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Heather Christle es poeta, pero este libro no es de poesía, sino uno de esos que cuesta clasificar. Si bien tiene aspectos que se suelen asociar a lo poético, sobre todo en su carácter fragmentario, no es eso antes que nada; es también un libro que informa y que se nota informado, y se percibe demasiado conversado, demasiado habitado por voces ajenas como para ubicarlo sin más en el estante de la autoteoría. Dos experiencias atraviesan la narrativa de esta investigación sobre el llanto: el duelo por un amigo y la nueva maternidad de Christle; el fin y el principio de la vida. Alimentándose de materiales muy diversos —poemas y papers, observaciones cotidianas, reflexiones lingüísticas y confesiones íntimas—, indaga en distintos aspectos de este fenómeno tan corriente como misterioso: sus posibles funciones evolutivas, sus vectores de género y raza, sus poderes de desahogo o de comunicación.
Todo el mundo llora. Lloramos a solas y acompañados, lloramos de tristeza y de alegría, de dolor de muelas y de dolor de alma, incluso, últimamente, de dolor país. Lloramos de emoción o —como en el meme— porque se nos metió algo en el ojo; esas son las lágrimas de irritación física que, observa extrañada Christle, son químicamente distintas de las otras. La dimensión física, corporal, incluso animal del llanto es una preocupación constante del libro, lo que en última instancia lo distingue de un libro sobre el duelo. Pero también es innegablemente un libro sobre la tristeza: las lágrimas de felicidad no ocupan en él un lugar muy destacado.
“En general lloro más de lo que escribo sobre llorar. Y eso al principio me parecía triste, pero luego —como si me hiciera un salvavidas con un trozo de iceberg— decido que es divertido”. Este pasaje captura bien el espíritu con que Christle se acerca a sus lágrimas; su deseo de “no pretender dominar lo que me lleva a las lágrimas ni tampoco abandonarme por completo a ellas”. Es fácil bastardear a la tristeza y a las lágrimas: primero porque se sienten mal, pero también porque ese guion devaluador forma parte de nuestros modos establecidos de sentir y de interpretar y juzgar los sentimientos. Por cierto, estos argumentos ganaron fuerza en los momentos de tristeza y desorientación política de las últimas semanas, y creo que Christle desconfiaría de ellos, como desconfía cuando señala: “Las lágrimas son una señal de impotencia, un ‘arma de mujer’. Ha sido una guerra muy larga”.
Probablemente el llanto no pueda salvarnos, no al menos como sugería Oliverio Girondo: “Inundar las veredas y los paseos, y salvarnos, a nado, de nuestro llanto”. Christle recoge un dato curioso al respecto: parece que, si todos los habitantes del planeta nos largáramos a llorar al mismo tiempo, aun así no llenaríamos ni el río más corto del mundo; es un cálculo extraño, que impresiona acaso precisamente porque pone en evidencia lo incalculable, la desproporción irremediable de la tristeza. Pero, en fin, seguro que negarnos las lágrimas tampoco ayudaría.
Heather Christle, El libro de las lágrimas, traducción de Magdalena Palmer, Tránsito, 2020, 208 págs.
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