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Compuesto por cincuenta y seis poemas y dividido en tres partes (“Diez respuestas verdaderas a preguntas ficticias”, “Lo imperfecto es nuestro paraíso” y la epónima “Traducción de la ruta”), el nuevo libro de Laura Wittner profundiza y a la vez amplía el espectro de su obra.
Decimos profundiza en tanto la luminosidad tonal y la limpidez de las imágenes se llevan a un plano intensísimo, como en “El origen”, donde la escena se desprende de la infancia y se vuelve palabra sin tiempo en la hélice del recuerdo: “en la bañera y en cuclillas / ver el chorro que cae / sobre el molino de juguete: / plástico que gira a la velocidad / de los diez o doce años de una infancia”. Y decimos amplía porque Traducción de la ruta, concentrando las zonas y miradas de libros anteriores, genera un nuevo plasma en el que se funden y arborecen la familia, el viaje, la lectura, la escritura, la intimidad y el deseo, “como abanicos / de horas en los que cada hora / se abre en abanico”.
Así, el gesto que se desprende de la voz pareciera indicar que el móvil de la existencia consiste en encontrar, dentro de la trama ciega y farragosa de la experiencia, figuras, constelaciones a través del verso; es decir, escritura. En lo próximo, en lo doméstico, los poemas irán delineando momentos, sensaciones y vínculos para rescatar eso que nos transita en su curso torrentoso y que habitualmente llamamos “una vida”, al reparar en los hijos, en las parejas, en los padres y las madres, y también en las cosas, en la efervescente presencia vivificada de un limón sobre la palma: “Es algo tan perfecto de agarrar. / ¿Esto ya lo sabía? ¿Me acordaba? / Miren mi mano: se ahueca espontánea / y no queda nada en ella que no sea / limón: lo fresco, lo rugoso, el peso, / el perfume terrible, la acidez. / No hay distancia entre la mano y el limón. / Significan lo mismo por un rato”.
A la vez, esas figuras descubiertas y salvadas se conforman en voces que creamos y guardamos, registros de los otros en nosotros mismos, como en el poema “Ma”: “¿Tiene semillas? / ¿Tiene espinas? / ¿Cuánto miedo / da el alfiler en el hilván? / ¿Hasta cuándo una madre / debe, para sus hijos, disolver / los obstáculos, las calcificaciones / de incertidumbre, de frío, la molestia / en el mapa, en el zapato, la arruga / de la media y el temor en general, / la ansiedad única, privada / y la otra / que nos envuelve a todos?”.
En otro plano, el viaje se instala como eje sinuoso del libro y lo atraviesa suscitando la desnudez del yo y de quienes lo comparten con él, como si el desplazamiento permitiera un espejo en el que vernos despojados, verdaderos y sin la carga de la identidad asignada por la pertenencia: “Y a 2000 metros / si te asomaras / verías bosques diagonales / una serie de múltiples verdes / que se entrecruzan y se arrojan en picada / y forman valles / y no estarías tan segura / de si aquello del fondo / son picos nevados / nubes / o tu propia idea / de lo que es / ser feliz”. De ese modo, el viajar, el extranjerizarse importan la otra clave de la existencia: moverse, con el ser, desechando lo opaco, para encontrar la centella de la vida: “Todos los momentos de dolor son el descarte. / Venimos por lo otro. / Por el destello ocasional. / Los momentos de dolor / son el descarte”.
Podríamos arriesgar que en este libro de Wittner lo cotidiano cataliza la experiencia del tiempo, y el viaje, la del espacio; coordenadas que transitan unidas por el hilo de una voz ya acendrada y radiante que las penetra y las funde como a esas ramas del ylang ylang: “sin saber / qué era hoja / y qué flor”.
Laura Wittner, Traducción de la ruta, Gog & Magog, 2020, 80 págs.
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