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Si afirmara que Mandíbula es una novela de género o de clase, podría incurrir en varias polisemias y tampoco haría justicia a un texto extraordinario, que debería trascender cualquier encasillamiento: con género me refiero tanto al de terror como al femenino, pues todas las voces de esta inquietante narración son mujeres; la clase es el escenario escolar pero también el estrato social, tan determinante a la hora de modelar cualquier futuro.
En esta Bildungsroman macabra las mujeres son formadas desde niñas para estar encerradas en los papeles asfixiantes que una sociedad patriarcal y codificada exige de ellas: la madre, la esposa, la buena burguesa, la niña ejemplar. Ese ambiente enfermizo y opresivo propicia que la transgresión se convierta en norma y el deseo de liberación se acabe manifestando en forma de trastornos obsesivos, que no hacen sino perpetuar otros arquetipos femeninos tocados por la misma perturbación e igual delirio, y que pueden ser la monja, la caníbal, la sumisa o la mismísima Sherezade. Así hay en Mandíbula un destino que se presenta tan inexorablemente como la muerte, pese a los vanos intentos institucionales de proteger a las clases más altas de una vida que muerde, y sucede que ni los ritos ni los dioses normativos impuestos en las estrictas escuelas del Opus desaparecen, sino que más bien se transforman en otras deidades inventadas que tratan de responder a miedos más íntimos y personales, manifestados a través de liturgias secretas en las que se exploran hasta el estremecimiento los cuerpos y las mentes torturadas, sus pulsiones, repulsiones y represiones.
Pero lo que plantea Ojeda en Mandíbula no es el mero registro del secuestro de una alumna a manos de una maestra que ya había sido previamente raptada por sus pupilas, ni el relato de las ceremonias de iniciación en la edad adulta de un grupo de nínfulas (o perversas polimorfas) que ensayan la sexualidad y el dolor; porque la autora se las arregla para enriquecer la narración con una sugerente aproximación teórica a la literatura del miedo, y perfectamente imbricadas en la trama se suceden referencias continuas y agudas reflexiones acerca de las diferencias entre Poe y Lovecraft, el canon cinematográfico de terror o un alud de personajes de la cultura popular, que empiezan en el mito y la narración oral y acaban en las historias virales difundidas en la red: no faltan la cabaña en el bosque ni el recuerdo de Norman Bates. El mismo título, que evoca el mordisco vampírico tanto como el tiburón de Spielberg (porque Mandíbulas es el nombre original del film sobre el escualo), se convierte en metáfora del ansia devoradora de la madre siguiendo el imaginario lacaniano: “Es estar dentro de la boca de un cocodrilo, eso es la madre”. Para que esa ambición autoconsciente de totalidad no obstaculice la construcción literaria, se precisa de una maestría que la escritora cumple con creces, ya que, además de administrar el suspense, la inquietud y la polifonía de puntos de vista merced a una arquitectura modélica y a un uso atinadísimo de los recursos literarios, utiliza el lenguaje de forma rica y poética, sabiendo sugerir lo innombrable y lo monstruoso a partir de una prosa exuberante en la que la palabra tiene tanto valor como la elipsis y los silencios: hay que decir que, tras la estupenda Nefando (2016), Ojeda ha vuelto a entregar una obra mayor.
Mónica Ojeda, Mandíbula, Candaya, 2018, 288 págs.
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