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King Crimson en el Luna Park

MÚSICA

Durante la apertura del primer concierto de King Crimson en el Luna Park, el 8 de octubre, Robert Fripp apareció sobre el escenario ataviado como un gentleman. Se quitó el saco y lo lanzó con gracia a su asistente. El 9 de octubre, Fripp hizo la misma coreografía que quizá repite cada vez que se presenta a lo largo del mundo. En ese movimiento codificado —“escrito”—, se pone en escena la gran institución carmesí que no en vano se celebra a sí misma a medio siglo de la aparición de In the Court of de Crimson King, el disco que en 1969 desbancó de los charts nada menos que a Abbey Road.

Fripp y esa unidad funcional que irrumpió como un relámpago en el cielo del rock con “21st Century Schizoid Man” es historia de la música, parte de la mejor, la más audaz grabada y producida incluso por fuera del género de pertenencia, y por lo tanto, escucharlos mientras basculan entre la decisión de extraer su savia imperturbable al paso del tiempo y momentos de autoindulgencia ha supuesto también para este oyente entrar y salir de las zonas de emoción más intensa. Entrar, porque la recuperación no tuvo esencialmente que ver con una noche en un parque temático y, a la vez, poder distanciarse para detectar virtudes y falencias de la actual faceta de Fripp.

Estamos hablando de un músico y compositor de setenta y tres años. En 1970, a los veinticuatro, grabó “Cat Food” e incluyó en su formación roquera a Keith Tippett, entonces una figura emergente del free jazz. Un año más tarde, en Lizard, además de Tippett sumó a parte de los mejores instrumentistas de esa escena. En 1973, es decir a los veintiocho años, ya convertido en uno de los guitarristas más singulares, reformuló otra vez Crimson y convocó al bajista John Wetton, al violinista David Cross, al monumental Bill Bruford y al percusionista Jamie Muir, quien había trabajado con Cornelius Cardew, Derek Bailey, Hugh Davies y Evan Parker, nombres propios relevantes del universo experimental británico. Es decir, Crimson proponía el programa más osado del prog en su fase mainstream, capaz de reunir afluentes heterogéneos al servicio de una obra que todavía sorprende y merece ser reconocida. Fripp desarmó esa formación en 1974 porque advirtió que una era del rock iniciaba su nadir. Tuvo razón y por eso se tomó su tiempo para reaparecer mientras colaboraba con Bowie, Gabriel y Blondie. De ahí que cuando en 2014 decidió exhumar el extraordinario repertorio de los años setenta, prácticamente intocable en las reencarnaciones crimsonianas de 1981, 1994 y 1999, suscitara tanta atención de nostálgicos y nuevos públicos.

El grupo incluye ahora a Pat Mastelotto, Gavin Harrison (baterías), Jeremy Stacey (batería y teclados); Tony Levin (bajos, stick, coros); Mel Collins (vientos); Jakko Jakszyk (voz y guitarra). Es evidente que su alma mater quiso darle un giro al repertorio de antaño a partir del refuerzo del pulso y la percusión. En algunas ocasiones, los resultados son altos por el modo en que la base dialoga con el objeto original. En otros, redundantes, y presentan un curioso déficit de arreglos (es casi imposible equilibrar en vivo un stick y un piano con semejante carga de parches y platos, mucho más en un entorno acústico pésimo como el Luna Park).

La gran mayoría de los temas de In the Court…, Lizard, Islands, Larks Tongues in Aspic y Red preservan su portentosa vigencia. “Epitaph”, “Pictures in the City”, “In the Court…” y, en especial, “Starless”, el extraordinario canto del cisne del Crimson 69-74, dejarán con seguridad una huella imborrable en un público que quizá nunca imaginó escucharlas en vivo. Jakszyk logró la hazaña de hacer olvidar a los cantantes originales.

Pero no faltaron casos en los que el imperativo institucional cercano al cover se impuso frente a la posibilidad de recuperar la fuerza abrasiva. El error tiene que ver en especial con el saxo de Collins. Cuarenta años atrás le interesaba Ornette Coleman y la intención mimética se advierte en la salvaje “Sailor’s Tale”. Su devenir como músico de sesión, que lo ha llevado a tocar con los Rolling Stones, Tina Turner, Alan Parsons y Dire Straits, ha supuesto un sostenido tránsito hacia la banalidad. La escasez de recursos se mostró patente en “Red”, donde se limita a tocar irritantes escalas ascendentes, y en los temas de corte minimalista de los noventa, de los cuales parece no entender cómo funciona la aditividad y se queda callado o apenas sopla una nota grave, inocua y sostenida. La falta de criterio es más patente en “Islands”. La versión original es bucólica y se apoya en el piano de Tippett, los acotados dibujos del oboe y la guitarra. La austeridad conmovedora se transfigura en el final con su crescendo alrededor de la corneta de Mark Charig, el mellotron y el Hammond. El solo de Collins convirtió una de las baladas más bellas y sutiles que ha ofrecido el rock inglés en un enunciado de Radio Disney, con la desconcertante empatía de Fripp y una banda que no acierta en la reescritura. Entre un superviviente de los años felices que perdieron la imaginación y jóvenes que hubieran aportado audacia, Fripp prefirió lo primero. Ganó el peso del oropel y la genealogía. Lamentablemente, Collins apenas funciona muy bien en las homorritmias.

El Fripp de 1973 se sintió atraído por la improvisación libre europea y la puso a prueba con desparpajo. Trabajó la textura con Brian Eno. Crimson en su versión 2019 tiene un sentido limitado de ese ejercicio de invención en tiempo real y piensa a veces más en amplitud que en la variedad tímbrica. “Roberto”, en tanto representación de una historia, se permite pasar por alto esos deslices así como reformular sin resultados convincentes las versiones de los años de asociación virtuosa con Adrian Belew (1980-2008).

Lo sorprendente de la experiencia Crimson para quien escribe es que en un punto, y no cualquiera, las carencias pasaron a un segundo plano, una y otra noche. La tensión entre el juicio crítico y el estremecimiento, entre el pasado pensado y gozado y el presente y la presencia (aquello de nuevo que tiene para brindar lo antiguo), se inclinó al final por lo segundo. La sucesión final de “Epitaph”, “Starless” y “21st Century Schizoid Man” me exime de la paráfrasis y reclama el comentario hiperbólico: fue una apoteosis. Fripp saludó como saluda en todos los conciertos y este que soy yo, que quiere decir aquí “yo” porque su educación musical y sentimental tuvo la marca de Crimson, abandonó toda pretensión de distanciamiento, fue fan como en 1976 y agradeció por lo que ha sido y todavía quiere ser. La fiesta había sido completa (aunque una parte de la chocotorta estaba húmeda). Contra el principio del modernismo que fue también de Fripp, digamos que a veces las instituciones no se derriban. Deben sostenerse y ser cultivadas. Y si es necesario, se debe lustrar el busto que ya no tiene mucho que anunciar.

 

King Crimson, Estadio Luna Park, Buenos Aires, 8 y 9 de octubre de 2019.

 

17 Oct, 2019
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