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¿Qué cosas son ciertas en literatura? ¿Cómo se juega la verdad en una obra literaria? Y más precisamente: ¿qué cosas son ciertas en un poema? Y, por otro lado: ¿qué cosas son ciertas en los discursos que se aseguran no literarios? Muchas preguntas y bastantes respuestas, pero en principio hay dos que se imponen: la más escolar dirá que ficción y realidad son dos ámbitos bien diferenciados por un conjunto de reglas excelentemente dispuestas en un cuadernillo; la otra, más relacionada con la vida y con la práctica concreta de la literatura, caminará a paso inseguro por una línea difusa donde nunca se sabe, ni se quiere saber, qué es lo cierto y, mejor aún, donde lo mensurable como real está bastante más cerca de ser el producto imaginario de alguna entidad caprichosa.
Pero en poesía esta idea romántica de la indefinición por momentos cae y prima una verdad descarnada, abierta, casi un tajo. Todo lo que se dice en poesía es cierto. Puede haber máscaras, sí, se puede vendar el tajo, pero lo que se dice es cierto. No es real, es cierto. Pero ¿con qué se relaciona esa certeza? También hay varias respuestas. Para algunos poetas, lo cierto está relacionado con la materialidad cotidiana, los objetos, la lengua popular; para otros, lo cierto puede ser una causa, y el poema, una herramienta puesta al servicio de transmitir y defender una idea; para otros todavía una emoción que el poema cataliza, una verdad que es necesario plasmar porque horada. Da la sensación de que Blanca Varela no pertenece a ninguno de estos casos de manera total. Recuerda a esos poetas para quienes lo cierto está relacionado con la creación de una lengua, de una jerga personal a través de la cual poder comunicarse con la deidad, sea lo que eso sea. Algo así como una médium, una mística que logra el éxtasis en el idioma.
En relación con esto, se podría decir que la peruana Blanca Varela es una poeta religiosa. Y, en este sentido, habría que bucear por las diversas etimologías de la palabra religión. Por un lado, en el sentido de volver a ligar, pero ¿volver a ligar qué? La palabra con lo desconocido. Entonces un oxímoron: lo cierto es lo que no se conoce, a lo que no se llega a través de una lengua funcional, útil, comunicativa. Pero también, sería bueno rescatar la etimología que propone Agamben para la palabra religión: relectura.
Dice el italiano: “El término religio no deriva, según una etimología tan insípida como inexacta, de religare (lo que liga y une lo humano y lo divino), sino de relegere, que indica la actitud de escrúpulo y de atención que debe imprimirse a las relaciones con los dioses, la inquieta vacilación (el ‘releer’) ante las formas ―las fórmulas― que es preciso observar para respetar la separación entre lo sagrado y lo profano. Religio no es lo que une a los hombres y a los dioses, sino lo que vela para mantenerlos separados, distintos unos de otros. A la religión no se oponen, por lo tanto, la incredulidad y la indiferencia respecto de lo divino sino la ‘negligencia’, es decir una actitud libre y ‘distraída’ ―esto es, desligada de la religio de las normas― frente a las cosas y a su uso, a las formas de la separación y a su sentido. Profanar significa abrir la posibilidad de una forma especial de negligencia, que ignora la separación o, sobre todo, hace de ella un uso particular”. Acá se abre otra posibilidad, donde se puede buscar una acepción crítica de la etimología de religión uno da con otro término que bulle perfectamente en Varela: la profanación. ¿Se puede ser religiosa y profana al mismo tiempo? ¿Quiere construir una lengua para hablar con la deidad o lo que hace es ignorar lo divino y construir una lengua que sea su propia diosa? Usualmente, donde vamos a buscar lo cierto, la cuestión se empantana y los caminos se cruzan. Quedará en manos de los lectores decidir o, simplemente, no hacerlo.
La materialidad de este libro es carnal y carnívora. En Varela la carne juega un rol central: carne y deidad marcan el paso de este libro múltiple que, por momentos, despliega un lirismo lacerante y, por momentos, esclarece con una simpleza muy concreta. Se palpa en la carne de este libro un catálogo de modulaciones: las modulaciones de una voz que nunca queda del todo construida y que, en su precariedad, construye la certeza de eso que los más tajantes llaman voz. Pero en este punto es siempre bueno recordar esos versos de Irene Gruss que expresan: “Nunca digan que poseo una voz / particular, nunca mi garganta plagió tanto / al borde de ese río”. En el caso de Blanca la voz modula precaria al borde del mar, donde se construye algo que por momentos nos podríamos arriesgar a llamar barroco o mejor neoarenoso, pero mejor no ensayar tantas nomenclaturas y dejarse pendular por las olas de estos versos. Cuerdas vocales humedecidas en sal marina.
Entonces, carne y ángel se combinan para darle forma a la obra completa de una autora clave en el panorama de la poesía latinoamericana: clave para entender y disfrutar las derivas poéticas del siglo XX, pero clave también para ensayar en la actualidad voces dislocadas que se atrevan a la mezcla, al desborde, a la síntesis, a la comunicación con lo divino, pero también a su negación, una negación que está afincada en la siguiente fe: hacer del lenguaje un dios tan cierto como falible.
Blanca Varela, Las cosas que digo son ciertas. Obra completa 1949-2000, Caleta Olivia-Gog & Magog, 2023, 260 págs.
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