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Hay una tesis esbozada en el inicio de la última novela de Fabián Casas: “Cuando se llega a la mitad de la vida el tiempo lineal deja de existir”. Hacia el final de Titanes del coco, esa afirmación se revela procedimiento literario. El narrador declara que el sentido no se logra por la linealidad sino por la “observación de las constelaciones, por los bloques de significación flotantes”. Así, la tesis ya no es sobre la vida sino sobre el relato: “La linealidad es la perdición de la narración”. Esas “constelaciones” (una fiesta en una terraza que sólo se puede pisar descalzo, un preceptor que encanta alumnos y arma una cofradía diabólica, una banda enloquecida que practica alpinismo urbano, la redacción de un diario como escenario de intrigas y complicidades, episodios de la vida del ya conocido Chumpitaz) son pequeñas historias que se tocan e integran, se cruzan como hilos independientes que arman nudos narrativos y después se deshilachan, mientras forjan un entramado irregular cuyo resultado es la confirmación de la proposición inicial: lo que parecía arriba se muestra abajo y algunos recuerdos suceden en el futuro.
Casas vuelve a manejar con maestría algunos motivos que le dan entidad y consistencia a su poética: los discos, canciones y grandes bandas de rock de los años setenta que forjan una mirada del mundo de algunos de sus personajes; la originalidad para titular capítulos (“Kiss contra los fantasmas I y II”, “La civilización malla”); la precisión para asignar apodos (El mozo prosecretario, Lord Gin, La roca, Tony Camarero o Vascolet); y un estilo llano que en el camino suelta grandes frases como “hasta que la mente nos separe”, “la hora en que al travesti le crece la barba” o “hasta que empezó el parpadeo del amanecer”.
En tanto busca recrear la simultaneidad funcional de una galaxia, Titanes del coco no sólo narra las aventuras de un grupo de amigos mientras dura su estadía conjunta en la redacción del diario (con algún eco del Diario de la Argentina, de Jorge Asís), sino que además incrusta breves relatos y pequeños ensayos (¿ensayos bonsái, como los que escribe el propio Casas?) que podrían también funcionar de manera independiente. La voz que habla —la de Andrés Stella, narrador y protagonista— se desordena en la alternancia de primera y tercera persona de acuerdo con el contenido y con el momento de lo narrado, pero también utiliza la segunda para dirigirse al lector o a sí mismo, en constantes interrupciones que apelan al distanciamiento y a la observación (“esto lo sé ahora, pero en ese momento lo estoy comprobando”) para dejar constancia de que la escritura es un procedimiento que sigue determinadas estrategias de construcción y no mero realismo.
De esta manera, los tiempos posibles también dejan lugar a los mundos posibles, y el salto fantástico que le permite a El Sereno viajar a Marte no es un anacronismo sino una puerta abierta por el modo en que está estructurado el relato.
En el camino hacia la simultaneidad, estos “titanes” rinden tributo al registro heroico pero invariablemente, después de haberse mantenido en pie por medio de tranquilizantes varios y otros vicios más o menos amables a costa de sus propias cabezas (“cocos”), terminan por caer.
Fabián Casas, Titanes del coco, Emecé, 2015, 224 págs.
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