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He tardado mucho en escribir esta reseña. Quizá demasiado. Leí La hora violeta hace más de seis meses, antes incluso de que saliera a la venta. Sufrí con cada una de sus páginas. Y al final no pude reprimir el llanto y el desconsuelo. El estado de tristeza me duró varias semanas y prácticamente me ha tenido apartado del libro todo este tiempo. No he tenido el coraje de volver a abrirlo ni a reflexionar sobre él. Y es que hay en La hora violeta algo que excede la literatura, una experiencia, una verdad terrible que hace trizas el lenguaje y rompe cualquier posibilidad de acercamiento crítico al libro: la pérdida de aquello que más se ama, la muerte del hijo.
El libro se encuadra dentro de la tradición de la literatura de duelo. Una tradición que, aunque nunca se ha ido del todo –el lamento por la pérdida de lo amado está en los orígenes de la literatura–, en los últimos años parece haber vuelto con fuerza. Ejemplos de esto los encontramos en algunos textos de Marcos Giralt Torrente, Héctor Abad Faciolince, Lolita Bosch, Eduardo Laporte, Rosa Montero, Francisco Goldman o Joan Didion, autores que, de un modo u otro, han intentado dar cuenta de la pérdida del ser amado. Los padres, la pareja, los hermanos… pero muy pocos son los que hablan de la muerte del hijo –tan sólo Noches azules (2011), de Didion, o Mortal y rosa (1975), de Francisco Umbral–. Después de todo –y esta es una de las cuestiones que se encuentran en el principio de La hora violeta–, mientras que en el lenguaje hay palabras para el que pierde a sus padres o a su pareja –“huérfano”, “viudo”–, no hay ninguna para nombrar a los padres que pierden a sus hijos. El propio lenguaje está imposibilitado para nombrar esta tragedia de la existencia. En cierto modo, el libro de Sergio del Molino es un intento de dar respuesta a esta pregunta, de solucionar esta falta de nombre. Y lo hace a través del intento de llevarlo todo al lenguaje. Por eso el hijo aquí tiene nombre, Pablo. Un nombre que no cesa de repetirse. Porque en la novela todos tienen nombre, como si hubiese una necesidad constante de constituir lingüísticamente la experiencia de la pérdida. O mejor, de constituir la memoria. Porque más que un libro de lamento, es un libro de memoria. No tanto un texto sobre el dolor de los padres tras la muerte del hijo, sino sobre el proceso en que ese dolor imposible de asumir se ha gestado. La muerte queda fuera de campo. Nunca se ve del todo. Porque la muerte es obscena. Y esta novela no lo es.
Poseen, es cierto, los libros de duelo una extraña cualidad. Es difícil juzgarlos, reseñarlos, incluso criticarlos, porque hay en ellos una verdad que quiebra el posicionamiento crítico. Un excedente, una mancha de lo real, que cuestiona el análisis neutro y objetivo. En realidad, si uno lo piensa bien, libros como La hora violeta ponen contra las cuerdas a la crítica y muestran su debilidad a la hora de dar cuenta de la verdad de lo humano. Cuestionan sobre todo la supuesta objetividad y neutralidad del análisis y hacen emerger el sujeto doliente que hay debajo del lector crítico. Quizá ese sea también un modo de leer críticamente un libro, desde la afectividad y la empatía.
Sergio del Molino, La hora violeta, Mondadori, 2013, 208 págs.
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