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La poesía puede ser, entre otras cosas, un modo de dar testimonio, no sólo de una vida particular sino de toda una época: unas imágenes, unos contextos, los avatares de la vida del pensamiento y los mundos de sentido o las estructuras de sentimiento. Si la obra abarca casi cincuenta años de escritura y la posición de quien escribe no hace concesiones, ese testimonio puede ser feroz en su modo de dar con la verdad. Así este libro de Aulicino.
A lo largo de sus páginas se puede observar una poética que insiste en su cruce entre la alta cultura y lo cotidiano. Los legados de los escritores y los filósofos, que muchas veces toman la palabra para plantearse como monólogos dramáticos, las ideas que se aluden (y esto es tan amplio que puede ir desde Juan L. Ortiz a Platón, de Hegel a Hobsbawn, pasando por Balzac y Homero) van unidos a un pormenorizado dar cuenta de la sociedad industrial como paisaje del deterioro: los metales que se oxidan, las aguas que se contaminan, los cielos que se enrarecen, la materia en su desgaste y su rotura.
La mirada, siempre distanciada, evalúa, en cada caso, lo que hay y lo que queda, lo que puede todavía erigirse como posibilidad (no se puede decir promesa ni esperanza) y lo que se ha perdido. La lucidez de la visión hiere el ojo del intelecto. A medida que la época avanza, la mirada es más aguda y las posibilidades merman. Así, la caída del muro, el avance de lo tardío del capitalismo y la civilización globalizada hacen del poema ese lugar cada vez más difícil, donde el coqueteo juvenil con la nada se vuelve la certeza del hombre maduro que fuma en pipa, medita y escribe.
Esta lectura de los trayectos de la política y la filosofía es también una lectura de la literatura: el sujeto juega a probarse personalidades de distintos tiempos y estéticas, lee, reescribe, inventa; cuando arrima la figura histórica al presente, hace crítica literaria, filosófica y política, acierta.
Entonces vuelve el río como imagen. El río y otros poemas es central en el libro, en tanto las escrituras-reescrituras del río permiten leer, como corrientes, afluentes, sonidos y ecos, la historia del siglo XX (“El siglo no huele y está podrido / murió temprano”, dice, y también “ni el capitalismo ni el liberalismo nos cambiaron”), los estados emocionales asociados a sus momentos (“y de este modo la pasamos bomba mientras agonizan / todos los viejos propósitos”); también repasa la literatura y la poesía argentinas, para remansar en una poética de lo que queda: “y cambiar el nombre de las cosas, dijo / y ver que el nombre no hace falta, ni Pocitos ni La Boca /, excepto como memoria de lo creado”.
Lo creado, y lo legado, es lo que resiste a lo impetuoso de las corrientes, para decir la palabra que sea testimonio de lo vivido. Sobre el poema recae, entonces, esa tarea que es todo y es nada: el logro de la imagen que condensa una experiencia y nos dice como sujeto colectivo, en tanto lo vivido es como “flecos sueltos, como pedazos de una tela, / alas o restos de un pensamiento que vivió, / que estaba vivo como un pez, / que nos golpeaba”.
Jorge Aulicino, Poesía reunida 2020/1974, Ediciones en Danza, 2020, 871 págs.
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