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Como quien asiste a su propio funeral

TEATRO

 

Open House. Dramaturgia de Daniel Veronese. Actores: chica de Miramar: Eugenia Iturbe; chica del bebé: Julieta Petruchi; chica del conejo: Mariana Paz; chica del baile: Olga Nani; chico de la colección: Gustavo Antieco; chica del casting: Melina Milone; chica del piano: Nayla Pose; chico de la guitarra: Juan Ignacio Álvarez Insúa; chica de la peluca: Natalia Segre; chico del bigote: Martín de Goycoechea; el conejo: Andy. Sala Beckett. Lunes, 21 hs.

 

Open House quedará tatuada para siempre en la historia del teatro argentino como la obra que se hizo hasta la muerte. Muchos ya conocen su historia. Open House se estrena en el 2001 en el teatro Callejón. Es la obra de fin de curso de los egresados de la escuela de arte dramático, dirigida por Daniel Veronese. En principio estaba pensada con fecha de vencimiento (como las otras), pero luego de algunos meses de funciones y una gira por Europa el grupo decidió que va a seguir haciendo la obra PARA SIEMPRE.

“Sabemos que Open House es una obra que no dejaremos de hacer nunca. No depende del público. Si el público no viene, la haremos igual. Nosotros sabemos y podemos soportar las pérdidas y el abandono. Durante cuatro años estuvo con nosotros Andy –Andy era el conejo–, y hoy ya no está. Porque murió. También nos abandonaron cinco actores; por eso están todos tachados en el programa. […] En Open House no hay posibilidad de ser reemplazado, la propia obra se hace cargo de la pérdida. Así, Open House irá desapareciendo de a poco, hasta que sólo queden las huellas de las palabras. Miramos para adelante. ¿Qué hay? ¿En qué nos transformaremos? No lo sabemos. Sólo sabemos que la obra tendrá una muerte natural y que esa muerte no está muy lejos.”

A partir de entonces Open House deja de ser una obra de teatro y se convierte en un organismo vivo. Y así empieza a envejecer, exponiéndose al paso del tiempo y al abandono. Al contrario que esas obras que se mantienen en cartel eternamente apelando al reemplazo constante de los actores, invita al público a asistir a un lento proceso de agonía. Los actores que se quedan envejecen en escena, en vez de reemplazarse a los que se van sólo se habla de ellos, los objetos y las ideas de la obra se dejan corroer por el tiempo.

“Open House” es el título de una canción del disco Songs for Drella de Lou Reed y John Cale (Sire Records, 1990), compuesto en homenaje a Andy Warhol luego de su muerte, y se llama así porque “Drella” era el apodo que le habían dado a Andy, una mezcla de Drácula y Cinderella (Cenicienta). Este disco fúnebre y salvaje es la matriz de una obra protagonizada por un conejo llamado Andy (¿será que los artistas reencarnan en conejos?) y una chica que baila, un chico que colecciona postales, una chica que tenía un bebé y ahora no, una chica a quien la gente confundía con un varón, un chico con bigotes raros y otros personajes. Todos han perdido a alguien o algo y hablan de eso de una manera muy frontal. La relación con el público es frágil y ambigua. Los actores nos interpelan como si nosotros fuéramos parte de sus duelos.

Desde el estreno fue muy sorprendente ver una obra con actores recién nacidos (o salidos de la escuela) y tan osada en cuanto a escritura y código de representación. En su dramaturgia toma la estructura de un disco: cada personaje es una canción (una historia cerrada sobre sí) y, si bien cada canción/historia se relaciona con otra por un tono o un tipo de escritura, todas en común nunca completan “una sola historia”. Y en su forma escénica, impone un raro código de actuación que deja al espectador perplejo. Los actores hablan mirando directo a los ojos, de una manera íntima y posada al mismo tiempo. Inmóviles frente a un micrófono de pie, se confiesan con el estilo de una banda de rockeros seductores y melancólicos. Devenidos copias de los músicos del disco (el chico de la guitarra, la chica del piano) hacen playbacks de las canciones como robots tan perfectos que es difícil entender si realmente cantan o tocan los instrumentos en vivo. ¿Hasta dónde el actor puede copiar, imitar, falsear el cuerpo de otro con su propio cuerpo? ¿En qué medida el actor es copia u original? ¿Cuál es el límite entre la experiencia de tocar música o llorar a moco tendido y la copia deportiva de los sentimientos? El público está expuesto al espejismo de la actuación como quien, manejando por la ruta bajo el sol desatado, por momentos cree ver un charco en el asfalto y por otros la ruta desnuda.

La obra es más un concierto que una pieza de teatro. La representación deja de ser la repetición de un texto, un estado, una imagen, para volverse acontecimiento puro, un aquí y ahora. El espectador tiene la sensación de estar asistiendo a algo único e irrepetible. El actor está realmente hablando con él y él reacciona de una manera que no se puede prever. La famosa escena en que la “actriz porno” fotocopiaba su concha en vivo y le daba la fotocopia a algún espectador (que aceptaba o no la hoja según su timidez o su moral) era uno de los momentos más álgidos de esa confrontación.

Cuando volví a ver la obra el 8 de septiembre de 2008, siete años después del estreno, me pareció aún más perturbadora que antes. De lo que fueron diez jóvenes actores y un conejo sólo quedan cinco actores maduros. Los cuerpos envejecieron, la fotocopiadora de conchas la vendieron, la alfombrita roja está toda ajada, el conejo muerto. Todos los maravillosos efectos de la obra ya no están: el conejo blanco y obeso ya no da vueltas por el escenario, la actriz porno ya no se saca la peluca negra para mostrarse casi calva, la chica del piano ya no deja que sus ojos se desmoronen por las lágrimas y el rimel…

Sin embargo, en ese deterioro y en el abandono de la mitad de sus integrantes, la obra ganó una belleza inusitada; se transformó en una obra sobre la muerte. Los actores hablan de los que no están mostrando una foto polaroid, cuentan lo que hacían en escena o les roban los textos. En fin, afrontan la pérdida con tristeza e indiferencia. Así lo dice la chica del conejo: “Buenas noches. Pueden ver en el programa los nombres de los que vamos quedando. Somos los que no están tachados”.

Como un Frankenstein rockero, Open House resucita compuesto por los cadáveres de los actores que han desaparecido de escena. La obra se deja envenenar por el disco de Lou Reed y John Cale y se convierte en un verdadero homenaje fúnebre. El público recuerda lo que fue la obra con todos los actores como si volviera a ver las escenas perdidas en el teatro de la memoria. Hay que volver a ver Open House porque ellos (los actores) y nosotros (los espectadores) tuvimos una experiencia en común, sabemos cómo fue y podemos reconstruirla.

El día en que volví a verla, dos actrices que ya no participan de la obra (la chica del piano y la chica de la peluca) estaban entre el público. Sentadas en la platea eran como dos fantasmas que asistían a su propio funeral. Los actores hablaban de ellas, decían: “De la chica de la peluca recuerdo que era alta, flaca, muy linda, muy estricta, muy impulsiva. Cuando hablaba y fumaba en plan sexy, yo me imaginaba venir corriendo y patearle las rodillas”. Y luego: “La ida de la chica del piano me sorprendió un poco más –para mí era un personaje muy importante en la obra–, pero en el primer ensayo sentí que realmente no era del todo imprescindible”.

Las dos actrices lloraban y reían en sus asientos. A la salida les pregunté por qué habían dejado la obra. La chica de la peluca me dijo: “No podía seguir siempre haciendo lo mismo, tenía que crecer, fue mi primera obra”. La chica del piano me dijo: “Es muy peligroso el límite entre actuar y no actuar”.

Y los que se quedaron, ¿por qué se quedan aún? ¿Porque no tienen nada mejor que hacer? ¿Porque tienen miedo de que hablen mal de ellos? ¿Por no traicionar el objetivo propio de hacerla para siempre? ¿Porque no quieren morir? Quizás ellos tampoco lo saben.

Cuando Open House se estrenó estallaba de ideas que en su momento fueron muy novedosas y que ahora ya son parte del repertorio contemporáneo del teatro. Así lo dice la chica del bebé: “Hace siete años habíamos pensado en varias cosas tontas para hacer aquí, en este escenario. Después nos decidimos por estas: hacer playback y hablar al público con un micrófono en ese momento era novedoso. Ahora ya no, parece que esto ya está muy visto, ¿no? La sensación es que los espectáculos se repiten, pero bueno, no podemos dejar de hacerlo aunque ya no sea novedad”. Open House fue demasiado moderna en su momento y ahora nos revela que ya ha pasado su cuarto de hora. Pero nosotros sabemos que es una obra eternamente contemporánea, una obra vieja que se renueva por el procedimiento de hacer evidente lo que el tiempo hizo con ella.

Open House dice que el teatro es el arte del envejecimiento; es dejar que el tiempo pase sobre los cuerpos, sobre las cosas, sobre las ideas. Finalmente, ir al teatro es una experiencia de envejecimiento colectivo.

Esta obra que parece no tener fin tuvo muchos finales. Cuando se estrenó terminaba con “Over the Rainbow”, una canción que parecía sepultarnos en la infancia. Ahora termina con el playback de “Vanishing Act” de Lou Reed porque un día la obra también va a desaparecer, como cuando la asistente del mago se mete en el ataúd con su malla de lentejuelas y en el momento en que el mago vuelve a abrir la tapa ella ya no está. It must be nice to disappear, / to have a vanishing act, / to always be looking forward / and never looking back.

1 Dic, 2008
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