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Pródiga y meticulosa; dilatadamente episódica aunque jamás pierda su hilo; llena de ideas delirantes o esclarecidas sobre temas de relevancia convencional (el amor, la política, la fe o el universo) y sobre otros en los que tanto lo peculiar como el arnés de verosimilitud que los sostiene resultan asombrosos (desde las detonaciones de los lagos siberianos para extraer esqueletos de mamuts hasta la “esfera de Dyson”); y acaso algo escorada por una línea narrativa de fuerte impronta técnico-musical, El absoluto, tal y como anuncia su contratapa, parece una novela diseñada para deslumbrar. Se despliega en torno a una genealogía y está narrada en tantos libros ―seis― como integrantes de un clan puedan recordarse: Frantisek, Andrei, Esaú y Sebastián Deliuskin, y su mellizo Alexander Scriabin (la digresión que explica el apellido diverso de los hermanos es sensacional). Todos comparten con la narradora un linaje y una condición. Todos, a su modo y en lo suyo, han sido geniales, y este es un rasgo de la estirpe que, además, se extiende hasta el último vástago ―“yo”―, quien se agrega en el libro con el que se cierra la saga. Más allá de los links ilustrativos que un lector enciclopédico pueda establecer a partir de los nombres ciertos o inventados que pueblan la novela ―de Pitágoras a madame Blavatsky, del padre Robert Stierli a Napoleón― y de las inclinaciones artísticas, esotéricas, políticas o imperiales que estos y otros personajes puedan representar, todo anudado en una especie de exoesqueleto artificial que imprime nervio y vigor al movimiento novelesco, El absoluto aparece dotada de un motor interno quizás más efectivo que aquella coraza de erudición. El engranaje madre que le asegura a esta “crónica” una legibilidad pulcra, a la vez que extendida hacia ciertas zonas de placer y asombro, es fruto de una cohesión y una coherencia discursivas sostenidas a lo largo de sus casi seiscientas páginas en un continuo que va enhebrando, una tras otra ―o insertando una adentro de otra―, tramas de mediano o corto plazo, a veces incluso desviadas hacia otras más, casi todas en paisajes tan extraordinarios ―asómense si no a la cárcel donde cae preso Esaú― como funcionales a la ficción. Al final, no obstante, en este marco opulento y rebosante de generosidad narrativa (sí, la suerte de thriller tramado en torno a las anotaciones manuscritas a los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola y el posterior uso revolucionario que se hace de aquel volumen en la Rusia de Lenin se llevan casi todos los laureles), mientras nuestro vocabulario parece airearse producto del extensísimo repertorio del español puesto a trabajar durante toda la historia, mientras la saga bucea y se nutre de teorías y saberes utópicos de una grandilocuencia similar a la de la propia novela, y mientras algún rasgo de su propia genealogía se remonta hasta los patrones borgeanos de la ilustración impostada y las atribuciones erróneas, el total en el que condensa El absoluto gana en eficacia y convencimiento por un margen quizá algo más estrecho del que conseguirían muchos de sus argumentos intermedios.
Daniel Guebel, El absoluto, Random House, 2016, 560 págs.
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