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Un pianista impensado en los dominios del Grammy

DISCUSIÓN

Mientras la gala del Oscar siempre concita un interés global —prácticamente ninguna película premiada quedará ajena al circuito de las salas comerciales del mundo entero—, el menos glamoroso Grammy nos resulta menos interesante en cuanto a su predicamento más allá de Estados Unidos. Secciones como “Mejor canción/actuación de gospel” o “Mejor solista de country” son inventarios de americanidad sonora demasiado locales para generar un genuino interés por fuera de sus respectivas comunidades artísticas.

Obviamente, los premios principales siempre son noticia internacional. ¿Quién no conoce a la multipremiada Beyoncé, o a la cansina Bonnie Raitt, aunque sus nombres difícilmente figuren en discotecas y playlists lejanas a la geografía norteamericana? Si por un lado los Grammy Awards se postulan, en contraste con los Billboard Music Awards o los American Music Awards, como independientes de los guarismos de ventas, lo cierto es que no están ajenos a la confusión entre masividad y valor estético. Quizá esta confusión devenida tensión sea un significativo signo de los tiempos.

Paralelamente a la gala de febrero, desde el año 2000 la Latin Recording Academy entrega en el mes de noviembre unos Grammys “latinos”, acaso en respuesta al reclamo legítimo de los millones de hispanoparlantes que viven en suelo estadounidense y que no se ven contenidos en el premio originario. Pero esto no ha eliminado las categorías “latinas” del Grammy de febrero, una suerte de cupo de latinidad. Desde una perspectiva decolonial, estas inclusiones con cuentagotas pueden resultar sintomáticas de un sistema que clasifica, segmenta y domina. Desde una visión más estratégica, en cambio, muchos se preguntan por qué renunciar a la posibilidad de hacerse oír en un escenario de alcance mundial, si al fin y al cabo la música se produce y graba con el propósito de llegar a determinadas franjas del mercado cultural.

Si el año pasado Fito Páez, con La conquista del espacio, y Bajofondo (Santaolalla mediante), con Aura, se llevaron sendas estatuillas con forma de gramófono (no deja de ser enternecedor que la Academia Nacional de Artes y Ciencias de la Grabación de Estados Unidos no renuncie al símbolo de un soporte sonoro fenecido), este año las cosas en Los Ángeles no salieron del todo bien para los argentinos que estaban en carrera. Páez cayó derrotado frente a la española Rosalía en la categoría “Mejor álbum de rock latino”, y el bandoneonista Juan Pablo Jofré no logró imponerse en “Mejor compendio clásico”. Pero cuando todo parecía indicar que la Argentina se quedaría sin representación exitosa en la 65ª edición de los afamados premios, apareció el nombre de Leo Genovese.

Sonrisa zen, cabellera indómita, una camisa dashiki colorida más un eventual gorro a la Joe Zawinul: su look se asemeja un poco al de Kamasi Washington, pero en clave más despojada, menos estentórea. Por lo pronto, no se viste con los trajes corte italiano que prefieren los intérpretes del neo bebop, toda una definición de homología vestimentaria. ¿Quién es este joven con dedos brujos que parece haber nacido virtuoso? La prensa de espectáculos saturó Google para saber de quién se trataba. Allí encontró datos para una narrativa atrayente: de Venado Tuerto a Nueva York; de la pampa gringa a los reductos jazzísticos de la Gran Manzana. Un asteroide escapado de los radares, por más que venga haciendo suficientes méritos desde hace algunos años.

Si nos atenemos a los clisés que suelen imperar en los dominios del Grammy, cabe reconocer que Genovese se impuso en la categoría menos pensada para un argentino: la de “Mejor solo de jazz improvisado”. No en la de “Mejor álbum de jazz latino”, ni en los casilleros por los que Santaolalla se mueve con comodidad. Menos aún en el ranking del “otro Grammy”, el diseñado para quienes enarbolan sus raíces culturales al sur del Río Bravo. Sorpresa: Genovese triunfó en una especialidad a la que sólo se puede acceder con un alto grado de integración a una escena históricamente constituida por músicos estadounidenses, o músicos inmigrantes de larga práctica en Estados Unidos. Enrique “Mono” Villegas, que a finales de la década de 1950 vio truncada su carrera en Nueva York por negarse a grabar para la Columbia un disco con temas de Ernesto Lecuona, hoy aplaudiría gustoso el talento cosmopolita de Genovese.

Desde luego, esta no es la primera vez que un músico argentino de jazz se lleva un Grammy. Lalo Schifrin encabeza el lote con comodidad, desde que en 1965 compuso The Cat, y más tarde la extraordinaria Jazz Suite on Mass Text —con flauta solista del Paul Horn—, ambas obras consideradas “Mejor composición de jazz” en sus respectivas ediciones. (Obviamente, la música de Mission: Imposible también fue premiada, pero por fuera de los rubros jazzísticos). En 1974, Gato Barbieri sumó un gramófono por la banda sonora de Último tango en París. Luego, tras un impasse de varios años, el arreglador Jorge Calandrelli (cuatro premios en su haber) recolocó a la Argentina en el sismógrafo del jazz internacional, si bien desde un lugar un tanto tangencial al género (“Mejores arreglos instrumentales acompañando a un vocalista”: en este caso, el gran Tony Bennett).

Leo Genovese ha sido distinguido por su vibrante intervención en “Endangered Species”, un tema de veintidós minutos compuesto por Wayne Shorter y tomado del disco del cuarteto del genial saxofonista titulado Live at the Detroit Jazz Festival (Candid Records, 2022). El grupo se completa con la contrabajista, compositora y cantante Esperanza Spalding y la baterista y compositora Terry Lyne Carrington, esta última ganadora, a su vez, en la categoría de “Mejor álbum de jazz instrumental” con New Standards v. 1. Si bien el cuarteto que Shorter lideraba en 2017 abordaba la mecánica tema/solo de un modo muy libre, en el minuto 12:10, tras un falso final, el saxofonista despejó la trama sonora para que Genovese se destacara. Y Leo se destacó, sobre una armonía elusiva y un carácter rapsódico, en feroces contrapuntos a los que enseguida se sumó el saxo soprano. Por supuesto, el pianista continuó tocando de manera notable en el resto del tema, y en el resto del álbum. ¿Dónde empieza y dónde termina un solo? Quizá esta pregunta, implícita en todo el concierto de Detroit, no haya sido debidamente atendida por el jurado del Grammy. Pero esto es lo de menos. Lo que realmente importa es que, por las mejores razones posibles, el nombre de Leo Genovese ha sido noticia en estos días.

 

La breve historia de aquel concierto de 2017 resulta ejemplar de cómo suelen darse las cosas en el mundo del jazz, reino de lo imprevisto devenido arte. Genovese se sumó de manera ocasional al cuarteto en reemplazo de la fallecida Geri Allen. El desafío no podía ser mayor: la música de Shorter es compleja, y Allen, así como antes Danilo Pérez, era una pianista extraordinaria que entendía a la perfección los caminos propuestos por el ex integrante del quinteto de Miles Davis. Tras algunos años junto a Esperanza Spalding y un reconocimiento sotto voce en la competitiva escena del jazz neoyorquino, Genovese se capacitó para este y cualquier otro reto en el mundo de la música de improvisación.

Ya sea en sus discos y actuaciones con el trío argentino que completan Mariano Otero en contrabajo y Sergio Verdinelli en batería (Sin tiempo y Ritmos del agua, ears & eyes, 2020 y 2021), en su original Piano Tuerto (Twintin Records, 2021), o como invitado en algunos discos de las nuevas generaciones del jazz argentino (por ejemplo, en Ya es hora de Leonardo Piantino, ;e(m)r, 2018), Genovese es un caso testigo de cierta tendencia en el jazz actual a inculcar una gestualidad vanguardista en las tradiciones más acendradas del género. “En vez de rigurosas oposiciones binarias y de facciones enfrentadas”, escribió un tiempo atrás el crítico Nate Chinen en su análisis del jazz en el siglo XXI, “lo que tenemos delante ahora es un embrollo de alineamientos contingentes”. Chinen no estaba pensando en Genovese cuando escribió su texto. Seguramente lo hará en futuras reediciones del libro.

Dúctil y al mismo tiempo inconfundiblemente personal, Genovese (Venado Tuerto, 1979) se radicó en Estados Unidos en 2001. Como tantos, estudió en el Berklee College of Music. Como tantos —la comunidad de jazzmen argentinos en Norteamérica es bastante amplia y meritoria—, confió la parte más sustantiva de su educación musical a las oportunidades de tocar con grandes maestros del jazz. Al poco tiempo, ya era dueño de un estilo punzante y caudaloso, quizá más próximo al de Cecil Taylor que al de Bill Evans. Su enfoque “libre” de la armonía y la forma trasciende el mainstream jazzístico sin negarlo del todo. Esto puede darse tanto en el disco Ritual (577 Records, 2022) como en su participación en álbumes y conciertos de George Garzone, Joe Lovano o David Liebman, entre otros notables.

Su manera de moverse por el mundo de la música contrasta con aquellas historias de solistas y compositores que un día decidieron irse de la Argentina para volver muchos años más tarde, ya consagrados o no tanto. Hoy las fronteras son más permeables que antes, nadie quema las naves, nadie se va para siempre. Ni regresa para quedarse. La vida en tránsito parece ser la modalidad imperante. Como Oscar Feldman o Guillermo Klein, Genovese se desplaza fluidamente entre el aquí y el allá. Podemos encontrarlo en Bebop Club de Buenos Aires con el trío Sin Tiempo y una semana más tarde en el club Smalls de Manhattan al lado del saxofonista David Liebman. En cuanto a géneros musicales, su clara pertenencia al mundo del jazz no le ha impedido colaborar con el Residente René Pérez ni con la coplera Mariana Carrizo. Así como los saberes específicos circulan más libremente que antes, quienes los poseen también se mueven sin fijar domicilio definitivo.

Al mismo tiempo que expresa auténtico interés en conocer y explorar las raíces culturales argentinas (su composición “Luna en Nueva York”, por caso, es en rigor una zamba), Genovese no necesariamente piensa su música en términos de representatividad nacional o regional. ¿Es aquel un debate ya superado? Desde luego, hay otras maneras de participar del gran concierto del jazz en el mundo. En 2020, Emilio Solla, mendocino radicado en Nueva York, ganó el Latin Grammy por su bello disco Puertos, Music for International Waters en la categoría “Mejor álbum de jazz latino”. En 2016, en el mismo escenario, Gato Barbieri había recibido un premio a su formidable trayectoria. El Grammy que acaba de distinguir a Genovese no parece inscribirse en esa línea de exploración latinoamericanista. Tampoco deberíamos pensar el reconocimiento sólo como un merecido premio individual: quizá estemos ante el síntoma de un cambio en los modos de articular nacionalidad y jazz (territorio y música) en la cultura del siglo XXI. En este sentido, que otro de los nominados a la categoría “Mejor solo de jazz improvisado” haya sido la saxofonista chilena Melissa Aldana es un dato que vendría a reforzar esta hipótesis.

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