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A mediados de la década de 2000 la Argentina amaneció cubierta de nieve en su totalidad. El poeta Arturo Carrera, junto con su hija Ana, tomó una cámara digital y fue a Plaza de Mayo a retratar ese acontecimiento. La suerte quiso que los registros de ese día se perdieran, se borraran en su paso de la ausencia a la imagen en el mundo de la fantasmática digital. Con el tiempo, ese día regresó en una serie de poemas a la nieve perdida que aparecieron en el librito Fastos. Desde ahí pienso que existe una nieve-walser, hecha de huellas al pasar, una nieve-bonnefoy, que más que nieve es una meditación sobre ella, y, desde ya, una nieve-carrera, que es un regreso al acontecimiento a través de la poesía.
Picnolepsia es otra forma de perder algo, forma que se condice con el poema, que acaso sea la “epilepsia” del espacio-tiempo en esos “pliegues abstractos en los que suelen entramparse fácilmente los niños”. Pero también, quien pierde algo de ese modo lo recupera de otro, acaso como poema-relato. En el camino de libros anteriores, que podríamos definir como libros-exploración, este nuevo libro de Carrera recupera un acontecimiento del pasado, narra, cuenta, expone una visita a la nieve, en compañía del siempre querido Sergio Chejfec, pero acaso también teorice lo que la poesía puede frente a ello y para ello, una vez que, del hecho concreto, ya no quede nada. Por eso un motivo es la excusa de su extrañamiento, y un encuentro de escritores en Bariloche lo contado que se vuelve fábula. Pero para que la fábula vuelva creíble lo maravilloso —el rapto sufrido por Chejfec a manos de una familia de ratones que vive en un tronco del bosque de arrayanes— es necesaria la serie de irradiaciones que la poesía produce, ante todo, como esas leves ondas de distinción que, luego de caída la nieve, aparecen sobre la superficie de lo aparentemente igual.
Ahí está entonces el paisaje, acaso la verdadera lengua que la poesía de Carrera mejor habla: “miro la nieve; temo la cercanía de un sueño que en esta superficie / me muestre su profundidad, sus voces. / Sin embargo, el paisaje es este abecedario diferente”; también, la representación del poeta, suerte de escritura del yo que desde los libros de los años ochenta Carrera adelantara como promesa del lugar poético futuro: “sí, insisto en escribir todo: ¿qué / me queda?”; y a la vez, para que la poesía no sea sólo eso, ahí está la presencia de una modernidad clásica con la que se lee aquello que se escribe, y que puede sacar del mejor Deleuze lector de Lucrecio una evanescencia de la materia poética con la que pensar el poema: “Solo la felicidad los reúne, y otra vez, / la frecuencia de las circunstancias y la nada material que divide en / apariencia / nieve y cenizas. // La felicidad anula / como si el yo fuera el azar. // Pero su fuerza me desvía de todo lo visible y de todo / lo que invisible aún, / esta tarde me invade”.
Poeta del rapto que se vuelve sorpresa, de cierta voluptuosidad que por momentos es sensual mesura, Carrera en esta ocasión vuelve sobre lo ya escrito, esa suerte de poética en la que cada estrato es la presunción de un porvenir incierto: “Pero siempre soy la palabra / que no adviene todavía”; y, sin embargo, en el pensamiento de la poesía hay lugar para la cercanía de lo concreto, como el mítico Llao-Llao adonde se celebra el encuentro de escritores: “¿Qué es un hotel sino el lugar donde podemos obtener, / casi como una sustancia, el tiempo de una vida? / Y aquí en el Llao-Llao, / en los jardines donde están las dos sustancias tan a mano: la ceniza, el sílex que es el tiempo eterno, / y la nieve, que es lo efímero, su fugacidad”. Como no podía ser de otro modo, la atención del poeta sigue intacta.
Arturo Carrera, Picnolepsia, N Direcciones, 2023, 24 págs.
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