La tensa reunión entre dos hermanas provocada por la aparición de las trazas genéticas del padre desaparecido; un complejo mecanismo de filtrado de aguas y bits cuyo resultado acerca esa noticia forense; un territorio dominado por un intendente que juega a ser monarca; una política pública de reparaciones montada casi como un espectáculo; y Galo y Dalezio, dos personajes de perfil logradísimo y coprotagonismo avanzado, son algunos de los pilares que sostienen esta novela sorprendente. Ambientada en un espacio próximo pero distinto al Delta del Tigre, y en un ¿futuro? incitante que entreteje lazos taimados con nuestra historia y nuestro presente, El Rey del Agua es fruto de una cuidosa alquimia de materiales no tan livianos como esa ambientación fluvial y la presencia y función de lo líquido podrían sugerir. Andrea, una de las hermanas, vive arriba o afuera, entre las islas, “el continente” y el río. Juana, la otra, trabajando en la network y navegando en el fondo de una Internet ilegal. Blanco, el padre, emergerá justo en el punto en que ingeniería informática y agua se crucen para arrojarles un aura: la manifestación genética, como la línea de un lenguaje de programación, de que su cuerpo desaparecido había bajado deshaciéndose por el Delta. Sin embargo, en una ejecución acabada de aquel paradigma que vincula el producto artístico con su capacidad de extrañamiento, los rebotes contra la historia local de esa serie narrativa que entreteje militantes e “Hijos del Delta” nos llegan oblicuos. El Rey del Agua gana fuerza, volumen, color y capacidad sugestiva en el juego sutil de las expectativas y su satisfacción desviada. Refiere de algún modo a nuestra historia —y calca aspectos de nuestra geografía, tal vez—, pero proyecta todo aquello tamizado por el pulso de la imaginación. No hay ningún engaño, no hay ninguna trampa: hay arte narrativo y hay cierta magia. Y así como un efecto de desrealidad trabaja en un plano ancho sobre toda la novela, otros artificios lo hacen al ras de la página. Fragmentación, cortes y continuidades algo dislocadas, y un diccionario fresco para retratar este mundo de municipios en el que Tigre compite en luminosidad con Las Vegas acompasan la alquimia de lo micro y la de lo macro. Al cabo, llegamos al factor X de toda la ecuación: el potente motor de la invención narrativa, eficaz allí donde se trate de la “Ley de Hielo”, de los “equivalentes” perdidos en la redes virtuales o del tan bien llevado paralelismo que enlaza cauce, lecho y los afluentes del río con el flujo de datos y las capas sucesivas de la web. Si en cierta forma El Rey del Agua continúa algo de lo que podía leerse en Pichonas (2014), lo hace en un registro novedoso, con sustento en la intriga, en la invención, en el desarrollo de la trama y en su “territorio líquido”: un vivo rafting novelesco con fuertes picos de intensidad poética y narrativa.
Claudia Aboaf, El Rey del Agua, Alfaguara, 2016, 144 págs.
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