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Yo tuve un sueño, el más reciente libro de Juan Pablo Villalobos, inicia con una advertencia: “Este es un libro de no ficción aunque emplea técnicas narrativas de la ficción para proteger a los protagonistas”. Un aviso, en apariencia irrelevante, que nos prepara. Por un lado, nos dice que se trata de crónicas reales, muy reales, de menores latinoamericanos que migran a Estados Unidos y cuyos nombres merecen ser protegidos. Por otro, nos adelanta que esos relatos tendrán un valor estético en sí mismos, donde se podrá ver la mano del escritor oculto.
Villalobos desaparece. Al modo del célebre Voces de Chernóbil, de Svetlana Aleksiévich, el autor renuncia a su yo cronista y cede el micrófono a los personajes. Son esas voces infantiles y confusas, voces maduras no por los años sino por kilómetros de lucha, las que hilan los relatos que componen este libro. No se trata de un mero recurso estilístico: las voces de los protagonistas, captadas en su amplia gama de colores y matices, sirven como imagen, un primer retrato de contexto —en cada modismo se retrata México, Honduras, El Salvador— e intimidad. Esta podría ser la principal virtud del texto: crear narradores que, sin dejar de ser fieles a los migrantes que representan, les agregan la cualidad de ser excelentes relatores. Son menores que cuentan las historias desde su carne, pero con la habilidad propia de un escritor consolidado.
Todas las historias son en algún sentido la misma historia. Si bien los personajes cambian —y en parte cambian sus circunstancias—, abundan las coincidencias entre los relatos: violencia, pandillas, incertidumbre, hijos que no recuerdan a sus madres porque migraron cuando ellos eran bebés. Son elementos que no resultan redundantes, sino complementarios. Si uno leyera de corrido todas las historias, se podría hacer una idea más o menos panorámica de una migración. Porque lo que ha hecho Villalobos no es recopilar una decena de relatos emocionantes, sino que, a partir de vidas particulares, de hechos únicos y temporales, ha intentado mostrar parte del relato que está más allá, eso que es común a muchos y que no nace tanto de una desgracia aislada como de nuestra condición compartida de humanos. Intenta contarnos la historia de una migración, la historia de toda migración, sin por esto asumir que todas son iguales.
El autor se ahorra los argumentos y tiene el acierto de postergar los datos hasta el epílogo. Aunque su posición resulte evidente, no la menciona. Prefiere concentrarse en pintar la realidad. Para él, no importa tanto si son 100.000 o casi 200.000 los centroamericanos que han llegado a Estados Unidos en los últimos años. Importa más que dos jóvenes se turnen para dormir porque no hay espacio en el suelo; que un chico no pueda cruzar al otro lado de su barrio sin arriesgar la vida; que una madre adolescente deba confiar su hija bebé a un desconocido para que este la cargue sobre su cabeza y la haga cruzar el agua plateada de un río nocturno.
Aquí la ficción hace las veces de colcha. Decora las historias, les da forma, las adorna y las dispone alrededor de un sentido. Pero a la vez cumple una función útil: bajo ella se arropan nombres, vidas, dudas, miedos de personas reales. La ficción se desdobla sobre la realidad, se figura a partir de ella para hacerla suya a su modo. Es así —y no por un simple uso de nombres ficticios— como Villalobos protege a sus fuentes. Cada narrador, punto de vista, tono o estilo que escoge equivale a una identidad que se salva, un ser y un contexto que, habiendo contado lo que quería, se reserva esa intimidad sólo posible bajo la colcha.
Juan Pablo Villalobos, Yo tuve un sueño. El viaje de los niños centroamericanos a Estados Unidos, Anagrama, 2018, 152 págs.
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