cantarle a mi gente e inauguró una sucesión de quince intentos de darle vida musical a aquel niño de los márgenes tan recurrente a lo largo de esa década (de Leonardo Favio y su Crónica de un niño solo a “El niño proletario”, de Osvaldo Lamborghini, pasando por la “Plegaria para un niño dormido”, de Almendra e Hijitus). “Nacido en un malvón, le hicieron el pañal con media hoja de Clarín”, cantó en 1970 Amelita Baltar. “Juanito Laguna ayuda a su madre”, de Astor Piazzolla y Horacio Ferrer, funcionó como una ampliación de “Chiquilín de Bachín”. Buena parte de los otros trece Juanitos que ponen visitan la misma geografía del desamparo. “La Navidad que les canto / no tiene luz”, se escucha en “La Navidad de Juanito Laguna”, del Cuchi Leguizamón y Manuel J. Castilla. “En aquel invierno vendrá la creciente / dejando sin rancho, desnuda la gente / sembrando en las islas la devastación”, advertimos en “Juanito se salva de la inundación”, de Jaime Dávalos y Eduardo Falú. “El cielo de zinc de Buenos Aires / agrisa las villas de cartón / Juanito Laguna es la niñez / de ese color”, se remarca en “El mundo prometido de Juanito Laguna”, de Armando Tejada Gómez y César Isella.
Es posible que el tono indignado de buena parte de esas canciones no encuentre otro lugar que el de documento de época extraviado en los meandros de Spotify. Una época que se definía por un horizonte de expectativas flamígeras: sería la revolución —cantada—, en todas sus acepciones, la única capaz de saldar la deuda social. Podemos conectar ese mundo soñado y nuestro presente, con sus catástrofes heredadas, a través de un mismo apellido. Ir de Antonio Berni a Sergio Berni, de “Incendio en el barrio de Juanito”, de 1961, a las casillas quemadas de Guernica; de las músicas que tematizaban la inequidad a la banda sonora que acompañó el discurso ejemplarizante del Ministerio de Seguridad bonaerense en el desalojo de los asentamientos; ir también del autor de Villa Miseria es América a la fogosa pluma que su hijo, el periodista Horacio Verbitsky, despliega domingo a domingo contra el adalid de la mano dura del Estado. En esas relaciones especulares de nombres propios y objetos, acaso podemos vislumbrar el abismo que nos acecha. Lo constante y creciente, entre aquel momento y nuestro presente, es el detrito y el harapo, que ya no cabe dentro de un cuadro ni de una canción. La Unicef proyecta que para fin de año el sesenta y dos por ciento de los niños argentinos será pobre.
Horacio Verbitsky suele escuchar jazz mientras escribe (la disección de alambicadas tramas políticas, saturada de datos perturbadores, y el placer sensorial y por lo general desinteresado encuentran un curioso espacio de convergencia). Pero al reflexionar sobre el caso Guernica prefirió rodearse de las chilenas Violeta Parra y Ana Tijoux. Hasta compartió con sus lectores su propio playlist (le faltó quizá “Maldigo del alto cielo”, de Violeta, para estar en consonancia con estos días de espanto: “maldigo los estatutos / del tiempo con sus bochornos / cuánto será mi dolor). Verbitsky recuerda que existe una ley bonaerense de Acceso Justo al Hábitat que creó instrumentos de gestión urbana para generar oferta de suelo accesible, y que una de las empresas que no la cumplen es la propietaria de parte de las extensiones que habían sido ocupadas por los Juanitos y sus padres. La sociedad anónima Campos de Bellaco se propone erigir allí un barrio privado. El desalojo del predio fue llevado a cabo por cuatro mil efectivos con la venia entusiasta de la Justicia y la impotencia de las autoridades de la provincia que habían intentado evitar la pedagogía del castigo.
Pasemos por alto la selfie victoriosa del fiscal Juan Cruz Condomí Alcorta, antes de que tronara el escarmiento (ah, qué frase, general; ha pasado el tiempo, ha corrido la sangre y todavía está cargada de futuro). Detengámonos en las simbolizaciones de ese otro Berni manu militari y aspirante a funciones ejecutivas de mayor fuste y fusta. El ministro reconstruyó la reconquista de las hectáreas de Guernica con una publicidad que Clarín emparentó con Apocalypse Now. No hay allí nada de Francis Ford Coppola, Clarín. Berni siquiera tiene la moral de Kurtz. Lo que no significa que no erice la piel. “El derecho a la libertad y el derecho a la propiedad privada son innegociables”, brama, y entonces entra la música, no ya, claro, de los autores del Nuevo Cancionero: el sintetizador se pliega al paso del exmédico del Ejército entre sus tropas, refuerza, podríamos decir, el énfasis de esa marcha que expulsará a los usurpadores. Pero de repente el gesto queda en suspenso. El breve silencio sirve para que entren en acción los pelotones. Ellos deben recuperar un territorio que ni siquiera podía garantizar la utopía del reciclaje. “Teníamos que conducir a cuatro mil policías para que el operativo fuera impecable”. La toma de Guernica (nombre con sus propias reverberaciones trágicas que se expandieron a partir de Picasso) había contado con un acompañamiento de equipos audiovisuales para reforzar los lazos intrínsecos entre cultura y barbarie. La sintaxis musical es propia de los jingles de campaña electoral. Las publicidades de los candidatos suelen tener su pizca de obscenidad sónica. Abundan apropiaciones que resignifican historiales de escucha. Donald Trump se ha valido de “Revolution” de Los Beatles y de “I Won’t Back Down”, Ronald Reagan de Bruce Springsteen, George W. Bush de Sting. Las parábolas bernianas tienen menos desparpajo pero también miran hacia Estados Unidos. Sus bandas sonoras se mimetizan con las películas saturadas de balazos y efectos especiales. Ejercicios de estilo que podrían remitir a Arma mortal u otras expresiones del género.
El nudo que ata la violencia estatal al entretenimiento no es patrimonio de la gestión Berni. Durante los primeros fastos del Día de la Independencia de la era Macri se marchó al compás de la “Imperial March”. El leimotiv cuasi wagneriano que define a Darth Vader, el personaje más sombrío de Star Wars, fue interpretado por una banda militar española, como si se nos hubiera querido decir que esos días estaban regidos por el “lado oscuro de la fuerza”. La narrativa audiovisual del ministro de Seguridad recupera ese sentido amenazante. Dos meses antes de tener su batalla de Dunkerque (Verbitsky lo compara con el nazi Rommel, conocido como el Zorro del Desierto) en el tercer cordón bonaerense, había presentado en las redes sociales otra publicidad altisonante. Acompañada de un piano, una voz que no quiere ser impersonal —todo lo contrario, trae las entonaciones del culto a la personalidad— dice con afectación que el excoronel “tiene el valor de un médico cirujano”, y como si se emulara un bisturí, un sonido grave corta la superficie de ese aire de balada para hacerle un lugar al continuo de una cuerda simulada. Con ese trasfondo, la voz profundiza el identikit del ministro. Le atribuye “la conducta de un teniente coronel, el conocimiento de un abogado, la fuerza de un karateca, la destreza de un alpinista, la resistencia de un buzo táctico, el coraje de un paracaidista”. Entre las respiraciones del recitante, la música subraya la apología, y pienso, mientras la transcribo, esto debe ser una parodia, pero no, es ese mismo soporte sonoro el que refuerza su alianza con la retórica, no cabe duda, se trata de algo más que de un acompañamiento, aspira a convertirse en música programática de un hombre que —se enfatiza mientras las cuerdas de la falsa orquesta se amparan otra vez en el topos épico del cine— tiene “la valentía de un rescatista” (nada mejor que un ascenso de las notas para ver con los oídos cómo el ministro asciende a las cumbres de la osadía) y “los huevos de un argentino”. El relator da por sentado que nadie será indiferente a semejante perfil (¿tampoco Axel Kicillof?). “Ahora sabés por qué es súper Berni. Porque tiene el poder de decir lo que piensa y hacer que las cosas sucedan cuando tienen que suceder. Eso es una orden. Por eso se enlistó en el Ejército”. El homenaje a la institución armada completa el crescendo triunfal.
En otro spot, Berni avanza con un arma, con chaleco antibalas y al mando de efectivos del Grupo Halcón. El final lo muestra envuelto en el viento que provocan las aspas de un helicóptero. Su ruido se integra con una polifonía mayor junto con el tractorazo de los farmers entrerrianos en defensa de los barones Etchevehere (una suerte de Grito de Alcorta al revés) y los cacerolazos en los balcones de la Capital contra la expropiación de una empresa que esquilmó al Estado y las excarcelaciones por razones sanitarias que se habían propagado al comenzar la pandemia. La batucada punitiva y clasista y el ruido cinético de cuatro mil efectivos, con sus estallidos de gases, el traqueteo de los camiones hidrantes, las topadoras y los helicópteros, así como las publicidades bernianas, son parte de una misma textura sonora. El ritmo de las cacerolas es regular y divisible por dos. A pesar de la falta de sincronía entre todos los balcones: es posible traducir esa métrica con las palabras aún no dichas: “cár-cel, zurd-dos”, quizá también, “ba-la” y “ga-ses”, pero no deberíamos descartar “Bull-rich”, y menos, en tono de profético balbuceo, “Ber-ni”. A fin de cuentas, sobre las imágenes del desalojo, en medio de las casuchas incendiadas (“el cielo de zinc de Buenos Aires”), se imprimió el cartel con la consigna “Mando, comando y control”.
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