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Peter Brook (1925-2022). Notas para una elegía

DISCUSIÓN

Hay algunas verdades repetidas como mantras en clases, ensayos y charlas por quienes estamos de alguna manera involucrados en las artes escénicas: “una obra de teatro es juego”, “se necesita al menos un actor/una actriz y un/a espectador/a para que haya hecho teatral”, “la singularidad del arte del teatro es su condición fugaz o no permanente”, “en el teatro, público y actores son parte de un ritual compartido”. Podríamos rastrear y debatir variadas fuentes para esta serie de axiomas: teóricos y artistas como Craig, Artaud, Meyerhold, Stanislavsky; Jarry y las vanguardias históricas en general; dramaturgos como Beckett y Brecht; el psicoanálisis (Winnicott, sobre todo); pensadores como Nietzsche y Huizinga. Hay, sin embargo, un importante e indiscutible catalizador y multiplicador de esa suerte de saber consensuado o sentido común del teatro contemporáneo: El espacio vacío, de Peter Brook. Este ensayo de 1968 impulsó el teatro en su búsqueda de indagar su especificidad ante los embates de esa poderosa, avasallante usina narrativa que es el cine.

Su padre fue un menchevique de Letonia que, estudiante de ciencias en París y luego en Lieja, decidió no volver a Rusia una vez terminada la Primera Guerra Mundial. Bryk era el apellido que en Francia se convirtió en Brouck y, al ingresar a Inglaterra, la policía de frontera decidió que fuera el Brook que conocemos. Los detalles de esta historia están mejor narrados en esa exquisita compilación de fragmentos autobiográficos titulada Hilos de tiempo. El cosmopolitismo y la pasión por las lenguas que heredó de su familia fueron sin duda constitutivos de la singularidad de Brook como director, experimentador escénico y teórico apasionado. Ese cosmopolitismo lo llevó de Londres a París, también a Nueva York, y a realizar experiencias en Argelia, Nigeria, Afganistán, India. Fue un graduado de Oxford que no se instaló en los confortables claustros, un estudioso de la obra de Shakespeare y joven director en la Royal Shakespeare Company que, cuando estuvo en Stratford-upon-Avon, formó un grupo de investigación con Charles Marowitz llamado Teatro de la Crueldad. El espíritu de búsqueda y desafío de las vanguardias artísticas se recicla y renueva en los años sesenta y setenta del siglo XX en las neovanguardias y Brook fue parte de esa avanzada.

Recuerdo el impacto que me produjo, cuando era estudiante de teatro, el relato y comentario en El espacio vacío— de una versión teatral de Crimen y castigo realizada en una buhardilla por un grupo, que Brook presenció en Hamburgo después de la Segunda Guerra. Las reflexiones minuciosas sobre el arte teatral, que articula a partir de sus experiencias como director de obras de Shakespeare, Chéjov, John Arden o Jean Genet, confluyen acaso en esta certeza potente y democrática: el “teatro vivo” —ese que conmociona, exalta, atrapa, perturba, hace pensar, regocija— se produce en momentos, en fragmentos y puede suceder en cualquier espacio escénico, en ese encuentro único y un poco misterioso entre un elenco y un público. Como testimonian algunas deliciosas anécdotas de Provocaciones e Hilos de tiempo, la dimensión material y económica es parte relevante del asunto, pero no garantiza nada.

También en su autobiografía, Brook cuenta que su primer amor fue el cine y no el teatro. Muy joven, dirigió en Oxford una película amateur; luego se volcó al teatro, básicamente porque allí tuvo oportunidades, pero su vínculo con el cine continuó. En este rincón del mundo y para mi generación, Brook es también los videocasettes que circulaban de sus películas: Moderato cantabile (con Jeanne Moreau y Jean-Paul Belmondo), adaptación de la novela de Marguerite Duras, o la extraordinaria El señor de las moscas, sobre la novela de William Golding. Además, realizó películas notables a partir de algunas de sus obras (no son filmaciones de las puestas, sino piezas cinematográficas autónomas): Marat/Sade o Rey Lear, por ejemplo.

Como resultado de sus viajes a la India y en sociedad con el dramaturgo y legendario guionista (de películas de Buñuel, Louis Malle, Milos Forman, Schlöndorff y más) Jean-Claude Carrière, Brook dirigió una obra teatral sobre el Mahabharata, el texto épico indio. En cuanto a los socios, para ponderar tanto sus espectáculos como sus textos sobre arte y técnica del teatro no se puede dejar de mencionar a algunos actores y actrices con quienes trabajó: John Gielgud, Helen Mirren, Laurence Olivier, Paul Scofield, Natasha Parry (esposa de Brook), Irene Worth, entre tantos y tantas. “Cuando trabajamos juntos, descubrí que la etapa más importante era el periodo inmediatamente anterior al debut, cuando yo tenía que ayudarlo sin miramientos a descartar el noventa por ciento de su material”, afirma en Provocaciones sobre su colaboración con el enorme Gielgud.

En Buenos Aires pudimos ver varios de sus montajes de la última etapa, realizados originalmente en el Bouffes du Nord, teatro que fundó y dirigió por varias décadas: The Man Who…, basada en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, del neurólogo y escritor Oliver Sacks, Warum Warum, y su versión de La flauta mágica. Unas semanas atrás, murió Peter Brook en París a sus 97 años. Fue una figura fundamental, casi mítica, del teatro del siglo XX y, quizás, en su diverso y formidable legado se puedan discernir algunos de los surcos por los que transita el teatro del siglo XXI.

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