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Conozco dos caminos occidentales para fabricar discursos. Los alemanes (aunque no sólo) conciben una gran obra, construcción volumétrica cada uno de cuyos elementos sostiene a los restantes. Es la estrategia de la Summa, o la edificación de una catedral gótica. Va de Aquino a Kant, de Marx a Slôterdijk. La otra vía, francesa pero no únicamente, concibe cada obra como parte de un dibujo que surge por adición de trozos: teje un gobelino y trama, por ejemplo, la Encyclopédie, mapa del primer pensamiento moderno europeo.
La obra de François Jullien urde su tapiz buscando explicar la alteridad de la tradición que surgió en Grecia y se extendió a Europa. El “otro” que elige es China, sin parecida raíz lingüística ni cruces culturales. Libro tras libro muestra que su incursión en Oriente es sólo un détour (rodeo) cuando no su retour (retorno) a una lógica que, en contraste con la china, en Jullien se rige por pares de opuestos. China “da que pensar”, sí. Pero en su caso, tal vez sólo lo occidental. Porque, a pesar suyo, Yin y Yang de ninguna forma son “opuestos”, sino complementarios. ¿Captó Jullien que decisivos procedimientos de la cultura china buscan abolir la dualidad (taoísmo, zen, medicinas de fuerzas interactuando)? En lo que a dualismo se refiere, la China, en Jullien, es sólo la China de Jullien, la que él ha “construido” como punto de vista (dicho en respetuoso sentido bourdieusiano).
Pese a todo, importa frecuentar a Jullien. Nos entrena en buscar (aunque sea en su marco) el conjunto del que cada detalle forma parte. Este ejercicio enseña cómo se anudan las escenas, se piensan sus secuencias o se mueven las figuras en la trama. Cada libro o capítulo es una joya cuyo engarce sólo al final revela la totalidad buscada, como en un huevo de Fabergé. Eso, si queremos entender su sistema.
¿Pero si preferimos no leer la Enciclopedia de corrido? Entonces, igual que haríamos con cualquier enciclopedia, nos queda espigar tesoros, perlas y trouvailles, azuzados por nuestra curiosidad autónoma. Es lo que ofrece esta obra bellamente traducida. Lo capta “quien sabe leer por segunda vez”. Acepto esta invitación del prólogo señalando, y criticando, tres valores.
Proceso. Si constato que persisto viviendo y quiero saber por qué, razona Jullien, la pregunta me lleva a comprender la unidad de una existencia en la cual “lo real” son procesos más que hechos aislados. Mi vida no pinta un destino trazado de antemano y averiguado en tiempo real, sino un transcurso que puedo revisar para vivificarlo. Uno no puede, como Stendhal, matar a sus personajes “cuando ya no había más que hacer”. Para “habitar” su proceso vital la persona tiene que encontrar “una salida más audaz, inventiva”. Jullien propone el concepto de “segunda vida”. Tarea urgente, perentoria. No se dota de los medios conducentes, pero la propuesta sigue siendo válida.
Comienzo. Jullien no acepta elegir entre un presente vivido sin intervalo ni pausa, o apostar por una descansada “vida más allá”. Ninguno de los dos existe. A la manera de Gilles Deleuze, ante la imposibilidad de cualquier “origen” propone buscar el “comienzo” de lo propio, que “proviene de la inmanencia misma de la vida”. Acierta al pleitear en favor de lo que en Oriente llaman “renacer”. La tarea estimula y produce alborozo, el libro lo demuestra. Pero a continuación Jullien detiene tan prometedor inicio y no lleva el argumento a su final: lo que llama “segunda visión” lo reduce a rememoración reflexiva. Su “clarividencia” es sólo razón razonante de hechos que ya pasaron.
Existir. Sin esperar ni desesperar, la tarea del hombre es existir. ¿Significa reformar, mudar, madurar? Se trata de actualizar una “libertad” que consiste en “fisurar” el proceso esperado e introducir el acontecimiento. Esto es cierto y hermoso. Pero no toma en cuenta que “lo que ocurre” ni lo decidimos anticipadamente ni podría auspiciarlo una conciencia autonomizada del mundo, o una voluntad que de modo hercúleo “se mantiene fuera” del proceso mismo. De nuevo empuña armas dualistas para plantear una idea tan fecunda como la lógica de la necesidad. Acierta al plantear que de dicha necesidad surge la posibilidad de “despegar” hacia una “segunda opción”. No se trata en su caso de pensar lo impensado sino, al contrario, de “salir de paseo” por el jardín de las ideas (naturaleza que sin duda es la suya) y “separarse de la competencia adquirida”, a fin de dar un giro “hacia lo más simple, lo más elemental y lo más radical”. Aquí, de nuevo, la promesa de su propuesta se trunca. Cuando plantea un “giro” ineludible el lector queda anhelante. Pero Jullien vincula el suyo a la forma dualista de Heidegger (kehre), en vez de orientarse hacia las unificadoras que tenía más a mano: la de Lucrecio (clinamen) o la de Dôgen (ten). Sorprende que no tome en cuenta estas perspectivas: el romano forma parte de una tradición grecolatina que domina; el japonés andaba muy cerca de “lo chino” y el mismo Jullien quiso acercarse a Japón.
Unas páginas atractivas que hacen vibrar y pensar. Releer sus propuestas en un marco no dualista podría darles una segunda vida, plena de agudeza y potencia.
François Jullien, Una segunda vida, traducción de Silvio Mattoni, El Cuenco de Plata, 2021, 160 págs.
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