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A propósito de Cándido López, los campos de batalla

CINE

 

Después de combatir y perder el brazo derecho en la Guerra del Paraguay (1865-1870), Cándido López tuvo que educar su otra mano para pintar los cuadros de combates que harían de él uno de los mayores artistas argentinos. La fascinación por ese hombre singular llevó a José Luis García a realizar Cándido López, los campos de batalla, un documental que relata un viaje por una obra, por la historia de una guerra muchas veces olvidada y por los lugares donde se libró y aún sigue causando muertes.

 

Mi afición por la obra de Cándido López surgió de manera indirecta. Pese a haber estudiado pintura y fotografía y a haber trabajado como director de fotografía en varias películas argentinas, recién conocí a Cándido López cuando me puse a leer e investigar sobre la Guerra del Paraguay.

Siempre me apasionó el tema. Creo que, ingenuamente, desde 1974, cuando por unos meses –sólo por unos meses– le cambiaron el nombre a la calle donde vivía por el de “Mariscal Francisco Solano López”.

Mi viejo se indignó porque consideraba que Solano López había pretendido convertir a Buenos Aires en capital del Paraguay, aquel país pobre, de tierra roja, que a veces atravesábamos de regreso de nuestras vacaciones en Brasil. Creo que también estaba molesto porque antes del cambio la calle se llamaba “Manuel García”, en homenaje a uno que tenía nuestro mismo apellido y que, de esto me enteré mucho más tarde, había sido enviado por el gobierno de Rivadavia para tramitar en Londres el primer préstamo de la deuda externa argentina.

La secundaria no agregó más que misterio a esa guerra y después ya no hubo más instancias que me despertaran el interés. Ni una charla con alguna de las empleadas paraguayas que trabajaban en casa. ¿Será que por ser hincha de Vélez Sarsfield me empezaron a molestar los insultos xenófobos y racistas que las otras hinchadas coreaban en masa contra nuestro ídolo máximo, el paraguayo José Luis Chilavert, mi tocayo?

Bastó que volviera a leer algo sobre el asunto para encontrarme con una reproducción tras otra de las pinturas de Cándido López. El “otro” López. Un desconocido total para mí, que pronto se puso por encima de cualquier expectativa de saber más sobre el conflicto que enfrentó a una alianza entre la Argentina, Uruguay y el Imperio del Brasil contra el Paraguay. Cuando me enteré de que había pintado todos los cuadros de la guerra con la mano izquierda, durante el resto de su vida, después de haber perdido la mano derecha en combate, y que al regreso del frente se reencontró por azar con la mujer que amaba y tuvo con ella doce hijos, sentí un impulso por investigar –e imaginar– más sobre el personaje. Trágico. Obsesivo. Un no muerto cuyo cuerpo volvió de la guerra para retratar los campos de batalla en donde su espíritu quedó atrapado para siempre.

Su historia me capturó mucho más que la Historia.

Pero no se sabía mucho sobre su vida. La biografía publicada era muy sintética. Hasta hace algunos años ni siquiera había libros con reproducciones de sus pinturas, más allá de las ilustraciones en blanco y negro o los detalles que aparecen en todos los libros o publicaciones sobre la guerra. Traté de hacer contacto con algún descendiente a través del Museo de Bellas Artes, pero nadie sabía nada de los López y la perspectiva de buscar en la guía telefónica era tan desoladora como la de seguir el rastro de un pariente mío.

Solo quedaba el azar. Y así fue como un día me encontré a Adolfo López Rouger en una fotocopiadora, discutiendo con el empleado para que le copiase correctamente unas reproducciones que había llevado. Eran reproducciones de cuadros de Cándido López. Reconocerlas de inmediato me ganó la simpatía de su nieto.

El pintor se había obsesionado por replicar los colores de la realidad. Su nieto estaba obsesionado por reproducir los colores de sus cuadros. Y yo me encontraba ante una señal muy concreta de que esta vez –a diferencia de lo que me había pasado antes con otros proyectos– ya no podía abandonar lo que había empezado.

 

Empecé a visitar seguido a Adolfo. Me mostró todo su tesoro familiar –libros, fotos, medallas, manuscritos– y me contó anécdotas sobre su abuelo, que él consideraba intrascendentes pero que a mí me ayudaban a dar cuerpo en mi cabeza a un personaje que todavía era un fantasma. Una tarde Adolfo me presentó a Cirilo Batalla Hermosa, un autodidacta paraguayo entusiasta de la obra del pintor. Planeaban hacer juntos un viaje por los lugares donde se desarrolló la campaña, que Cirilo conocía a la perfección. Cirilo siempre viste trajes de una tela japonesa inarrugable que soporta los apretones de su bolso de viajes. Desde que falleció su mujer, siempre está viajando. Tiene casas en distintos lugares e invariablemente lleva con él un maletín con libros de la guerra y reproducciones a color de los cuadros de Cándido López.

 

En principio, yo planeaba desarrollar un guión de ficción y me interesó sumarme al viaje de Adolfo y Cirilo –que ya rozaban los 80 años– para investigar más sobre las vivencias de Cándido. Los relatos de Cirilo sobre los lugares por donde había pasado la campaña militar, que según él seguían iguales a como los había retratado el pintor, me impulsaron a planear un registro fotográfico con cierto espíritu arqueológico. O tal vez a ir en busca de cierto espíritu; al encuentro de ese punto de vista de altura imaginado por él sobre un espacio sin árboles ni colinas y nunca revisitado, desde el cual pudiera sintonizar mejor con la mirada del personaje que quería retratar.

El mejor instrumento para poder llegar a una altura aproximada a la del punto de vista de los cuadros era la escalera-trípode. La más práctica y la menos costosa.

 

Una semana antes de salir de viaje, en el invierno de 2003, Adolfo se enfermó de pulmonía. La producción mínima, básica, para registrar en video el “viaje de investigación” ya estaba en marcha, pero me frustraba la idea de que el nieto de Cándido no pudiera viajar. O lo que era peor: que se hubiera arrepentido y no quisiera hacerlo. Una charla con mi amigo y colaborador en la investigación, Roberto Barandalla, me hizo ver que había factores externos que me empujaban, inevitablemente, a seguir el “camino” que en realidad había empezado hacía años. Que tenía que emprender el viaje aunque Adolfo se hubiera bajado del “barco” inesperadamente.

Mis propias razones eran tan diversas como las que impulsaron a Cándido a alistarse como soldado voluntario: un desencuentro amoroso, la búsqueda de un nuevo paisaje que retratar con una mirada fotográfica y un cierto patriotismo, que en mi caso se expresaba en la idea de rescatar del olvido parte de nuestra Historia y la voluntad de dejar testimonio, a través de los descendientes de los pequeños personajes que pueblan sus pinturas, de la memoria oral aún existente.

 

Poco a poco me fui metiendo en su piel. Muchas veces durante el viaje pensé hasta qué punto podría llegar, a qué medida de entrega física. Me fascina pensar en la muerte. Es la única certeza que tenemos. Todo el trayecto de la campaña contra el Paraguay está poblado de muerte. Decenas de miles de muertos en circunstancias violentas, cuyos espíritus los pobladores creen que siguen habitando esas tierras. Pero no atemoriza. Basta con respetar las señales que surgen de la naturaleza y tratar de entenderlas. Es indudable que existe una realidad no ordinaria a la cual la mayoría de nosotros no puede acceder conscientemente.

Hay ciertas pinturas inconclusas que parecen fantasmales. Recuerdo la de la coronación de un rey de Francia y sobre todo la que hizo López de la batalla de Yatayty Corá. Las figuras están ya bocetadas en pintura, el color de base, pero todavía borrosas, como en una foto sacada con baja velocidad de obturación. Los soldados muertos aparecen tirados en el barro, corpóreos. Los soldados vivos aparecen marchando como fantasmas entre bosques oscuros. Es mi cuadro favorito de todos los que pintó –o al menos empezó a pintar– sobre la guerra.

 

No hay una relación tramada a priori entre pintura y cine. Aunque el formato de los cuadros de López –cuyas dimensiones no exceden el metro sesenta de ancho por sesenta centímetros de alto– remita al cinemascope, me preocupé por no reproducirlo en el documental, en el que tampoco me propuse nunca generar un “diálogo” estético con la obra del pintor. Ningún documental sobre una o varias obras de arte, cualquiera sea el formato en que esté registrado, puede impactar en el espectador del mismo modo que la obra misma. El documentalista sólo da la información de que “existe una obra parecida a lo que se está mostrando”. Por eso me pareció que la carrera por “reproducir” fehacientemente los cuadros estaba perdida de entrada. Mi intención fue rescatar el carácter testimonial de los cuadros. Dar testimonio era lo que su autor quería con ellos, desestimando las críticas que recibió en vida por la falta de academicismo pictórico. Y también me propuse encontrar los puntos de contacto entre el espacio que él representó en esas obras –obsesivamente apegadas a lo que habían visto sus ojos– y el mismo espacio en la actualidad.

En ese contacto, el cine aporta a la pintura el transcurso del tiempo y de la pintura surge hacia el espacio cinematográfico la idea de la muerte en acción –la “muerte trabajando”, como define el cine Bernardo Bertolucci–, que es lo que más me impresiona en los cuadros y lo que más guió el recorrido del viaje y del montaje del documental.

 

Antes del viaje no tuve presente ninguna referencia directa. Claro que sin duda hay en mí una fuerte huella inconsciente de las películas de Tarkovsky. En el caso de este documental, sobre todo de Andrei Rublev. Un pintor místico a la búsqueda de algo que perdió a través de un territorio convulsionado por la guerra.

 

Una vez terminado y presentado el documental, una de las críticas más halagadoras que recibí fue la comparación entre las pinturas de Cándido López –que se pueden percibir como panoramas y como sumas de infinitos detalles– y la percepción que despertaba la película, que podía verse como panorámica de todo lo que se cuenta –el pintor, la guerra, la Historia, el presente– o dejarse recorrer en sus detalles también infinitos. Esta “similitud formal” –que me parece cierta– es del todo inconsciente y surge finalmente como la traducción más inesperada –y bienvenida– de la pintura estática del suceso al cine como narración. Así desplaza la búsqueda de una reproducción excelsa (utópica) en lo técnicamente más específico de la imagen pura.

Desde el punto de vista técnico, los detalles de los cuadros que aparecen en el documental fueron registrados con una cámara Beta digital, un formato de mayor resolución que el DVCam que usamos para grabar las más de doscientas horas de material que registramos durante el viaje. Pero aun así, desde el punto de vista de la “alta fidelidad” deseable en la reproducción de las pinturas, es insuficiente. También habría sido insuficiente un registro en 35 mm, con el máximo de resolución posible.

La reproducción de la “verdad”, de la “realidad” –primero la de los cuadros y luego, considerando que estos habían sido hechos como testimonio de la Historia, la de la Historia misma– fue otro motivo importante de reflexión desde que empecé a investigar sobre el personaje hasta la última decisión en el corte final de la película.

 

Cándido López estaba obsesionado por reproducir de manera fidedigna lo que había visto; no tenía en cuenta los cánones pictóricos de la época. Llegó a escribirle una carta a Bartolomé Mitre –que había sido comandante del ejército aliado– para pedirle testimonio de la veracidad de sus cuadros. Sentía que había recaído en él la misión casi sagrada –su nieto cuenta que pasaba casi todo el día encerrado en su tallercito y que a menudo pintaba rezando– de dejar testimonio de la Historia. El mismo Mitre le había augurado esa misión al ver los bocetos que realizaba durante la campaña. Era un tiempo en que la fotografía apenas comenzaba a disputarle a la pintura la reproducción de la “realidad”. Cándido López, que antes de la guerra había trabajado haciendo retratos en daguerrotipo, expresa en sus obras la síntesis de los dos medios con un fin testimonial. Sus cuadros tienen la amplitud panorámica y el color que entonces sólo eran patrimonio de la pintura. Pero también la subexposición en bosques diurnos o la obturación fantasmal –el efecto de imagen “movida” o borrosa en los soldados que marchan en la oscuridad– que ya aparece en las primeras fotografías de la época, cuando algunos rincones carecían de suficiente luz para impresionar en soportes de bajísima sensibilidad o los retratados no soportaban estar varios segundos inmóviles delante de la cámara.

 

Teniendo en cuenta que Cándido López sólo combatió un año y medio de los cinco que duró la campaña contra el Paraguay, podemos considerar que la “verdad” que surge de sus cuadros es tan extrema como incompleta. Pero es en el encuadre y en el detalle donde el pintor trasciende lo temporal y se proyecta hasta el fin de la guerra. Hasta el fin de todas las guerras.

La mitad de sus cuadros siempre está reservada al cielo, a algo superior, de gran trascendencia por el mero peso que tiene en la composición. En la mitad inferior aparecen pequeños, muy pequeños, soldados y generales, emperadores y esclavos, todos revueltos en combates caóticos. La mirada es distante, elevada, pero no indiferente. Un soldado se agacha para atarse los cordones de los zapatos, otro mira el horizonte sobre el río con la cabeza apoyada en la palma de la mano, uno más se tapa los oídos, tirado en el piso, junto al cañón que dispara. Unos y otros, de los distintos ejércitos. Los soldados que marchan a la batalla no tienen ojos ni bocas. Sólo tienen ojos y bocas los muertos. Sólo los muertos ven el fin de la guerra.

En la Guerra del Paraguay se enfrentaron dos modelos económicos opuestos: uno de desarrollo industrial y otro exportador de materias primas. Ganó el último. Empecé a tomar conciencia de la escala de la guerra, de lo que significó, a medida que avanzaba en el viaje y comprobaba, no sólo que el espacio físico retratado en los cuadros permanecía idéntico, sino también que el cuerpo social seguía herido y sangrando en los campos de batalla. Esto es lo que revelaban los testimonios de los descendientes de aquellos guerreros. En medio de la pobreza, de la desesperanza, del sufrimiento de abusos cotidianos ya aceptados, del cinismo que trata de explicar lo inexplicable.

“La Guerra del Paraguay concluye por la simple razón de que hemos muerto a todos los paraguayos mayores de diez años”, escribió el presidente Sarmiento. Pero muy poco es lo que se ocupó la Historia de este asunto. Tal vez porque era demasiado vergonzante para los vencedores que se encargaron de escribirla.

Los relatos de la gente fueron enriqueciéndome el imaginario que hallé en los libros que había leído y en otros que empecé a leer durante el viaje, aunque el cientificismo histórico nunca los aceptaría como documentos. Tenía un cubo entre las manos, tal vez una forma más compleja, con diferentes caras que podía ver sucesivamente pero no al mismo tiempo. Quizá la película sea un intento cubista, en el cual las pinturas de Cándido López terminan siendo el esqueleto de la forma.

 

 

José Luis García es cineasta y ha trabajado como director de fotografía en películas de Martín Rejtman, Alejandro Agresti y Mario Levin, entre otros. Ha realizado cuatro cortometrajes y numerosos videoclips. Cándido López, los campos de batalla es su primer largometraje. Fue presentado en la Competencia Oficial del VII Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires y se estrenará en octubre de este año.

 

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