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El diálogo cada vez más estrecho que los libros de Sergio Chejfec establecen con el arte contemporáneo no viene a subrayar la fluidez de formatos ni a diluir las especificidades de campo. La apelación a artistas y sus procedimientos de composición procura, ante todo, renovar el andamiaje de formas y alumbrar interrogantes propios de la literatura.
En Últimas noticias sobre la escritura, Chejfec orillaba hipótesis en torno a los modos de restitución de lo aurático en la escritura digital, al tiempo que apuntaba el vínculo cercano que esta última conserva con la inmaterialidad y ambigüedad inmanentes de las palabras. El caso de Mirtha Dermisache venía entonces a ilustrar tanto la ilegibilidad que habita en toda escritura como una paradójica indicación del consumado alejamiento de esta en tanto práctica manual.
Materialización de las aspiraciones de un Henri Michaux que abogaba en favor de “frases sin las palabras, sin los sonidos, sin el sentido”, los trances de escritura asémica de Dermisache habitan el intervalo entre mirar y leer. A diferencia de los ideogramas “abiertos en varias direcciones” de Michaux, en los grafismos de Dermisache se intuye una dirección, sólo que ininteligible. No un mensaje cifrado, sino la cifra de la escritura. Los distintos epítetos con que se ha intentado apresar su escurridiza silueta (desde los tempranos “grado cero de la escritura” y “escritura ilegible” de Edgardo Cozarinsky y Roland Barthes, respectivamente, hasta “caligrafía del sueño” de Arturo Carrera y “braille para videntes” de Eduardo Stupía, entre otros) coinciden en la opacidad de una letra que no transige con la lectura porque mantiene con la escritura un vínculo desviado. Chejfec, en cambio, propone una leve diferencia.
El mes de las moscas es la transliteración de Libro Nº 8: 1970 de Dermisache. La edición de N Direcciones dispone, en las páginas del lado izquierdo, el facsímil del original de la artista, y en las del derecho, la traducción “arbitraria” de Chejfec. El texto de base funciona como un molde o un disparador, o como una restricción sesgada. La traducción, por su parte, respeta las escansiones, se ajusta a los trazos dentados, a los rulos de la sintaxis, y en un intento de ceñirse al movimiento de las ligaduras, agrupa palabras distribuyendo en el texto ripios, atisbos de neologismos, que en lugar de un nuevo sentido van en busca de cierta cadencia. Porque el sentido, se infiere, es un epifenómeno del ritmo. Sea como fuere, la traducción no reproduce ninguna caligrafía manuscrita y emplea en cambio una tipografía digital, aludiendo, en cualquier caso, a un simulacro, o a una traducción al cuadrado.
En el orden del relato, un recorrido por la “enigmática” isla Martín García es la excusa para el despliegue de los motivos, asentados en una calibrada paleta semántica, habituales de Chejfec: la artificialidad del paisaje, lo provisorio de las palabras, el circunloquio que desnaturaliza la costura entre objetos, las inscripción temporal de las ruinas y, en un repliegue del contenido en la forma, el parentesco de los firuletes del vuelo de las moscas con el trazo sinuoso de los grafismos de Dermisache.
Tal vez no sea desatinado conjeturar que, de la yunta entre ambos, Chejfec y Dermisache encuentren, uno, revirtiendo la flecha del tiempo, la manera de hacerse con la promesa extemporánea de cierta presencia aurática, y otra, una voz que no desmerezca el centelleo de la indecisión.
Mirtha Dermisache y Sergio Chejfec, Libro Nº 8: 1970. El mes de las moscas, N direcciones, 2019, sin numeración de páginas.
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