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Cuando escribió Tejiendo agua, su novela de juventud extrema, concebida entre los diecisiete y los diecinueve años, Leopoldo Brizuela ya sabía que el exceso es un motor de búsqueda tan legítimo como cualquier otro. Puede también que no haya necesitado saber. Quizás en la inexperiencia —entendida como ausencia, no como falta— estuvo el impulso y desde el impulso prosperó la abundancia como una segunda naturaleza, y así escribir mucho fue lisa y llanamente escribir.
Nada que dispensar: Tejiendo agua se alimenta de una morosidad sistemática y autoconsciente. “La desgracia de este pueblo es que todo parece a punto de reventar, pero no revienta nunca, y cada uno de nosotros supone que ya nunca lo hará”, se lamenta un personaje. Esa textura indecisa, rumiante hasta la exasperación, se deriva de la precariedad de la coyuntura. Más allá de las euforias eventuales de la primavera democrática, el trasfondo de los años ochenta —la publicación original data de 1985, Premio Fortabat mediante— obligaba todavía a una avenencia cotidiana con los ecos oscuros de la década anterior, lo que es igual a decir que nada estaba muy consolidado ni nadie podía sentirse a salvo por completo.
En la Comala sureña de Brizuela, los murmullos crecen hasta volverse gritos cargados en el viento. El epicentro es un hotel pulido por la sal; frente a él pasa la calle que conduce a los lupanares y por ella va llegando la familia dueña de los mejores campos de alrededor. Cada integrante arriba por su cuenta, remolcando séquitos y rencores. El coronel Benavídez, patriarca a quien ya le pasó el otoño, se encierra enseguida, al cuidado del cabo Morales, mientras en la distancia se eriza una guerra de perfil difuso, excusa para el recobro de la virilidad extinguida. De la mujer del militar se encarga Muriel, sirvienta con un pasado difícil, y también están los dos hijos consentidos, Andrés y Lucio, que se esquivan el uno al otro tanto como pueden.
La estructura coral les da la palabra a todos y después la prolonga a parroquianos diversos y familiares de aparición tardía, porque la palabra —que no suscita diálogos, sino que apenas sirve para abultar monólogos— es el único campo donde el elenco todavía puede desplegar batalla. Las jerarquías fluctúan, se subvierten y se reordenan: el cabo contra el coronel, Muriel contra la señora, el cabo contra Muriel y viceversa, Andrés contra sí mismo, Lucio contra nadie. El sentimiento dominante es un odio incómodo sobre cuyo sustrato la borrasca se vierte. Si pensamos en Inglaterra. Una fábula y los otros poliedros que Brizuela despachó durante las décadas posteriores —hasta su muerte temprana en 2019—, la demasía de Tejiendo agua abreva en una exploración casi más espiritual que tópica, parecida a la de un torrente que descarta cuencas posibles mientras va dragando una nueva y exclusiva, acoplada a sus propios mandatos, donde la profusión futura pueda reinar sin diques.
Leopoldo Brizuela, Tejiendo agua, La Parte Maldita, 2024, 456 págs.
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