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Uno podría pensar que el libro ajeno es en definitiva el que más nos pertenece, ya que está hecho con el pudoroso deseo de quien confiesa que lo escrito por otros es en realidad aquello que se anhelaba escribir. En todo caso, es algo que no va más allá de la potencia, es algo que se agota en el secreto mejor guardado. Sin embargo, hacer un libro con palabras prestadas tiene algo de gesto oblicuo, ambiguo, cuando no abiertamente deliberado. El sueño de Benjamin, un libro sólo de citas, que derivó en un libro monstruoso e imposible, la originalidad de Carlyle al unir retazos y que no se note, o los libros de Bioy Casares, arruinados por una excesiva pedantería que oscurece la atención lectora pero que también señalan lo evidente por detrás de la estupidez, son ya todo un género. Compelidos por lo fragmentario, condicionados por el ingenio y el humor, los libros de citas, los libros de la lectura, los libros de aquello que otros observaron o de aquello que la observación de uno salvó del marasmo de palabras son, antes que nada, resultado de una sensibilidad muy especial. Edgardo Cozarinsky lo sabe, y en ello radica la belleza de este último que nos entrega en una hermosa edición el sello Vilnius.
Cozarinsky no sólo atiende a lo que lee, sino que con lo que lee y lo que atiende realiza una exposición constelada de su mundo. Quien lea Palabras prestadas no dejará de sentir que, detrás de la aparentemente deliberada decisión de coleccionar ideas de otros, hay una intencionalidad que responde a señalar con ellas el universo particular de obsesiones, temas, acaso procedimientos del ingenio o métodos de la propia estupidez que se desnudan con el disfraz ajeno. Cada página es una atmósfera, cada fragmento una posición asumida, lo que sigue a lo propositivo se desmorona en la negatividad de la contradicción que emerge luego de un pequeño salto de espacio. Hay algo de álbum de imágenes, pero en palabras; hay algo de herbolario secreto, pero en nervaduras propias del ritmo que Cozarinsky ha cuidado con esmero. De Viet Thanh Nguyen (“cómo uno puede llamar juventud a su propia juventud si no la desperdicia”) al admirado Wilcock (“mi sombra era la sombra de un joven / yo también soy la sombra de un joven”) y al mismo Cozarinsky, que se cita in progress: “estamos buscando, los dos, volver a ser esas personas que imaginamos haber sido alguna vez”. ¿Qué conexión secreta, más allá de lo meramente semántico, une estos fragmentos? La afinidad es una forma del amor, tal vez la más secreta, ya que en los objetos encuentra un reino, y en el gusto, la relación recíproca que recorta los fragmentos enamorados de su propia falta. Como si a la escritura le faltara algo, o estuviese construida sobre el vértigo de lo que falta, Cozarinsky piensa una especie de ensayo de la afinidad. No se trata entonces de acumular, sino de reunir, pero tampoco de subordinar la naturaleza de lo extraño en esa reunión. Se trata, en todo caso, de buscar en lo leído lo que salva el futuro de lo escrito, o como señala Hebe Uhart: “al escribir tiene que haber un momento de vacilación”. La vacilación es entonces la unidad de lo disperso, lo que medita entre sombras y claridades de otros que ya se han vuelto propias.
Del mismo modo que en sus películas, que apelan a fragmentos de otros fragmentos, sucesos que se interceptan y se cortan, para luego retomarse, no sólo en el mismo film, sino en otros, tiempo después y en aparentes temáticas disímiles, la lógica de Palabras prestadas juega con el poder de imágenes a medio borrar —un acierto de edición en su portada que las duplica, juega con el sentir romántico de una totalidad que cabe en una minucia—. En definitiva, se vale del préstamo que es robo en la circulación de las citas que hacen a una moneda de nuestra economía sentimental.
Edgardo Cozarinsky, Palabras prestadas, Vilnius, 2023, 68 págs.
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