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Releyendo reseñas de Fiesta en la madriguera (2010), primera novela de Juan Pablo Villalobos, encuentro la mención reincidente de tres precursores: Aira, Bryce y Salinger. Un reduccionismo que dicho así peca de abstracto, pero que distingue tres arquetipos de narradores adolescentes de algunos de sus libros: el de Cómo me hice monja, el de Un mundo para Julius y el de casi toda la obra de Salinger.
Oreo, protagonista de Si viviéramos en un lugar normal, pertenece a esa estirpe juvenil y por ello es útil dilucidar cómo operan esas influencias. La de Aira consiste en intercalar tremendismo e introspección filosófica; la de Bryce, en narrar desde una conciencia de clase latinoamericana; la de Salinger es la más compleja y se reconoce en dos aspectos: en las relaciones que se tejen entre padres e hijos en un entorno dominado por la súbita desaparición de un familiar (como en los relatos de la familia Glass), y en la variante picaresca que inaugura El guardián entre el centeno.
Fiesta en la madriguera fue elogiada por su aproximación atípica y emotiva al entorno privado de un capo del narcotráfico, un tema recurrente en la literatura mexicana. En este sentido, la apuesta de Si viviéramos en un lugar normal es doble: la novela ocurre en el extrarradio de Lagos de Moreno, una ciudad no muy alejada de Comala y Ciudad Guzmán, escenarios de dos modelos de novela mexicana de provincia: Pedro Páramo de Juan Rulfo y La feria de Juan José Arreola.
Aunque fantástico y humorístico, el Lagos de Moreno de Villalobos resiste la comparación al ser paradigma de un episodio nacional poco explorado: la reorganización urbana que, a finales de los ochenta, transformó asentamientos irregulares en barrios residenciales. El fraude electoral, otro fantasma de la época, aparece en los reclamos de paupérrimos campesinos sinarquistas. La ironía misantrópica asoma siempre que una turba (y en la novela hay muchas) emprende su inútil marcha. Corrupción, devaluación y crisis económica: los sexenios de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari tienen un crítico notable en el padre de Oreo, un profesor de preparatoria que aborrece a la clase política durante las cenas, en sí mismas barómetro de la economía nacional.
La resolución apresurada de algunos pasajes fantásticos es lo único imperfecto en la novela. Esta irrealidad, sin duda herencia de Aira, también es fuente de otros aciertos: la parodia de la tragedia griega, las crueles y risibles venganzas entre hermanos, y la sucesión, a golpes de cliché, de abducciones alienígenas, vacas, gemelos que no son iguales y dispositivos antiepilepsia que fungen de teletransportadores y polacos.
Juan Pablo Villalobos, Si viviéramos en un lugar normal, Anagrama, 2012, 186 págs.
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