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Como Marianne Moore y su traducción de las Fábulas de La Fontaine, cualquier objeto que gane la atención de Mariana Robles se transforma en el recuerdo de un mundo al cual, tiempo atrás, todo perteneciera, donde todo hubiese encontrado lugar y sentido simplemente para ser. Pero la atención, ese silencioso modo de apropiarse de las cosas —que en ocasiones se parece a una imposible traducción—, sabe también dejar, abandonar, perder lo que ha encontrado. ¿Qué lo trae entonces de regreso —como acaso regresaban esas formas de animales, verdaderos parlanchines, en los versos del Pangolín o el Basilisco emplumado—? He aquí la chispa de la poesía en el poema, el Witz de Schlegel y los románticos alemanes como iluminación del presente; la melancólica ironía del ingenio vuelto teoría del mundo que, en todo buen poeta, puede leerse en versos como estos: “Los cuerpos solidifican / las emociones, las mantienen / en un lugar que se denomina / Gracia Imaginaria”. Desde ese lugar, y habiendo publicado ya más de diez libros, cada uno de ellos postales de un país remoto o epistolarios del sentido más lejano, la poesía de Robles se distingue del resto por el simple hecho de ir con el tiempo no pareciéndose a nada. Tal vez sin saberlo, en ellos cada palabra fue pensada con la divisa de lo que se sustrae, con la reticencia singular a entrelazar aquello que aún no fue nombrado; y tal vez por eso, cada uno de esos libros viene acompañado de dibujos de su autora, quien pinta, borda, esculpe y graba como si así dejara huellas de otro registro: el de la vida secreta de lo que no ha escrito.
En esta ocasión, la visita a un ecléctico museo sirve de excusa para que el poema —siendo el instante en el cual la pasividad y la mirada hacen a la cosa— nos guíe con el ritmo de sus hallazgos, como el museo portátil de Duchamp que en la repetición daba lugar a lo diferente. Jarras, cucharas, vasijas, piedras, minerales, mariposas, cráneos, sombreros y demás objetos nos interrogan porque acaso el poema sea su instante de exposición; el lugar donde una y otra vez se transforman en pregunta: “Una lata marrón oxidada / un vaso de acero / una botella cubierta de mimbre / y otra botella color caramelo / en el fondo dos budineras herrumbradas / más arriba, recipientes de cerámica / una lámpara pequeña y un reloj despertador. / Me pregunto qué hace el tiempo / deteniendo esa dañada línea de producción / justo en el vaivén de la mirada”. A una forma sigue otra forma; irregular, simétrica, pero al fin, registro para la materia inerte que nos rodea. Cada poema entonces busca su origen como única pregunta posible sobre la tierra; cada poema persigue la “voluntad geométrica pero caprichosa / que en lo vacuo inventa / la gracia residual de una ecuación divina”; por eso, cada poema de Mariana Robles puede pensarse como el destello en las vitrinas de lo que ya no puede tocarse, y que sólo vuelve en la versión de lo extinto, para lo cual el arte es su último libro: “Imagino algunas luces que / en el vago estampido de la experiencia / recuerden la primera vez de algo; / la historia del arte, esa invención / de la infancia naciendo en las hojas finales / de una enciclopedia antigua / con el cuerpo desnudo de Dánae / los labios de Van Dyck o el cuello / largo de ave de la virgen en sus desposorios”.
Mariana Robles, La chispa de las cosas, ilustraciones de María José Cabral, Azogue Libros, 2021, 69 págs.
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