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OP Traducciones 10. De viva voz. El fin de los críticos

DISCUSIÓN

 

La crítica es la profesión del diletante.

Joseph Schumpeter, 1942

San Juan dijo: “La verdad os hará libres”, y estaba en lo correcto. No hay nada como la verdad. La verdad es deliciosa. Puedes comerte la verdad, puedes beberla y dormir con ella. No hay nada como la verdad. Y, a veces, cuando es sobre ti, duele. Duele, pero aun así te hace libre. Por desgracia, la verdad también puede ser un arma, una forma de castigo, en lugar de rectificación.

Clement Greenberg, 1984

 

El relato de Gustave Courbet sobre un crítico del que era amigo, famoso por despertarse a medianoche, pararse en la cama y gritar: “¡Es que tengo que criticar!”, se ha quedado conmigo como una advertencia de no tomarme la identidad profesional demasiado en serio, o al menos de cuestionar sus motivaciones. Y de un solo encuentro que tuve con dos de los críticos más importantes de los años cincuenta, Clement Greenberg, en Nueva York, y Pierre Restany, en París, recuerdo vívidamente mi desconcierto por los aires peculiares que se daban: la pompa y ceremonia del parisino y la sobria arrogancia del neoyorquino. En ambos casos, recuerdo mi perplejidad por la forma en que se autoconstruían como figuras públicas supuestamente grandes. Sin duda, ambos representaban formas especializadas de conocimiento y juicio competente en grado sumo que parecían distinguirlos del colectivo lector y espectador al que se supone que está dirigida la producción artística contemporánea. Los escritos del “crítico clásico” —tal como lo representaban Greenberg y Restany en los cincuenta, que quizá fueron los últimos del siglo xx— eran literalmente los del testigo ocular, distinguidos por su acceso directo y privilegiado al estudio, a la obra y al creador. Esta inmediatez era lo que avalaba la credibilidad del relato de este tipo de críticos. Por contraste, la distancia —espacial, temporal, epistemológica, metodológica—, y el grado en que esta distancia prometía objetividad, garantizaban la veracidad de las narrativas del historiador sobre la vida y obra de los artistas.[1]

Precisamente por su proximidad a los lugares y los actores de la producción artística, la atención de los críticos parecía destinada a —o, quizá, diseñada con el objeto de— reforzar la identificación de prácticas culturales con reivindicaciones hipertróficas de intereses geopolíticos, locales y nacionales específicos: la Escuela de Nueva York y otra École de Paris. Y mientras que Greenberg y Restany en ocasiones cruzaron fronteras para inspeccionar asuntos vecinos, sus descubrimientos y discernimientos, que parecían tener un carácter concluyente, permanecieron locales, regionales y nacionales; con ello produjeron los primeros discursos que insistían en criterios bastante distintivos de evaluación cualitativa entre el arte estadounidense y el europeo.

Por ese motivo, la formulación de un ideologema nacionalista se volvió una de las últimas funciones sociales de estos críticos de los años cincuenta, en oposición, por ejemplo, a las reflexiones críticas de los años veinte, enfocadas en la teorización de las prácticas culturales como instrumentos de transformación política colectiva e internacional. No es de sorprender que sus juicios de discernimiento dependieran de negaciones intrínsecas o intencionales de otros fenómenos, lugares o hechos históricos. Y para poder sostener estas distinciones geopolíticas necesarias y garantizar su supremacía, cada crítico —y su séquito de acólitos menores— construyó una narrativa cuyo subtexto se basaba en su inclinación particular por la omisión y la negación calculada.[2] Para una generación de académicos, críticos y curadores nacidos, como yo, en los años cuarenta y cincuenta, un crítico estadounidense como Greenberg adquirió proporciones casi míticas por haber construido lo que parecía ser el canon artístico más poderoso de la posguerra. Esta fue, sin duda, una de las muchas razones por las que la atracción hacia los discursos y las instituciones norteamericanas del modernismo no dejaba de crecer.[3] Sin embargo, el hecho histórico de que un número significativo de académicos y críticos europeos emergentes, o incluso ya establecidos —entre los que me cuento—, se trasladara a Estados Unidos a mediados de los setenta para involucrarse con la cultura visual modernista sigue siendo, incluso hoy en día, una suerte de misterio. Y más aún si se toma en cuenta que casi todos los emigrados se habrían considerado a sí mismos parte de la izquierda radical, aunque el espectro abarcaba desde los marxistas-leninistas y los trotskistas hasta los situacionistas debordianos. Poco antes, alrededor de 1968, todos —de una u otra manera— habían protestado, físicamente, en las calles de Londres, París o Berlín, contra el imperialismo estadounidense; políticamente, contra la Guerra de Vietnam, y culturalmente, contra las ideologías norteamericanas de consumo compulsivo, cuyos regímenes coercitivos y devastaciones ecológicas se volvían cada vez más flagrantes.

Una explicación de esta paradoja es que los jóvenes académicos y críticos europeos del 68 se fueron a Estados Unidos a estudiar, o directamente a enseñar, con una generación de discípulos de eminentes historiadores y críticos de arte, sobre todo judíos alemanes y franceses, a los que habían forzado a emigrar con la persecución fascista. Ciertamente, el campo de la historia del arte moderno en Alemania apenas empezaba a formarse cuando fue borrado en 1933, y después de 1945 no se pudo reconstruir por décadas. La profesión del crítico modernista —el legado de escritores como Carl Einstein, Max Raphael y Paul Westheim— se había transferido a un contexto norteamericano fundamentalmente diferente, pero fundacional, dado que el trabajo de Clement Greenberg, Meyer Schapiro y Leo Steinberg había reactivado y reconfigurado su papel como el de críticos e historiadores públicos en Estados Unidos. Otro factor que fue menos reconocido, pero que tuvo un impacto tremendo en los artistas, historiadores y críticos europeos por igual, es que los modelos históricos y metodológicos concebidos para comprender las historias de la producción modernista, ahora reinventados por estos historiadores y críticos estadounidenses, fueron también la base sobre la cual los debates artísticos norteamericanos se animaron y se diferenciaron de los años cuarenta en adelante —un fenómeno completamente ausente en la cultura crítica alemana, y en considerable medida de la francesa, hasta los años sesenta, si no es que más tarde—.[4] Los primeros movimientos de recepción crítica del dadá y de Duchamp se iniciaron en Estados Unidos, y a su vez dejaron una huella indeleble en la formación de las prácticas norteamericanas de la posguerra. Jasper Johns es sólo el primer y más eminente ejemplo de cómo la recepción del dadá y Duchamp en el contexto de la producción podía detonar toda una trayectoria artística, lo que restableció —o más bien le otorgó— la centralidad de esa historia por primera vez en el siglo xx, un proceso de recepción que sólo encontraría sus secuelas en Europa varias décadas más tarde. Así es que la otra explicación, y quizá la más verosímil, para la migración europea a Estados Unidos es la presencia de prácticas artísticas más atractivas que había ahí desde el auge del expresionismo abstracto en Nueva York, un atractivo que se intensificó como consecuencia de las historizaciones e interpretaciones críticas complejas de las generaciones subsecuentes de artistas y de sus seguidores en el ámbito de la crítica y la historia. Incluso podría especularse que, en un reflejo paradójico de las transferencias históricas, las vanguardias europeas de los años veinte y treinta —en particular el dadá, el surrealismo y la vanguardia soviética— regresaron a Europa con una recepción muy tardía a través de la mediación de artistas norteamericanos, desde Jackson Pollock hasta Sol LeWitt, lo que puso los cimientos para la emergencia de un nuevo complejo de prácticas europeas de la posguerra en un proceso peculiar de reciprocidad inversa. De esta misma manera, Richter es impensable sin Warhol; Buren es impensable sin Ryman y Stella, y Hanne Darboven e Isa Genzken son impensables sin LeWitt y Eva Hesse.

Las prácticas artísticas a partir de los sesenta hacían cada vez un mayor énfasis en que cualquier producción cultural, ya fuera visual o literaria, tendría que desafiar, si no es que erradicar por completo, los órdenes jerárquicos que diferenciaban a los supuestos novatos de los supuestos expertos. A decir verdad, la división jerárquica inherente entre formas privilegiadas de conocimiento que reclama el erudito —como un referente del interés de un público selecto basado en la clase— había sido un blanco constante de la mayoría de las vanguardias históricas y algunas de las neovanguardias. Bajo las circunstancias de expansión democrática continua, que inevitablemente conlleva consecuencias inmensas para la desublimación estética y subjetiva, era muy improbable que el crítico pudiera mantener la pose de “guardián del secreto” del arte (como Greenberg se había referido célebremente a una de las pinturas notables de Pollock).

 

Boceto de The Critic Smiles, de Jasper Johns

Jasper Johns, boceto para “The Critic Smiles”, 1959, carbonilla sobre papel, Matthew Marks Gallery, Nueva York.

 

No es accidental que la escritura de la crítica en la década sucesiva se fragmentara en dicotomías filosóficas y estéticas de creciente incompatibilidad, cuyos extremos esbozaré en dos pares de escritos.[5] El primero es sobre las respuestas paralelas, pero fundamentalmente diferentes, de Leo Steinberg y Donald Judd al legado de Greenberg, así como el descubrimiento de su pesadilla artística, Jasper Johns. Una de las primeras críticas argumentadas de forma convincente sobre la práctica hegemónica de Greenberg, supuestamente formalista —que para entonces ya había amasado un gran número de seguidores cada vez más poderosos—, la formuló Steinberg, un historiador del arte al que la comprensión de la compleja epistemología de las prácticas artísticas y hermenéuticas filosóficas motivó a escribir un ensayo sobre Johns en 1962 que se volvería un parteaguas. Con ello inauguró la recepción de una nueva generación de artistas y cambió fundamentalmente los paradigmas pictóricos de la Escuela de Nueva York. Este y otros ensayos de Steinberg abrieron las cortinas y revelaron un paisaje de métodos históricos y principios filosóficos hasta entonces desconocidos.[6]

El extremo opuesto a la vasta expansión de la crítica de Steinberg, basado en un recuento mucho más complejo del conocimiento artístico-histórico, se presentó de manera simultánea en los textos de Donald Judd. El artista reforzó y redujo los parámetros neopositivistas y los andamiajes ahistóricos que había heredado de Greenberg a una mera doxa de manual y diseñó las plantillas para procesar la percepción que confirmaba su propia autoridad indiscutible como artista. Al mismo tiempo, al ejercer, o más bien imponer, las funciones del crítico como agente de los intereses locales, regionales, nacionales, ideológicos y económicos, Judd también robusteció los límites paranoicos del triunfo supuestamente insuperable de la pintura y escultura de la Escuela de Nueva York, cuya trayectoria, de modo inevitable, allanaba el camino de su propia consagración, a la vez que desafiaba y descalificaba las crecientes diferenciaciones que surgían en las distintas producciones visuales de la posguerra en Europa, Asia y América Latina.

Mi segundo par de oposiciones paradójicas ejemplares en el pensamiento crítico de los sesenta es quizá todavía más desconcertante. Se trata, otra vez, de dos exigencias de crítica de absoluta incompatibilidad —o, de forma más específica, de objeciones a su poder aparentemente imperecedero y omnipresente— que fueron enunciadas desde posturas filosóficas y estéticas completamente distintas. Susan Sontag, en su célebre ensayo “Contra la interpretación” (1964), anunció —si no es que clamó por— el fin de la legitimidad histórica del crítico:

La época actual es una de esas en las que el proyecto de la interpretación es en gran medida reaccionario, asfixiante. Al igual que los gases de los automóviles y la industria pesada que contaminan la atmósfera urbana, la efusión de interpretaciones del arte hoy envenena nuestras sensibilidades en una cultura cuyo ya clásico dilema es la hipertrofia del intelecto a expensas de la energía y la capacidad sensorial […] ¿Qué tipo de crítica, de comentario sobre las artes, es deseable hoy? […] ¿Cómo debería ser una crítica que sirviera a la obra de arte sin usurpar su espacio? […] En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte.[7]

El llamado de Sontag a un “eros” de la percepción en su crucial enunciado conclusivo era, ya desde el momento de su escritura, una proyección romantizante y anticuada. Los retos que suponían la precisión material y procesual de las prácticas pictóricas y escultóricas de ese momento, desde Stella hasta Hesse, de LeWitt a Ryman, sobrepasaban por mucho el anhelo de que la producción artística aún pudiera transmitir el encanto estético de una subjetividad sensual no alienada. Desde inicios de los sesenta, las prácticas artísticas habían engendrado una fenomenología materialista de la experiencia que implicaba todos los aspectos del concepto filosófico del materialismo, desde la contemplación de la simple materia hasta la cuestión de la mediación. Ahora las prácticas artísticas rechazaban las demandas hegemónicas de un orden discursivo preexistente y externo de la crítica. La práctica estética buscaba deshacer los conceptos convencionales de la formación subjetiva al tiempo que se involucraba cada vez más con diferentes órdenes temporales y geográficos, así como con diversas convenciones de la percepción subjetiva. Los discursos críticos previamente imperantes no sólo habían mantenido la primacía lingüística y el dominio sobre convenciones específicas de la comunicación, sino que además mantenían jerarquías sociales al proporcionarle privilegios interpretativos a un portavoz supuestamente calificado. Al rechazar la crítica escrita en los cincuenta, la nueva crítica intentaba entonces crear una terminología para concebir constelaciones subjetivas diferentes y desjerarquizadas.

 

Jasper Johns, "Summer Critic", 1968, gofrado con serigrafía sobre papel japonés y acetato, Matthew Marks Gallery, Nueva York.

 

Mientras Sontag reivindicaba los privilegios de una estética del eros, cuando no del éxtasis, libre de trabas, Lucy Lippard, con pomposidad liberal burguesa, reformuló la figura de la crítica como activista feminista y la del curador como mediador deliberadamente invisible de documentos artísticos. Después de producir un relato histórico del arte de Ad Reinhart en 1967, Lippard muy pronto se volvió la principal defensora del arte conceptual, que agrupaba, pero rara vez comentaba, los documentos de los artistas. Con un ánimo de neutralidad que se negaba a sí mismo, Lippard sacudió los últimos remanentes de la presunción del crítico de tener una visión privilegiada y una función discursiva. Con esta sentencia Lippard concluyó su obra maestra como crítica, Seis años: la desmaterialización del objeto artístico de 1966 a 1972, que es, a grandes rasgos, una acumulación de documentos, fotografías, mapas y manuales proporcionados directamente por los artistas:

En 1969, parecía que nadie, ni siquiera un público ávido de novedades, pagaría dinero de verdad, o al menos no mucho, por una fotocopia referente a un acontecimiento ya sucedido o nunca presenciado, por un grupo de fotografías que documenta una situación o condición efímera, por un proyecto de obra que no habrá de realizarse, o por palabras dichas, pero no grabadas; parecía, por lo tanto, que estos artistas serían por fuerza liberados de la tiranía del estatus de mercancía y de la orientación al mercado […] Por otra parte, las contribuciones estéticas del “arte de la idea” han sido cuantiosas. Un lenguaje documental e informativo se ha prestado como vehículo para ideas artísticas que obstruyeron y oscurecieron las consideraciones formales […] Esa estrategia, si no deja de progresar, no puede más que tener un efecto benéfico en el modo de examinar y desarrollar el arte en el futuro.[8]

No obstante la trascendencia radical que tuvo este proyecto de Lippard, es sólo en retrospectiva que podemos comprender las deficiencias históricas y teóricas de haber promulgado de manera tardía una definición esencialmente factográfica de las prácticas artísticas y críticas. En primer lugar, la definición de Lippard de los artistas conceptuales como agentes de una estética universal recientemente accesible que operaban de forma colectiva designaba a un grupo único de artistas como los portavoces y lectores que acababan de ser habilitados. En segundo lugar, mientras que Lippard, en efecto, desmanteló las jerarquías de la evaluación crítica y, lo que quizá es más importante, las jerarquías de los géneros y las técnicas —ahora relativizadas, cuando no descalificadas, por una textualidad presuntamente fotográfica y lingüística—, la brecha entre la producción y la recepción sólo se volvió más pronunciada. Lo más trágico del caso es el autoengaño utópico de Lippard al pensar que, dado el avance y crecimiento acelerados de la distribución del tiempo libre, la reducción de las prácticas visuales a textos legibles entrañaría inevitablemente una nueva comunidad de críticos y lectores autodeterminantes.

Hemos visto ya, al asomarnos a los textos de Judd, que los artistas de esa generación tenían muy presentes el estatus y las funciones de la crítica. (Robert Morris, por contraste, calificaría como uno de los teóricos más eminentes de la producción escultórica de los sesenta). Cualquier pretensión del crítico de proporcionar agencia literal y literaria a la estructura que surgía del campo de lo visual, y operaba desde su interior, había caído bajo presión histórica, e incluso en duda. Señaló esta presión una triada de obras burlonas que produjeron Marcel Duchamp, Jasper Johns y Richard Hamilton entre finales de los cincuenta y finales de los sesenta. El enfrentamiento con la voz dogmática del crítico en la década de los cincuenta produjo al menos tres respuestas explícitamente dialógicas en las obras y declaraciones de estos artistas.

The Critic Smiles [El crítico sonríe], de Johns (1959); The Critic Laughs [El crítico ríe], de Hamilton (1969); y, en especial, la conferencia “The Creative Act” [El acto creativo] (1957), de Duchamp —que, irónicamente, tuvo lugar en el congreso anual para intérpretes profesionales de la crítica, en la College Art Association—, proclamaban una declaración de derechos radicalmente emancipatoria para el lector y espectador y transferían las funciones tradicionales del crítico a la autoconstitución del espectador de forma decisiva. La obra sardónica The Critic Smiles de Johns es una escultura pequeña de un cepillo de dientes hecha en pasta metálica moldeable. El título de la pieza, grabado en la base a modo de pie de foto o inscripción en un espécimen, anuncia un intercambio siniestro entre las prácticas del artista y el crítico. Al sustituir las cerdas del cepillo por una serie de muelas, Johns no sólo sustituye materia suave con hueso, sino que además invierte de forma implícita la aplicación sutil de la pintura encáustica por parte del pintor y la persistente compulsión del crítico a morder. Dos años después, Johns montó otro ataque verdaderamente lacerante contra la profesión, The Critic Sees [El crítico observa], hecha de pasta metálica sobre yeso con vidrio. Una vez más, nos confronta con una anatomía literal de la crítica.[9] Sin embargo, esta vez el relieve no sólo muestra los dientes como parte integral del aparato discursivo del crítico, sino que, en un acto de sustitución casi diabólica, ubica los labios del crítico parlante en lugar de los ojos, cubiertos perversamente por gafas de juguete. Se podría especular también que Johns rendía homenaje a los labios particularmente carnosos de Greenberg, quien, por lo demás, le había prestado muy poca atención o apoyo. Rosalind Krauss, que estuvo más cerca del formalismo de Greenberg al principio de su carrera, describió su fisionomía de este modo:

Tal como los recuerdo, hay dos fragmentos visiblemente discordantes: la forma abombada de la cabeza, calva, rígida, impecable, y la cualidad flácida de la boca, apenas entreabierta en el gesto fisiológicamente improbable de estar relajada y sonriente a la vez. Como siempre, me cautiva la arrogancia de la boca —carnosa, dentuda, agresiva— y sus pronunciamientos, que, aunque los profiere con una voz arrastrada que vacila y se tropieza, son siempre implacablemente concluyentes.[10]

La animadversión de Johns pudo haberse originado en el hecho de que el discurso del crítico prioriza la voz por encima de la vista, mientras que su ambición había sido precisamente dirigirse al espectador de manera performativa, con la pintura misma suspendida entre la visión y el lenguaje, cuando no transitando entre la una y el otro. Al excluir cualquier interferencia mediadora, la obra cede su poder estético utópico para permitir que el espectador se convierta en un lector de estos nuevos términos lingüísticos que emergen en el arte. Aquí, la soberanía de la voz del artista intenta establecer un diálogo con la soberanía de la visión del espectador. Esta doble soberanía es la que la mediación del crítico desvía y trastorna con sus intentos paternalistas de hablar por los demás, en lugar de dejar que la pintura le hable directamente al sujeto espectador y lector recién autorizado.

 

Jasper Johns, "The Critic Smiles", 1969, relieve de plomo con lámina de estaño y oro fundido, Matthew Marks Gallery, Nueva York.

 

La medida en la que las funciones del crítico se involucran con esta generación se vuelve aún más obvia cuando descubrimos que la advertencia inicial de Johns sobre la intervención problemática del crítico como comunicador ciego desató una respuesta dialógica trasatlántica en una obra de Richard Hamilton. Habiendo recibido de parte de su hijo una dentadura de azúcar proveniente de un parque de diversiones, Hamilton montó los dientes de dulce sobre un cepillo dental eléctrico diseñado por Dieter Rams y producido por Braun, que se había vuelto un gran atractivo para varios artistas ocupados con la ponderación del poder mágico del diseño alemán occidental de la posguerra. Al replicar el inesperado juego de sustitución de Johns y transformar el objeto para limpiarse en un dispositivo imposibilitado para limpiar, Hamilton radicalizó el título de Johns, The Critic Smiles, con el propio, The Critic Laughs. Si Johns había asociado al crítico con la ceguera, la dentadura falsa de Hamilton diagnosticaba la incapacidad del crítico de reírse, de reaccionar frente a una broma y, por tanto, de responder a cualquier intervención artística que intentara ofrecer un momento de alivio repentino a las condiciones continuas de represión colectiva.

Al igual que Johns, Hamilton siguió con una segunda obra que contemplaba las condiciones cada vez más precarias, cuando no grotescas, del comentario crítico. En 1972, después de haber resuelto una prolongada serie de problemas de producción, Hamilton presentó una nueva versión de The Critic Laughs. Ya no se trataba de una imagen fotográfica retocada con trazos de pintura sobre el cepillo dental y sus dentaduras sonrientes, sino de un readymade asistido y producido a la perfección. La dentadura de azúcar, modelada ahora en plástico dental profesional, se presenta en una imitación del exhibidor del dispositivo original de Braun. Una modificación que con facilidad pasa desapercibida se vuelve lo más importante: el nombre de la marca, Braun, se ha reemplazado con un simulacro tipográfico del apellido del artista, Hamilton. En este otro golpe contra el mito del experto, la pregunta es: ¿qué es lo que debe juzgar el crítico, una vez que todas las diferenciaciones artesanales y artísticas de una subjetividad individualizante han sido purgadas tanto del arte como de la vida? La dentadura que lleva la risa del crítico —quizá su última risa— cobra una nota ominosa de mortalidad, en la mejor tradición del memento mori.

Del mismo modo que Johns y Hamilton, el arte pop y el minimalismo insistieron en su obvia e intrínseca comunicabilidad. Y en ese orden de ideas, la elección de su iconografía y sus estructuras formales y morfológicas proclamó una accesibilidad universal. Estos llamados a suturar la percepción colectiva y a ejercer una legibilidad sin mediación se habían expresado ya en los años veinte como un proyecto emancipatorio con una variedad de fracasos rotundos y éxitos escasos. Pero ahora la pretensión del crítico de servir como el mediador legítimo y privilegiado entre el estudio del artista y la página, entre el artista y el colectivo de lectores competentes, había adquirido una futilidad que acababa de volverse manifiesta.

Parecía inevitable que el papel y la función del crítico que se habían construido a lo largo de la historia fueran reducidos de forma drástica, si no es que erradicados por entero. Esta supresión, al parecer, la causaron fuerzas económicas e ideológicas fundamentalmente diferentes, aunque igual de persuasivas. En primer lugar, el nuevo orden imperante de equivalencias universales que resultaba de la globalización de las prácticas culturales había descalificado cualquier tipo de reivindicación de evaluaciones jerárquicas. Los consensos formados a partir de intereses individuales, clases particulares, tradiciones locales o culturas de Estado-nación ya no podrían generar cualificaciones ni criterios comparativos. La segunda serie de causas no es menos poderosa en sus determinaciones, a pesar de que se origina en un espectro totalmente distinto de fuerzas relativizantes y universalizantes. La comercialización industrial última de la producción artística, que acogía retroactivamente todas las posiciones en conflicto de las vanguardias históricas y las neovanguardias, eliminó la credibilidad de cualquier discurso comprometido que pretendiera actuar como agencia para una agenda política, ideológica o estética en particular. Finalmente —y, de nuevo, como contraparte absoluta de las causas que acaban de definirse—, la politización universal de las prácticas artísticas en sí mismas no puede tolerar la intromisión de la voz de un crítico que intente diferenciar y asegurar prácticas y posiciones viables desde posicionamientos meramente políticos.

 

Jasper Johns, "The Critic Sees", 1961, escultura en metal sobre yeso con vidrio, Matthew Marks Gallery, Nueva York.

 

Si asumimos que desde los setenta hemos vivido en una era sin críticos —la era en la que los críticos objetivamente dejaron de ser necesarios o deseables—, en vista de que la monetización del mercado del arte no ha hecho más que incrementar, y a un paso cada vez más acelerado, entonces ¿cuáles son los criterios de esta condición sin crítica? Podría repetir el adagio que expresé hace diez años: que el mercado del arte como un sistema de inversión y finanzas no sólo ha dejado de requerir cualquier aportación crítica, sino que en principio la descalifica. La crítica se vuelve una farsa una vez que los patrones de consumo cultural han alcanzado un punto en el que la bolsa de valores y el mercado del arte se han asimilado a grado tal que el dominio del mercado, así como el pronóstico para la maximización del rendimiento y el potencial de crecimiento, son el único interés del comentario profesional.

Lo más importante que debemos reconocer es que la aceptación universal de las prácticas, de todos tipos, de todos los lugares y periodos de producción, no necesariamente es señal de una comunidad global emancipada. Lo que hoy en día pareciera una distribución revolucionaria del acceso universal a la cultura, de sus bienes y de su infinita oferta de objetos de deseo en potencia —que siempre está en aumento, por supuesto— no es la cosecha de una colectividad global verdaderamente liberada. Más bien, opera como una fantasmagoría que se beneficia del anhelo de encontrar estructuras significativas de organización material y social de la experiencia subjetiva y objetiva en cualquier tipo de objeto estético definido de cualquier época. Su motivación es la de disimular las verdaderas condiciones de totalización extrema de los regímenes tecnocráticos de administración digital. Mientras las esferas de la cultura pública, política y social sigan cada vez más sujetas a la censura, la opresión y el control, poco importa qué tan políticamente ambiciosos sean los objetivos de las prácticas artísticas.

En 1957, Duchamp, cuando delegó por última vez el juicio y la experiencia estética no sólo a la participación del espectador, sino a la autorización que se otorga a sí mismo —con lo que anticipó el pronóstico que haría más tarde Roland Barthes sobre el “nacimiento del lector” en “la muerte del autor”—, ya había diagnosticado que las representaciones culturales sólo pueden ser reconocidas y evaluadas desde fuera del dominio especializado y profesional:

Si el artista, como ser humano, lleno de las mejores intenciones para consigo mismo y el mundo entero, no tiene ningún papel en el juicio de su propio trabajo, ¿cómo puede uno describir el fenómeno que impulsa al espectador a reaccionar críticamente a la obra de arte? O, dicho de otro modo, ¿cómo se produce dicha reacción? Después de todo, el acto creativo no lo ejecuta solamente el artista; el espectador pone la obra en contacto con el mundo externo al descifrar e interpretar sus cualidades internas, y con ello contribuye al acto creativo.[11]

 

Benjamin H. D.  Buchloh (Colonia, Alemania, 1941) es historiador del arte. Fue profesor Andrew W. Mellon de Arte Moderno y Contemporáneo en la Facultad de Artes y Ciencias de la Universidad de Harvard entre 2005 y 2021. Una selección de sus ensayos sobre artistas estadounidenses y europeos de la posguerra se publicó en dos volúmenes: Neo Avantgarde and Culture Industry (MIT Press, 2006) y Formalismo e historicidad (Akal 2004; MIT Press, 2016). Fue co-curador de la exposición retrospectiva de la obra de Gerhard Richter en el Museo Metropolitano/Met Breuer, Nueva York, en 2020. Recibió el León de Oro de Historia y Crítica del Arte Contemporáneo en la Bienal de Venecia de 2007.

 

Este ensayo, publicado originalmente en Benjamin H.D. Buchloh y Hal Foster, Exit Interview (no place press, Nueva York y San Francisco, 2024), aparece aquí como anticipo de la traducción del libro al español, Entrevista de salida, de próxima aparición en Alias Editorial, México, 2025. Concebido por el artista mexicano Damián Ortega, Alias es un proyecto editorial sin fines de lucro que traduce y recupera referencias valiosas para el arte contemporáneo. Invitamos a nuestros lectores a seguir la actividad del proyecto, camarada de Otra Parte, en Instagram (@alias_editorial) y Facebook (@alias.editorial). Otra Parte agradece la autorización expresa del autor y la editorial.

Traducción de Gabriel Kuri. Revisión de Juan Carlos Calvillo.

 

Imagen: The Critic Laughs, de Richard Hamilton, 1971-1972, cepillo de dientes eléctrico, dentadura postiza y estuche de presentación, Matthew Mark Gallery, Nueva York. 

 

Notas

[1] Como alguna vez señaló el gran historiador del arte Leo Steinberg, era la norma de la época (y también en lo sucesivo) subrayar las distinciones entre historiadores y críticos de arte: “En aquellos días, a mediados de los cincuenta, los críticos de arte eran principalmente artistas u hombres de letras. Pocos historiadores tomaban la escena contemporánea con suficiente seriedad como para dedicarle tiempo. Desviar su atención de la Roma papal a la Tenth Street de Nueva York les habría parecido frívolo, y yo respetaba su probidad”. Véase Leo Steinberg, “Preface”, en Other Criteria (Londres, London University Press, 1975), p. vii.

[2] La primera generación de críticos de los años cincuenta no supo reconocer en lo más mínimo el impacto estético y epistemológico del dadá y de Duchamp. Tampoco logró confrontar la restructuración primordial de la pintura que llevaron a cabo las vanguardias soviéticas y, de manera quizá más sorprendente, la centralidad de la fotografía en las culturas visuales del siglo XX. Dos de las figuras más paradójicas, pero congruentes, en el contexto norteamericano, en un principio contenidas en la esfera de poder de Greenberg, fueron Robert Motherwell y William Rubin. Motherwell, un miembro legítimo —si acaso un poco más joven— del grupo de pintores certificados de la Escuela de Nueva York, rompió filas con su ethos y estética al editar la historia más completa de las actividades del dadá en un momento asombrosamente temprano, en 1951. El libro de Motherwell The Dada Painters and Poets [Los pintores y poetas dadá] dio inicio al redescubrimiento norteamericano del dadá en todos los niveles, que incluyó la recepción del movimiento por artistas como Robert Rauschenberg y Jasper Johns, y condujo a las primeras grandes exposiciones en la galería Sidney Janis, por ejemplo. Más de diez años después, Rubin, sin dejar de ser un férreo seguidor de las teorías y la estética de Greenberg, siguió los pasos de Motherwell y organizó la primera exposición integral de esa historia, Dada and Surrealism Revisited [Una revisión del dadá y el surrealismo], en el Museo de Arte Moderno, en 1968. Vista en retrospectiva, esta fue escandalosamente deficiente, sin duda, al omitir por completo las dimensiones políticas y fotográficas del dadá y el surrealismo. Tomó casi diez años remediar esta laguna histórica hasta que Rosalind Krauss curó y escribió L’amour fou [El amor loco] (Washington, Corcoran Gallery, 1985) y estableció la centralidad de la fotografía en los proyectos surrealistas.

[3] Como muestra de la atención europea volcada a los escritos de Greenberg hacia finales del siglo XX y principios del XXI, véanse T.J. Clark, “Clement Greenberg’s Theory of Art”, en Critical Inquiry, N° 9 (septiembre de 1982); Yve-Alain Bois, “Whose Formalism?”, en Art Bulletin, N° 78 (marzo de 1996); Benjamin H.D. Buchloh, “Cold War Constructivism”, en Serge Gilbaut, ed., Reconstructing Modernism (Cambridge, MA, MIT Press, 1986); Thierry de Duve, Clement Greenberg: Between the Lines (Chicago, University of Chicago Press, 2010); Serge Guilbaut, How New York Stole the Idea of Modern Art (Chicago, University of Chicago Press, 1983); Charles Harrison y Trish Evans, “Conversation with Greenberg”, una entrevista en tres partes, en Art Monthly, N° 73, 74 y 75 (febrero, marzo y abril de 1984); y Karlheinz Lüdeking, “Modernismus oder Barbarei: Karlheinz Lüdeking sprach mit Clement Greenberg”, en Kunstforum, N° 125 (1994).

[4] Un ejemplo de una innovación importante en la cultura visual crítica de Europa fue Obra abierta de Umberto Eco, publicada en 1962. Otro ejemplo, más tardío y no menos crucial en su compromiso explícito con las prácticas artísticas visuales, fueron los escritos de Roland Barthes.

[5] Por supuesto, el número de críticos y de posturas diferenciadas creció en la medida en que evolucionó la producción artística en los años sesenta, lo que exigió su correspondiente comentario crítico. Sin embargo, y de manera paradójica, este crecimiento no podía garantizar que la viabilidad de los métodos de la crítica también se desarrollara y reforzara. Por contraste, con la diversificación e incremento de la aleatorización liberal de las prácticas estéticas, la ascendente indiferencia y la irrelevancia de la crítica se solidificaron, por lo que llegaron al fin a su conclusión climática en la formación de la “industria artística” de las últimas dos décadas, en las que la crítica se ha vuelto claramente obsoleta y carente de propósito. Véase Benjamin H.D. Buchloh, “Farewell to an Identity”, en Artforum, vol. 51 N° 4 (diciembre de 2012).

[6] Véase Leo Steinberg, “Contemporary Art and the Plight of Its Public” (1960 / 1962) [hay traducción al español: “El arte contemporáneo y la incomodidad del público”, en Otra Parte, N° 2 (otoño de 2004)] así como “Jasper Johns: The First Seven Years of his Art” (1962) y, sobre todo, “Other Criteria” (1968), en Other Criteria, pp. 3-16, 17-54 y 55-91. Cuando estaban casi patológicamente interiorizados los legados críticos, surgió otro factor importante que nos obliga a disputar la viabilidad de la práctica del crítico: no todos tuvieron éxito al transitar de forma convincente del modelo hegemónico de pensamiento y escritura crítica de Greenberg como lo hizo Rosalind Krauss. Por ejemplo, el esfuerzo tenaz de Charles Harrison con tal de que se dejara de venerar a Greenberg en Londres era de una complicación aún mayor, e irremediable, debido a una tradición formalista angloamericana que conectaba el Bloomsbury de Roger Fry con la Tenth Street de Greenberg. Harrison defendió y propagó el legado de Greenberg incluso después de que dos generaciones de artistas del arte pop y el minimalismo demostraron con creces que los términos y conceptos —por no hablar de los relatos y los registros históricos— del formalismo de Greenberg eran absolutamente deficientes desde un principio. Véase Harrison y Evans, “Conversation with Greenberg”, en Art Monthly, N° 73, 74 y 75 (febrero, marzo y abril de 1984).

[7] Susan Sontag, Against Interpretation (Nueva York, Farrar, Straus and Giroux, 1966), pp. 8-10. Entre las muchas traducciones españolas de este volumen, se puede citar Contra la interpretación y otros ensayos, en traducción de Horacio Vázquez Rial (Barcelona, Seix Barral, 1984).

[8] La edición que cita el original es la siguiente: Lucy Lippard, Six Years: The Dematerialization of the Art Object from 1966 to 1972 (Nueva York, Praeger, 1973, p. 263). En traducción de María Luz Rodríguez Olivares se puede encontrar bajo el título Seis años: la desmaterialización del objeto artístico de 1966 a 1972 (Madrid, Ediciones Akal, 2004).

[9] Véase Northrop Frye, Anatomy of Criticism (Princeton, Princeton University Press, 1957). Existe una traducción española de Edison Simons: Anatomía de la crítica (Caracas, Monte Ávila, 1977).

[10] Rosalind Krauss, The Optical Unconscious (Cambridge, MA: MIT Press, 1993).

[11] Marcel Duchamp, “The Creative Act,” en Robert Lebel, ed., Marcel Duchamp (Nueva York, Grove, 1959), pp.  77-78. Una traducción española de “El acto creativo” se puede encontrar en los Escritos de Marcel Duchamp, edición de José Jiménez (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012).

3 Jul, 2025
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