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Ulises Conti (Buenos Aires, 1975) encara cada nuevo disco como si fuera una obra conceptual, tan cerrada en sí misma que la desprende de la que vino antes. Para su último disco hasta el año pasado, 1.234,8 (2017) creó una banda de instrumentos electrónicos (interpretados con precisión mecánica por Ismael Pinkler y Diego Lezcano) con el fin de producir piezas de beats esqueléticos y teclados retromonofónicos. El anterior, Bremen (2016), era una colección de grabaciones de campo realizadas en la ciudad alemana: los field recordings son una obsesión recurrente en Conti, basta recordar los experimentos retratados en su poemario En Auckland ya es mañana (Mansalva, 2011). En Los griegos creían que las estrellas eran pequeños agujeros por donde los dioses escuchaban a los hombres (2014), una de sus obras más completas, creó un vocabulario sonoro con 27 tracks de la “A” a la “Z” (“Ñ” mediante) de texturas y ambient de lo más sereno. Cada LP fue planteado como un proyecto sin referencia a otro: Conti describió la creación de 1.234,8 como un trabajo menos de voluntad y más relacionado al sometimiento a las reglas de un juego. Esta misma impermeabilidad conceptual vuelve a aparecer en el trabajo más reciente de Conti, titulado Los efímeros.
Los efímeros es un regreso cíclico a los discos orquestales que Conti produjo durante la primera parte de su carrera, como Los paseantes (2007) e Iluminaciones (2003). Pero Conti no es el mismo artista de hace diez años, y Los efímeros significa más que una respuesta nostálgica a su formación clásico-académica. El disco juega con los formalismos de la música orquestal, se trata de un trabajo que señala los límites del género al mismo tiempo que busca formas para demostrar su alcance. Sus diez movimientos son composiciones que podrían ubicarse en la categoría de “música de cámara”. Fueron compuestos para una orquesta de quince músicos (básicamente, constituida por cuerdas y vientos, algo de percusión, pero sin piano) y grabados durante agosto de 2018 en el auditorio de la Usina del Arte, en Buenos Aires. El disco titula sus tracks por la clasificación de “Obertura”, “Preludio” e “Interludio”, hasta “Elegía”, y restringe su metatexto a los lineamientos clásicos de la música académica. Incluso el arte de tapa se limita a mostrar una partitura de pentagrama. No hay nada en Los efímeros que haga referencia a algo que exista fuera de su forma.
Cuando se desmenuzan las piezas de Los efímeros, aparece una búsqueda emocional que Conti había dejado en hiato durante sus últimos trabajos. El ánimo pendula entre la meditación y la anticipación, entre el misterio y la curiosidad, entre las largas texturas del “Virelay” y la ansiedad repetitiva de la “Fantasía”. Pero por la mitad del disco aparece el “Divertimento”, y sobre las cuerdas y vientos se escuchan los susurros de una audiencia en primer plano. Da la sensación de que se quiebra la cuarta pared: al mismo tiempo se señala la artificialidad y se apunta hacia lo que se encontraría más allá del artificio, es decir, el público. Así, la audiencia se vuelve la masa activa que murmura durante la interpretación de la pieza, ya siendo parte de ella. Este momento en Los efímeros crea la sensación de que no hay algo por fuera de la obra, no se puede escapar de sus propios formalismos o categorías. Pero la declaración no es rupturista: Conti marca y demarca los límites de los géneros clásicos como parte de las reglas del juego que decide jugar.
Ulises Conti, Los efímeros, Flau, 2018.
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