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Hay un trabajo cuidado en la poesía que consiste en plegar imágenes sobre imágenes una y otra vez, como si cada poema fuera un cuadro y el poeta no fuera otra cosa más que un pintor. ¿Cómo se combinan los materiales? ¿Las proporciones del espacio se proyectan de qué manera en la imaginación? ¿Habitamos el espacio que hemos edificado con nuestras mentes o habitamos otro espacio, más sensible, una zona o una provincia que circunda la ausencia? Son épocas oscuras, quizá para los poetas todas las épocas son épocas oscuras, no sé, incluso cuando hablamos de tradiciones remanidas hasta el cansancio. Leandro Llull, en tiempos sombríos, recupera la palabra para alumbrar y para alambrar con una lumbre singular aquello que toca con su propia voz.
Para Mario Levrero todo lo que existe en el universo tiene un fin, un único destino: convertirse en literatura. Desde la perspectiva del poeta la escritura no trabaja con un cuaderno, más bien es un cuaderno de campo en sí misma en el que se delimitan geografía, espacios y se trazan fronteras entre el mundo interior y el mundo exterior.
La luz termina por ser un milagro que acontece en el momento en que las zonas reconocidas y ya transitadas por nosotros se desdibujan. En ese momento el resplandor del poeta nos convoca, pero no desde un lugar común, si no uno a uno, una a una, casi como en secreto y con palabras fragmentadas que se modifican a medida que se trasladan de uno a otro, como si alguien nos dijera aquello que necesitamos escuchar en este preciso instante.
La claridad y la distancia son sinónimos de intensidad, cada elemento estaría equilibrado hasta el punto de que si uno solo de ellos se mueve el universo entero desaparecería. En “Paisaje con árboles verdes – M. Denis”, leemos: “El bosque con árboles como de pasta / verde sobre / verde caen a tono y unas rosas mar /chando. Nadie sabe a dónde van, de dónde vienen. / De pronto una se aparta, cuenta un secreto, abre las alas y el color habla por todas”. En este sentido sólo existe aquello que encuentra su correlato en la materia del mundo, digo: yo imagino una pintura porque entiendo que existe y me preexiste un paisaje real, yo escribo un poema porque entiendo que existe y me preexiste una emoción de la que apenas puedo decir, hablar ya como si cada pensamiento y cada idea formal se hubiesen transformado en un sentimiento diáfano, inocente y a la vez luminoso.
Los límites en estos poemas marcan una apertura, un camino silencioso para recorrer más adelante y nos invitan a releer en retrospectiva una obra que adquiere dimensión año tras año.
¿No son los afectos los que vendrían a reconfigurar el mapa de nuestras vidas? ¿Por qué sería así? ¿No hay en cualquier escritura un otro sensible que termina por releernos como si nos conociera de toda la vida, en esta y en cualquier otra vida que podamos imaginar? ¿Y para ellos escribimos entonces?
Versos que son nubes, nubes cuyas formas se multiplican hasta desvanecerse por completo en el vacío de nuestra visión, copos de nieves cayendo en formas únicas como si fuera la primera nevada del mundo, la escritura lleva la velocidad demorada de los astros cuando se alinean para completar una vuelta alrededor de la galaxia. ¿De dónde viene esta luz? ¿No la vieron antes los astrónomos? Y si así fue, ¿por qué aún cada vez que hay un relámpago temblamos como si fuese la primera vez que escuchamos la distorsionada voz de una civilización apagándose? Porque en la oscuridad florecemos quizá, como en esos versos maravillosos de Wendell Berry, y cantamos con esperanza.
La poesía ahora sería apenas una llama flameando a la intemperie de las estaciones, que luego será una llamarada y más adelante quién sabe: “Nieve amontonada en esta esquina. Ninguna huella / perdura sobre su capa, ninguna marca que asuma un / nombre. Pero los bordes, sus hendiduras, su fuego verde…”. Lo que sí: hay un portador del fuego, alguien que sostiene la luz y evita que termine cayendo a este lado donde están ustedes y estoy yo, y que viene para acompañarnos a transitar la oscuridad de manera furtiva como si ya todo se hubiese resuelto desde hace tiempo.
Leandro Llull nos lleva a escuchar y nos invita a escribir con un ánimo casi primitivo, digamos: reaccionamos a estos poemas así como reaccionamos a las luces que nos encandilan cuando viajamos en plena noche, es la oscuridad en su plenitud, la música de los bosques, las lecciones entramadas en un ideograma que no conocemos qué significa, y sin embargo completamos la grafía como si supiéramos el tema, dónde ir, de qué hablar. Y así.
Leandro Llull, Otra luz, Bardos, 2023, 182 pág.
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