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Suele decirse que Alejandra Pizarnik selló su profecía autocumplida con cincuenta pastillas de seconal. Según sus biógrafas, en “Sacha” —nombre con el que firmó algunos de sus últimos escritos— resuenan ecos de leyenda rusa sobre joyeros del zar. Suponen que Pizarnik, sometida por propia voluntad a pulir palabras como piedras preciosas, fabuló un origen noble combinando la procedencia familiar y la profesión de su padre, dedicado a la venta ambulante de bijouterie. Si fuera cierta, la fantasía hiperbólica le daría una pátina de parodia a la solemnidad de la terrible condena. Diccionarios. Pequeño ensayo ilustrado hilvana una serie de especulaciones que tienen el mismo tono. Como quien se ríe de sí mismo mientras llora, Eduardo Muslip presagia: “El destino de mi vinculación con la lengua será ese, voy a estar incomunicado y mirando las palabras como un cofre con joyas y también porquerías”.
Coartada para la metarreflexión literaria, el tema elegido se presta para indagar los conflictos y las perplejidades del acto de escribir. Igual que Pizarnik y tantos otros, Muslip identifica el trabajo de la escritura con el castigo de Sísifo: “Arrastro las mismas piedras subiendo una loma, se sueltan y vuelvo a tratar de subirlas”. Un Sísifo de la precisión semántica, “virtud deseable y difícil de alcanzar”, en guerra con su temperamento inconstante. Proclive a la errancia y el devaneo, recurre a enciclopedias y diccionarios, herramientas fundamentales de la profesión, para conjurar sus malos hábitos. Pero también por (de)formación profesional no se limita a usarlos, sino que los investiga y sueña con ellos. Un breve recorrido por la historia del género, de las viejas ediciones suntuosas a la virtualidad —temida, pero cuya potencia de ficción y de relato también resultan estimulantes—, el ensayo erotiza la dimensión sensible del sentido y milita la idea de que la escritura toca literalmente sus objetos: “Repito diccionario físico y siento que no hablo de otra cosa que de los cuerpos hermosos y frágiles de mis amantes”. Como demanda de contacto, el deseo es potencia de transformación: interviene “con la voz y con el dedo” creando nuevos órdenes y nuevos lenguajes.
Escrito en clave autobiográfica —marca de identidad del catálogo de la reciente editorial Objetos Personales—, el Pequeño ensayo participa de la novela de aprendizaje que, al tratarse de un escritor, involucra su autofiguración autoral. Desde la infancia, rumiada una y otra vez en la narrativa muslipiana, los diccionarios ofrecen refugio dentro de una casa opresiva “en la que no se podía respirar” y son una alternativa frente a una familia entrometida pero desinteresada con la que nunca supo cómo lidiar. No sorprende que prefiera mimetizarse con sus léxicos y decir que, en realidad, los libros eran sus verdaderos primos. A diferencia de Pizarnik, Muslip abraza ese linaje de clase media que se despliega lejos del prestigio de la Enciclopedia Británica, entre fascículos sueltos de Lo sé todo y Maravillas del saber.
Imprescindibles para el escritor en formación, los diccionarios representan la búsqueda cartesiana de un método eficaz de trabajo que permita recuperar el tiempo perdido. Además de claridad y distinción (“El diccionario siempre es preciso. […] Nunca dice vaguedades”), proponen modelos con los que el ensayista fantasea no sin cierto rechazo: Pierre Larousse y María Moliner, dos esforzados y tenaces lexicógrafos que desglosaron el español con disciplina científica, explicando la vida de las palabras como un entomólogo disecciona un insecto. Diccionarios, en cambio, reivindica otras formas de saber en las que “las palabras aparecen por sorpresa, como un animalito que de golpe se lo ve cruzar en la ruta”. Entre quejas y lamentos, el ensayo apuesta por un “avistaje” que no renuncie ni al juego ni al vuelo, tal vez porque sólo en contacto con lo abierto, como Rilke lo llamaba, es posible inventar tropos. Si el lenguaje fue creado para simplificar lo complejo y fijar identidades, eso que llamamos literatura busca exactamente lo contrario: traducir lo caótico y lo contradictorio a través de figuras capaces de capturar fugazmente la metamorfosis acelerada de la lengua: “Las palabras en el diccionario no están muertas como las mariposas a las que se les clava un alfiler: viven en el presente, tienen la típica inmovilidad absoluta del insecto pero pueden ponerse en acción en cualquier momento, siempre un poco inesperadamente, como si lo decidieran ellas más que uno”.
Y sin embargo protesta: “Mi relación con el conocimiento se estableció con los diccionarios, las enciclopedias y con el recurso de la fantasía. Así nunca iba a llegar a ningún lado. Muchos datos sueltos, un camino errático entre páginas y escenas fantaseadas”. Etólogo de palabras en su entorno natural, Muslip avanza asediado por el fantasma de la incomunicación, némesis de todo diccionario. ¿Qué podría ser más terrible para un escritor que no poder despertar en la escritura las sensaciones dormidas en las palabras? ¿Cómo transmitir el hojaldre de sentidos amasados por la lengua en cada uno de sus términos? La clave quizás no sea saquear las arcas del thesaurus sino despilfarrar las joyas. O mezclarlas con porquerías y ver qué pasa. Habrá que perderse en corredores que parecen no conducir a ningún lado. Habrá que entregarse sin certezas ni cálculos, parece decirnos Muslip, y dejar que el lenguaje haga su propio trabajo.
Eduardo Muslip, Diccionarios. Pequeño ensayo ilustrado, Objetos Personales, 2025, 108 págs.
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