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La palabra “oración” y las dos cosas que entendemos por ella, un enunciado con sentido y un ruego, vienen del mismo origen: pedir, solicitar, hablar; plegaria y discurso, por lo tanto, nacen de un deseo potente de expresión. Otra cosa es opinar (conjeturar) o hacer una ordalía (juicio), por seguir otras palabras latinas con “o”. La oración es lo que debe decirse por máxima necesidad, resonar un significado —entenderse, ser precisa, provocar que algo suceda (aunque sea sólo una imagen en otro)—. Es un acto tan común como esencial, tan claro como difícil.
Pienso esto por Yin Yin, el libro documental total del investigador Pedro Pablo Zegers Blachet, que reúne los textos de Gabriela Mistral sobre su hijo adoptivo, Juan Miguel Godoy, al que llamaba Yin Yin —él le decía Buda—. Son poemas, rezos, cartas y diarios escritos para ese niño, hijo de un primo, que quedó sin madre y que ella crió junto con Palma Guillén en Europa en la década de 1930. Antes del comienzo de la Segunda Guerra, Mistral decidió volver a Sudamérica como cónsul en Petrópolis, Brasil. Pero Yin Yin nunca se adaptó a la nueva vida, sufría enormemente y terminó por suicidarse con arsénico a los 18 años, en 1943.
Mistral jamás encontró consuelo a su muerte. En una carta cuenta que no puede entender ese mal, que su fe no le alcanza, no sabe qué karma está pagando. Los brasileños, anota, le decían: “No viene de ahora ni de aquí, sino de una orilla oscura que usted no sabe, este golpe azotado y esta ceniza”.
La poeta, que ya ha recorrido el mundo escribiendo y educando a miles de niños con la palabra, articula rezos para conjurar la pérdida. Oraciones, antífonas, letanías, salmos, preces e himnos, dedicados a Cristo, a la Virgen, a la jerarquía de los ángeles y a Dios todopoderoso, traen otra vez ese sentido esencial del lenguaje, de su clamor ante lo imposible. Son rezos que ruegan por su propia capacidad de expresar el amor total.
“Amor mío, vida mía: yo te doy al Santo Espíritu: yo te dejo bajo su signo; yo descanso en Él, yo te fío a él, yo te entrego a él. Así sea”, escribe Mistral, entregándose a unos rudimentos —el Espíritu Santo, Él— que curen la pena negra de este mundo. Más conmovedora aún es cuando le habla a la Virgen: “Madre de los niños que corren los valles y / de los otros que murieron en su flor: busca a Juan Miguel, búscalo / y dale la mano”.
El ruego por esa mano recuerda uno de los poemas más conocidos de Mistral, que los niños en Chile cantan desde muy chicos: “Dame la mano y danzaremos, dame la mano y me amarás. Como una sola flor seremos, como una flor, y nada más”. La lengua que es canto, que es deseo, lleva a lo material, a algo que se toca, como muestra la gran poesía de Mistral en Tala y Lagar. En una carta se refiere a la escritura ante la muerte de Yin Yin: “Madrépora desde el fondo de un mar. Grumo a grumo, palabra a palabra”. La poesía mete las manos a un fondo desconocido, no puede quedarse en el más allá de un dios celeste. El espíritu es una vertiente o un cerro.
En otra carta, Mistral cuenta un consuelo que le dio a Yin Yin: “Le hablé yo de que tenemos dos vidas, una despiertos y otra dormidos; del alma que en la noche anda por lugares bonitos o extraños, acompañada y entonces contenta, o sola y asustada; de que se reza al acostarse para eso, para ser guardado”.
El rezo también es una liberación para la vida feliz del sueño. Ese simple acto es la esencia del habla y de la creación. Es el mismo tema que Samuel Beckett propuso en una obra para televisión de 1982, Nacht und Träume (Noche y sueños, según un lied de Schubert). Se ve a un hombre que se queda dormido y sueña consigo mismo siendo confortado por unas manos luminosas. Esas manos se parecen a las de un grabado de Durero, mientras el hombre parece sacado de una vieja pintura flamenca. La obra de arte es como una plegaria, y la plegaria, el ruego por un encuentro que nos salve de la soledad y de la oscuridad.
Gabriela Mistral, Yin Yin, investigación, compilación y prólogo de Pedro Pablo Zegers Blachet, Ediciones UDP, 2015, 352 págs.
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