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Como los sideshows de los grandes festivales de música o los spin-off de las series de TV, Zama (2017), la película de Lucrecia Martel que recrea la novela de Antonio Di Benedetto de 1956, también tiene ya un par de obras subsidiarias en forma de diarios de rodaje. Diarios del capitán Hipólito Parrilla, de Rafael Spregelburd, se suma a El mono en el remolino (2017), de Selva Almada. En este caso, quien escribe es el propio Parrilla, el personaje interpretado por Spregelburd, líder de la patrulla que sale a la aventura en busca del villano Vicuña Porto. Leemos aquí sus impresiones de viaje ante fronteras espaciales, temporales e identitarias que, progresivamente —tal como lo pide el relato de aventuras y mientras se pudre su brazo picado por una araña—, expanden sus límites hasta resquebrajar toda unidad y coherencia del mundo. Y lo hacen al mismo tiempo que, con ese desorden, muestran de qué se trata esa otra aventura que es hacer cine: una red de piezas sueltas cuya forma final apenas es visible mientras sus participantes la construyen.
Pero esto es literatura. Y Spregelburd refresca la narrativa argentina, más solemne y melancólica, con el aporte de una tonalidad preponderante en su dramaturgia: el humor. Parrilla narra su propia tragedia y hace humor a su pesar cuando registra anacronismos enunciativos: ¿habla el personaje, que se da cuenta de que hay otro que lo hace? ¿el autor, que agrega un epílogo para decir que escribía mientras actuaba? ¿o el actor, que va tomando notas para comprender mejor su papel? Hace humor con los anacronismos temporales cuando se queja en presente del montaje futuro que va a descartar una escena que está actuando (“Si al menos me hubieran dicho que esta escena sería cortada en el montaje me habría ahorrado algo de garra y de penurias”), y con ello no sólo exhibe la intervención posterior del autor, sino que también demuele la ficción del género diario como registro virgen de lo acontecido según la cronología de las entradas y para uno mismo: “no lo creerán”, Parrilla les advierte a sus lectores. También lo hace con los anacronismos perceptivos: el Capitán repara en los “fantasmas” que se mueven detrás de cámara y se desorienta, pero rescata un nuevo léxico y así acusa a todo lo incoherente de estar fantaseado. Lo mismo con los anacronismos lingüísticos, como cuando Parrilla fricciona una suerte de habla del Siglo de Oro español con cierta jerga porteña del siglo XX al despreciar una invitación (“Deben ser fiestas monstruosas, hediondas y sin lentos. Y como si de un asalto se tratara, acto seguido nos enrostran que debíamos procurar nosotros las bebidas”), o al chocar verbos elevados con motivos bajos (“Soy casi incapaz de abrocharme los botones, coger las riendas, blandir el sable, pelar una mentita”).
Si Martel escalonaba algunos planos de su película con acciones o sonidos secundarios que cruzaban la imagen principal y la modificaban por su sola simultaneidad, Spregelburd procede sobre el lenguaje superponiendo lenguas, espacios y tiempos. Con contraste humorístico, exhibe nuestra actualidad —en la que todo está disponible, sin la espera que era lo propio de Zama— y de algún modo la critica, al hacer de Parrilla su víctima.
Rafael Spregelburd, Diarios del capitán Hipólito Parrilla, Entropía, 2018, 133 págs.
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