Inicio » Edición Impresa » CINE » Retrato de una impostora

Retrato de una impostora

CINE

 

La mujer sin cabeza (Argentina/España/Francia/Italia, 2008). Dirección y guión: Lucrecia Martel. Fotografía: Bárbara Álvarez. Intérpretes: María Onetto, María Vaner, Claudia Cantero, Inés Efrón, Daniel Genoud, César Bordón, Guillermo Arengo.

 

Una mujer pierde la cabeza pero eso –su cabeza– es casi lo único que vemos de ella durante toda la película. Una cabeza teñida de rubio, para colmo; es decir, en un mundo como el de Salta, poblado de cabezas oscuras, una cabeza dos veces visible; o tres, si tenemos en cuenta que el afiche de La mujer sin cabeza es la cabeza de la mujer, o más bien el pelo solo, sin la cabeza: el logotipo mismo de la acefalía. Se dirá que “perder la cabeza” es una metáfora, y que la peluca exuberante del afiche no puede ser sino un chiste. Pero eso no hace las cosas más simples; al contrario. Porque ¿cómo algo tan superficial como una cabellera podría hacer las veces de una catástrofe tan recóndita como perder la cabeza? Dicho de otro modo: ¿qué clase de chiste es un chiste de metáfora? Si la heroína de la última película de Lucrecia Martel pierde la cabeza en sentido figurado (y habría que pensar hasta qué punto el suceso que hace que la pierda –el accidente en el camino– no es en realidad el efecto, la consecuencia, la verificación del signo –el teñido de rubio– que anuncia que la perderá desde el principio de la película), el film, por su parte, hace todo menos dar esa pérdida por sentada; figura la pérdida volviéndola literal, poniendo en su lugar otra cosa, otra cabeza, una cabeza rubia, teñida, donde antes estaba la original, color castaño oscuro. ¿Cómo se llama eso? Es lo primero que cualquiera –menos quizá los centinelas del frescor, más desafiados por el placer de detectar la entrada de Martel en el “martelismo” que por el de ver y pensar lo que puede haber de nuevo en sus películas– se pregunta cuando ve La mujer sin cabeza.

¿Cómo se llama eso que pasa cuando lo que falta no sólo está todo el tiempo a la vista sino que se ve dos veces, una porque por su novedad –el teñido– se ve como por primera vez y pone a los otros en posición de no poder dejar de verlo, la otra porque casi no compite con otra cosa en el cuadro, a tal punto lo atrae, lo ocupa, lo colma? ¿Cómo se llama o qué es? ¿Es uno de esos síndromes de disfuncionalidad sensible que describen los libros de Oliver Sacks, como el de los que ven sólo lo que tienen a la izquierda del campo visual o únicamente cierta gama de colores? ¿Una de esas magias químicas con las que los forenses hacen visible lo que no está pero estuvo alguna vez, lo que no se ve pero está, lo que quedó de lo que estuvo en la escena del crimen? ¿Es una figura retórica no inventariada, una antimetáfora integral donde convergen una maniobra de los sentidos, una operación formal, una serie de estrategias de puesta en escena?

Lo extraño es que, síndrome o figura, perturbación o estrategia, el fenómeno no afecta tanto a la heroína del film –Vero, la mujer que pierde la cabeza– como a nosotros, espectadores, que a lo largo de toda la película no hacemos otra cosa que ver cómo exhibe eso que ha perdido. Si Martel siempre tuvo buena mano para la psicodelia –una psicodelia peculiar, es cierto, completamente abstemia de cultura psicodélica, como si el imaginario provinciano que la alimenta invirtiera en crudeza, rumores, siesta y promiscuidad todo lo que ahorra en música lisérgica, sinestesias, visiones anamórficas–, ese talento alcanza en La mujer sin cabeza una maestría casi diabólica. Martel pasa de una psicodelia etnográfica, “objetiva”, desplegada por una fuente narrativa más o menos omnisciente, a una especie de psicodelia mental, una proyección del mundo afectada, de una ambigüedad prodigiosa, que está sin duda ligada a un “personaje principal” (toda una novedad para Martel, que hasta ahora parecía más bien encontrar su elemento en el grupo o la relación) y a las vicisitudes que sufre, pero jamás se deja confundir del todo con su interioridad, sus pensamientos, ni siquiera con su visión. Desconectado y lento, a la vez opaco y reverberante, el mundo de La mujer sin cabeza no es el mundo tal como lo ve la mujer sin cabeza; es el mundo tal como ella lo hace aparecer. Un mundo nítido, frágil y perturbador: algo así como un “mundo mental objetivo”, o una imagen en estilo indirecto libre.

Y es que, como los verdaderos cineastas, Martel no estrena una categoría nueva –“personaje principal”– sin someterla a una especie de bautismo que la altera hasta volverla irreconocible. Vero (la formidable María Onetto, que potencia lo que llamamos “actuación” reduciéndolo a dos parámetros esenciales de la espectralidad: la lentitud y la lejanía) es sin duda la protagonista de La mujer sin cabeza, pero la centralidad de su posición en el film es tan paradójica y desconcertante como el modo en que lo que pierde –la cabeza– nunca deja de aparecérsenos. Vero es lo que los grandes personajes impotentes de Henry James: un reflector, un resonador, un personaje-sensor. Una figura que no hace más que dejarse y registrar, refractar, devolver en forma de eco, de imagen o de sombra todo lo que tiene lugar a su alrededor. No es alguien que hace; es alguien que hace hacer. Ni siquiera ve; hace ver, vuelve visible, da a ver lo que de otro modo se nos escaparía. Así, Vero no es la protagonista del film porque conduzca la acción, porque atraiga hacia sí los hilos del relato, ni siquiera porque monopolice la mayoría de los planos de la película. Es protagonista por una razón estratégica: es la que está en el mejor lugar imaginable para hacer ver lo que sucede en el mundo: la brutalidad, la manipulación, el ocultamiento, la servidumbre. Es una instancia superior de repercusión. (Y aquí, más que en Henry James, imposible no pensar en la Rosemary de El bebé de Rosemary, un “film de complot”, armado también con mundos mentales objetivos, con el que La mujer sin cabeza tiene más de una secreta afinidad.) El accidente, a primera vista, la reduce a una condición catatónica: Vero no reacciona, tarda en contestar, olvida todo lo que sabía hacer, no reconoce lo que le es más íntimo. En esa pasividad, sin embargo, está toda su potencia, que no consiste más que en revelar. Su inacción hace aparecer y pone en marcha la lógica de la acción del mundo. Vero, la mujer sin cabeza, es de algún modo una especie de superconciencia, en la medida en que restituye la relación que conecta distintos planos o pedazos de experiencia: familia y política, trabajo y género, crimen y clase… Pero es una superconciencia en tanto que ha perdido la cabeza, porque sólo un accidente como ese puede dar lugar al afuera, la distancia que la conciencia exige para aparecer.

De modo que la pregunta de La mujer sin cabeza no es a quién atropelló Vero con su auto en el camino, si a un perro o a un chico. Martel, de hecho, la contesta apenas un segundo después del accidente, con el plano del espejo retrovisor donde se refleja el cuerpo tendido de un animal. Si hay alguna, no es esa la ambigüedad del film. La pregunta sería más bien: Vero ¿es o se hace? (Y si La mujer sin cabeza es la película más hitchcockiana de Martel es quizá porque esa misma pregunta planea también sobre Vértigo y Marnie, dos films protagonizados por falsas rubias que giran alrededor de la manipulación.) En otras palabras, ¿está Vero bajo los efectos del shock, o el cuadro “mujer traumatizada” es una imagen, una máscara, el postizo estratégico del que se sirve para refractar, descomponiéndolas como un prisma, las acciones de la pequeña facción familiar, la micromafia masculina que la protege? (No es casual que la única que parece desconfiar de Vero sea el personaje de la tía Lala, cuya senilidad, que la autoriza a ver parientes muertos caminando por televisión, le permite saber también que, si hay una verdad, nunca hay que buscarla en el plano de la imagen sino en el de la voz. “Esa voz no es la tuya”, le dice a Vero a solas, a la vez cómplice y amenazante, la primera vez que la visita.) “Maté a alguien en el camino”, dice Vero. “No”, tratan de tranquilizarla los hombres de la familia. “Te asustaste.” “Atropellaste a un perro.” Así como no es esa negativa lo que la define como inocente, lo que la vuelve criminal no es su “confesión”, que bien podría ser una señal de temor, un efecto de la culpa por no haberse “bajado a mirar”, sino el operativo de encubrimiento que emprenden juntos su marido (que hace arreglar el auto), su hermano (que retira las placas del hospital) y su cuñado (que borra las huellas que dejaron en el hotel la tarde del accidente). En cierto sentido, la única verdad de su crimen es aquella de la que da testimonio el comportamiento de los otros. Y Vero, en ese caso, ya no es una asesina-víctima; es una experimentadora: alguien capaz de desaparecer y cambiar de identidad para poner al desnudo las reglas de funcionamiento de un cierto mundo social. Eso explica que Vero vuelva en sí, “recupere la cabeza”, el lugar y la función social que desempeñaba en el mundo, cuando se lava el pelo y recobra su color natural. El “trance” del personaje transcurre entero entre esos dos paréntesis de peluquería, teñido y vuelta al color original, punto de partida y término del experimento de impunidad de clase que Vero protagoniza en La mujer sin cabeza.

1 Dic, 2008
  • 0

    Lo oficial y lo maldito

    Silvia Schwarzböck
    1 Sep

     

    Tierra de los padres, de Nicolás Prividera: hacia un cine de la historia de los vencidos.

     

    La perspectiva de los vencidos, para contar...

  • 0

    Nostalgia de la experiencia

    Emilio Bernini
    1 Dic

     

    Hachazos (Argentina, 2011). Dirección: Andrés Di Tella. 80 minutos.

     

    La “biografía” de Claudio Caldini que Hachazos, el libro y el film, declara ser respecto del...

  • 0

    La política según el segundo

    Silvia Schwarzböck
    1 Dic

     

    El estudiante (Argentina, 2011). Guión y dirección: Santiago Mitre. 110 minutos.

     

    El final de Lost revelaba, entre otras cosas, que el mejor personaje de la...

  • Send this to friend