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El pivote de este poemario es una idea antigua, a saber: aquel precepto que el poeta romano Horacio incluyera en su celebérrima epístola en verso hexámetro dirigida a los Pisones, a fuerza del que se dispone “cual la pintura, tal es la poesía”. Y esto no sólo porque su autor —el joven nicaragüense Carlos Grigsby, con este, su segundo volumen publicado por Visor— pone en circulación una de las iteraciones más clásicas de ese idioma poético (me refiero a la écfrasis, o representación verbal de una obra de arte), sino, principalmente, porque la tensión entre mirada y palabra domina el pulso de cada poema de la colección que presentamos.
Y en efecto, se dan cita aquí los antiguos maestros —por de pronto, Goya (en el poema titular con su perro anegado de la Quinta del Sordo); Brueghel el Viejo y su Paisaje con la caída de Ícaro (en el poema homónimo, y que ya describiera en verso libre W.H. Auden en “Musée des Beaux Arts”); Fouquet en “Díptico de Melun, H. 1450” (o al menos su mitad femenina, que representa a la pálida nodriza de pecho circular); Da Vinci con sus cuadernos (en cuyo bosquejo uterino, por ejemplo, el ojo futurista del poeta ve un embrión de H.R. Giger); Dürer (con su rinoceronte como “animal imaginario” a lo Dalí) u Hokusai (en “El sueño de la esposa del pescador,” en virtud de cuyo título el poeta lleva a un elegante paroxismo el delirio erótico triangulado entre pescador, esposa y cefalópodo)—, que dominan el primer tercio del libro; pero, además, desperdigada a través de alusiones y figuraciones, la mirada misma se tematiza. Y así, por ejemplo, Armando Morales, pintor y compatriota del poeta, aparece pintando la selva memorísticamente desde lejanas capitales del mundo sin apoyo visual (“Lagos y volcanes”), o un soneto nace de la pintura (¿imaginada?) de un muchacho leyendo de noche (“Retrato de muchacho con libro”).
El asombro es marcapasos de una dicción que no se precipita hacia su objeto, aunque se trate de un arquetipo angélico (“Cuerpos angelicales”) o una bella vulgaridad como el fútbol (“Sobre la fugacidad de la belleza”), y lo delinea, en cambio, con escarceo, dejando que en la cesura entre los hemistiquios o el encabalgamiento entre los versos se desborde el tono, ya en melancolía, ya en ironía o incluso en ternura. Así pues, un poema como “Entre la fantasía y el hecho” se lee casi como poética en aras de cierta prudencia cuando se admite “A mí no me gusta tanto la consumación como tal / sino el hiato”, o “Lo estimulante es la sed del vino, no su esencia”. En cuanto a la tradición de la palabra, baste decir que en la poesía de Grigsby, en su gesto más dariano, los dioses profanos —aquellos huéspedes fugitivos de la literatura, a decir de Roberto Calasso— son invocados por una voz revisionista, con igual curiosidad, para ensayar genealogías lunares (“Selenología”), la variación de un mito (“Margaret y el delfín”), o el desenmascaramiento de un violador serial (“Júpiter”), sin desoír la anacronía entre los tiempos.
Es sin duda la persistencia de un ojo que deja constancia, en un revelado imposible, de un mundo que puede que no sea más (el de los animales: de ahí los perros, el rinoceronte, las abejas, las aves, las ballenas que encuentran hábitat en estas líneas), o de los mundos que no se ven (el subterráneo de los fungi en “Bajo tierra,” prueba viva para el poeta de que “los privilegios de la vista / tienen cataratas”), y que pueden o no sobrevivirnos, lo que hace de Grigsby un poeta que escribe con la perplejidad de un hombre que esculpe versos en la superficie de un témpano, aun con la certeza de que ya —hoy— no queda un solo hielo al que pueda llamárselo eterno.
Carlos F. Grigsby, Rilke y los perros, Visor, 2022, 76 págs.
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