Otra Parte es un buscador de sorpresas de la cultura
más fiable que Google, Instagram, Youtube, Twitter o Spotify.
Lleva veinte años haciendo crítica, no quiere venderte nada y es gratis.
Apoyanos.
Stephen Dixon, que a lo largo de su obra construyó un territorio narrativo anclado en la repetición como forma de exorcismo, lleva en esta novela ese gesto un paso más allá: no se trata de volver sobre los mismos temas —el duelo, la memoria, la culpa, la incomunicación—, sino de insistir cuando todo ha dejado de significar. Porque, y esta es la diferencia radical con el resto de su obra, Cartas a Kevin no está acicateada por el drama de la pérdida, sino por la certeza de lo absurdo. Si en novelas como Interestatal o Gould el lector se enfrentaba a voces obstinadas, infatigables en su verborrea, narradores compulsivos que giran alrededor de los hechos como si no pudieran desprenderse de ellos, en Cartas a Kevin algo cambia; el centro de gravedad ya no es el recuerdo o el duelo, sino el sinsentido mismo; y el relato, en lugar de orbitar alrededor de un evento, se enrosca sobre el vacío.
El libro es, como su título indica, una serie de cartas dirigidas a un tal Kevin. Pero eso es apenas la excusa. Kevin no contesta nunca. No tiene que hacerlo, porque lo que importa no es el diálogo, sino el bucle. Rudy —escritor solitario, más cerca del final que del principio— escribe para sostener algo que no sabe si todavía existe. Cuenta lo mismo varias veces, corrige, vuelve atrás, se contradice, se interrumpe. Escribir no le sirve para aclarar nada. Le sirve para seguir hablando. O peor: para seguir escuchándose.
Algunas cartas son breves, otras son del tamaño de un día entero. Algunas no tienen pies ni cabeza, otras son recuentos exhaustivos de cada cosa que no sucedió. Los mismos hechos se repiten, se corrigen, se reformulan, se desdicen. El contenido de los mensajes (a menudo triviales, minuciosos hasta lo patológico) es superfluo: lo que importa no es lo que Rudy dice, sino que diga algo. De ahí que lo que está en juego no es una historia, sino la posibilidad de sostener una voz, aunque sea en el vacío.
Dixon, que escribía como quien escucha una voz —una sola, intraducible, incesante—, convirtió el tartamudeo interior, la errancia del pensamiento, la duda, la repetición, la corrección sobre la marcha, en método. Por eso en casi toda su obra la materia narrativa no son los hechos, sino los residuos del pensamiento: la cháchara, las interferencias, el ruido del yo. De tal manera, el autor reproduce con notable eficacia —mérito del traductor, en este caso— una cadencia mental: Rudy no narra tanto como piensa en voz alta. Un personaje recuerda haber visto a una mujer en el pasillo y pasa tres páginas enteras debatiéndose entre si efectivamente ya lo había contado antes, si debería volver a mencionarlo o si es mejor dejarlo pasar. La novela se escribe —literalmente— en ese intervalo.
Lo que empieza como una escena mínimamente trágica —la del hombre solo que no logra contactar a su amigo— se convierte, por acumulación, en un disparate metódico. Rudy, por ejemplo, dedica una carta entera a contarle a Kevin que vio un charco en la vereda que se parecía, por su forma, a un pato muerto. Lo describe con detalle. Luego se interrumpe: no, no era un pato, era más como una garza. Pero no, más tarde recuerda que lo pisó, así que no podía ser ni un pato ni una garza. Era agua. Sólo agua. Le pide disculpas por el malentendido y aclara que a su edad a veces las formas lo engañan. A la carta siguiente, retoma el tema: dice que el charco ya se evaporó. Lo lamenta, porque tenía la intención de fotografiarlo y enviárselo. El libro avanza así, a golpes de olvido, repeticiones inútiles y una lógica que no responde a ninguna progresión narrativa, pero sí a una mecánica obstinada de desvíos.
Dixon se aleja parcialmente del tono más grave, más lacerante de Interestatal o Frog, dos de sus obras mayores. Hay en esta novela una especie de humor que asoma por entre las junturas de la tristeza. Un humor absurdo —deudor no de Kafka, sino más bien de Lewis Caroll—, lo cual coloca el disparate en primer plano y envuelve la materia narrada en una comicidad suspendida, sin goznes, que se torna en este caso monótona y hasta inconducente. Es justamente ahí —en la negativa a ofrecer motivaciones, cauces dramáticos o un trabajo sobre el verosímil— donde Cartas a Kevin se separa —no siempre para bien— del resto del corpus dixoniano. En Historias tardías, en las ya mencionadas Gould e Interestatal, los personajes trajinan los rulos de la neurosis a partir de eventos traumáticos o dilemas morales. Hay una tensión subterránea, aunque se diluya en las digresiones. En Cartas a Kevin, esa tensión ha desaparecido. No hay acontecimiento que desencadene el relato, tampoco una memoria que lo justifique. No hay conflicto más allá del fracaso sistemático de cada intento de decir. La novela, así, no gira en torno a un hecho: es el residuo de un hecho que nunca tuvo lugar.
Rudy escribe como quien mueve los labios en sueños: el acto ya no está conectado con ninguna expectativa. Cada carta es menos necesaria que la anterior. Cada intento de comunicación es más redundante, más absurdo, más desligado del mundo que supuestamente debería responderle. Y, sin embargo, él insiste. No porque espere respuesta, ni porque tenga algo nuevo que decir, sino porque —en una región que ya no es del sentido sino del puro automatismo— la escritura le permite mantener vivo el vínculo con el otro, con el afuera, aunque ese afuera no responda ni se manifieste. Escribe porque ese acto es, todavía, una manera de posponer el silencio.
Stephen Dixon, Cartas a Kevin, traducción de Ariel Dilon, Eterna Cadencia, 2024, 216 págs.
Si se consagrara al nombre “Gertrude Stein” la fe nominalista que ordena la poética de la propia Gertrude Stein, es decir, el fundamento y el mantra (que...
Sigrid Nunez publicó seis novelas antes de El amigo, la gran novela con la que, en 2018, a los sesenta y siete años, logró combinar prestigio (ganó...
Recluida en su casa de Amherst, enfundada en vestidos blancos, entre jardines mentales y la compañía intermitente de la muerte, Emily Dickinson produjo una de las obras...
Send this to friend