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Estado crítico

IDEAS

 

Notas sobre el pluralismo, el valor y la crítica.

 

Con su reconocido talento para la improvisación aforística, es probable que haya sido Andy Warhol el primero en decretar la muerte del arte de manifiestos y augurar el nacimiento de un arte auténticamente diverso y plural. Cuando en una entrevista del 63 le preguntaron sobre la invasión arrolladora del arte pop, respondió: “¿Por qué un estilo habría de ser mejor que otro? Uno debería ser capaz de ser un expresionista abstracto una semana, un artista pop o un realista la siguiente, sin creer por eso que está dejando algo atrás”. La predicción implícita, menos citada pero más certera que la del derecho universal a los quince minutos de fama, traía un eco de una utopía más radical. En un pasaje célebre de La ideología alemana también Marx y Engels imaginaron una sociedad poshistórica en la que el hombre ya no estaría condenado a una única actividad, sino que podría cazar por la mañana, pescar por la tarde, pastar el ganado por la noche y hacer crítica después de cenar, sin por eso hacerse cazador, pescador, pastor o crítico. La ambición estética de Warhol, en cualquier caso, tuvo mejor fortuna que la utopía social de Marx: mientras el capitalismo tardío agudizó la monotonía del trabajo asalariado y los rigores de la especialización, el panorama del arte se ha vuelto extraordinariamente plural.

Como nunca antes, no hay descripción que pueda abarcar la diversidad proliferante del arte actual, ni obras que puedan hablar en nombre de sus contemporáneas, ni medios específicos que ordenen mínimamente la variedad. Si hay alguna generalización posible es que el arte contemporáneo escapa a la generalización: la libertad del artista se ha vuelto ilimitada y el arte puede ser hoy lo que el artista decida. La imposibilidad de definir una obra en términos estilísticos puede ser incluso su mejor definición. El arte del alemán Martin Kippenberger, por nombrar sólo un ejemplo sintomático de fines de los noventa, se resume así en una crítica reciente: “No tiene sentido entender a Kippenberger como un artista conceptual. Aunque le interesaban los impresos, los formatos museísticos y las preocupaciones curatoriales, no era un militante serio de la ‘crítica institucional’. Pero tampoco era un pintor neoexpresionista, ni un escultor de mercancías, ni un capitalista realista de la época, ni un outsider, ni un fotógrafo conceptual, ni un pastichero descarado, ni un performer chamán. Tarde o temprano Kippenberger ocupó todas estas posiciones, pero sólo como posiciones, de modo tal que pudiera invertirlas, hibridarlas, o hacer que confrontaran sus aspectos reprimidos”. ¿No es el sueño realizado de Andy Warhol?

Que el paradigma del no paradigma domina el arte contemporáneo es una verdad empírica en las bienales internacionales que se multiplican en todas las latitudes, pero también nos alcanza. Basta un recorrido arbitrario por las galerías locales, los museos, las muestras colectivas e individuales, para comprobar que la globalización le ha dado al pluralismo estético alcance universal. Una remake trash en video de un clásico del cine nacional proyectada en un miniautocine de utilería convivía en un premio reciente con un experimento socioficcional en un pueblo de La Pampa, escrupulosamente documentado. La ostentación deliberada de la marca personal en la pintura o el dibujo se impone con igual autoridad que una pila de caramelos que el espectador puede llevarse a gusto de la sala, o una performance repentista en las escaleras del mismo museo inspirada por la coyuntura política; la destreza técnica en la marquetería, el calado de la fórmica o la talla en carbón compite con la construcción de objetos que buscan una forma informe en el readymade del desecho industrial o natural. El yo del artista se proclama con idéntica firmeza que su desaparición, y la materialidad de la obra ocupa el primer plano con igual convicción que su primacía conceptual. En una misma instalación, incluso, la destrucción y la proliferación caótica compiten con la colección clasificatoria y el virtuosismo escultórico.

Pero el reinado rampante del pluralismo estético no es privativo del arte contemporáneo. También en la literatura argentina de los últimos años el relato informe, acumulativo, deliberadamente desaliñado, convive con el de trama bien compuesta, prosa precisa y metáforas trabajadas, y el privilegio del dispositivo narrativo o la defensa de la lengua literaria se celebran tanto como la pretensión verista de un costumbrismo barrial, al punto que un mismo crítico puede señalar con igual entusiasmo y argumentos atendibles la prosa construida frase a frase de un primer libro de cuentos y la lengua poética inespecífica de una artista intermediática. En nombre de la postautonomía, en términos más amplios, se proclama la disolución de los límites entre la literatura y la no literatura, la realidad y la ficción, y la consecuente invisibilidad de la especificidad literaria y la impertinencia de los juicios convencionales de valor. Las “malas escrituras”, surgidas como respuestas antiinstitucionales y antimercantiles a las buenas escrituras canonizadas, ya son norma aceptada por la institución literaria y colorean el eslogan publicitario en el marketing editorial.

Tampoco hay un cauce privilegiado en la renovación del lenguaje cinematográfico. Una película de aventuras pura superficie, omnisciente y verborrágicamente literaria, destaca entre las preferidas del año junto a un cine de climas, minimalista o despojadamente formalista, en el que prima la soledad dramática de un personaje real, o la aventura mental imprecisa de un personaje de ficción que se propone como un relato de enigma pero se ampara en la ambigüedad de lo no dicho. Y más: la pantalla grande ya no se arroga el privilegio de la experimentación narrativa y visual. La serie televisiva ha revitalizado el formato de larga duración con igual diversidad: la inventiva caprichosa de una fábula fantástica compite en adeptos fanáticos con la ambición novelística de una saga mafiosa de ambigüedad moral shakespeareana o un fresco social urbano de un naturalismo facetado, impensable desde Tolstoi.

Contrariando a los ecólogos de la cultura que auguran desde hace tiempo el virtual agotamiento de la novedad, el horizonte del arte se amplía y la experiencia de lo nuevo se vuelve más desafiante pero también más equívoca. Los méritos a primera vista innegables de un espectro rico y diverso se hacen inciertos cuando el canto de sirenas de lo Nuevo resuena en todas partes, y la voracidad del mercado y sus redes de agentes rentados o improvisados aceleran el vértigo del consumo y el juicio express, para vender lo mismo disfrazado de novedad. “Cabe que el paradigma del no paradigma induzca a una indiferencia chata”, arriesga el norteamericano Hal Foster, “una inconmensurabilidad paralizante o un nuevo alejandrinismo, y que la caída poshistórica del arte contemporáneo no signifique una mejora respecto al antiguo determinismo histórico del arte modernista”. Es posible que tenga razón. Atontado en el bazar del arte-puro-presente, pura-libertad-plural, el espectador, el lector, el televidente, no sabe a qué atender, qué elegir, qué valorar. Solo frente a esa esquirla de un paisaje inabarcable, no puede argumentar su gusto o su disgusto, su asombro o su perplejidad, porque no sabe bien qué debe mirar, qué debe leer, con qué debe comparar: lo nuevo se convierte en una experiencia inefable que se registra a menudo con fórmulas ya inservibles o improvisadas con la velocidad de la prensa, la columna semanal y el blog, o un hedonismo mudo que celebra la libertad en nombre de la libertad. El crítico que solía acompañarlo oteando el panorama con ojos más avezados es una especie rara en vías de extinción o una presencia incómoda en las nuevas nupcias del creador con su público, sin intermediarios que puedan aguar la fiesta de la cultura en presentaciones, ferias y festivales.

Así las cosas, ¿cómo orientarse en el campo no amojonado del arte actual? Se dirá que tampoco el desconcierto es nuevo (“Es evidente que nada que concierna al arte sigue siendo evidente”, escribió Adorno en el 69), pero habría que prevenirse del facilismo de una nueva generalización. Frente al espejismo engañoso de lo diverso, convendría empezar por afinar.

 

Si nada relativo al arte era evidente a fines de los sesenta, los motivos de sospecha, desconcierto y perplejidad se multiplicaron en el arte de las últimas décadas. Las oposiciones francas que orientaron los debates estéticos de la modernidad se diluyeron en relaciones inestables, negociaciones estratégicas, alianzas sinuosas, coqueteos cínicos. Eclipsada la tensión entre vanguardia y kitsch que desveló a los modernos, el arte terminó por aceptar la convivencia obligada con la sociedad del espectáculo, sin una oposición tajante a la cultura masiva, sino más bien buscando resquicios y fisuras fértiles, recombinaciones de viejos medios, apropiaciones, recodificaciones, híbridos. Y si bien la potencia crítica del arte perduró abriendo grietas de disenso en el consenso general, las fronteras se han vuelto difusas. Porque ¿dónde fijar el límite preciso entre un arte crítico de la homogeneidad aplastante de la masificación cultural y un arte celebratorio y afirmativo, mero instrumento de la expansión del mercado o la industria?

Tampoco la lógica dialéctica que ordenó la historia de las vanguardias y los grandes movimientos del siglo XX explica ya la variedad estética del arte contemporáneo: ni la estrategia opositiva del “post”, ni la recursividad del “neo” pueden dar cuenta de una coexistencia democrática de soportes, materiales, lenguajes y prácticas que conviven sin afán de imponer dogmas ni paradigmas. La obra misma, en todo caso, aloja la contradicción, la paradoja o la recursividad, sede al mismo tiempo de tesis y antítesis: obras que son y no son arte, ready-mades escultóricos, pinturas realistas y abstractas, obras artesanales y a la vez conceptuales, documentales y a la vez ficticias. Pero entonces, ¿ya no hay artes sino obras y artistas? ¿Cómo orientarse en el vértigo horizontal de un arte que no avanza por medio de negaciones, contestaciones, rupturas, sino que prolifera sin rumbo fijo? ¿Y cómo precaverse de la simple repetición de lo ya visto? ¿Cómo detectar las tensiones verdaderamente productivas?

El esencialismo de los medios, otro estandarte señero del modernismo, tampoco alienta ya la renovación. El postestructuralismo, el legado duchampiano, el arte conceptual y la inespecificidad evidente de un nuevo medio –el videoarte– liquidaron la cruzada formalista de los medios específicos, y aunque la pintura, la escultura, la fotografía o el texto sobreviven en nuevos compuestos, ya no descansan en las competencias técnicas que definieron la cualidad estética de la obra modernista. El arte de instalación, desbordante e inespecífico, cobijó al artista en el tembladeral de la crisis de los medios y desplazó el foco de la experiencia estética al contacto inmediato con el espectador. En la estela de Duchamp y los conceptualistas, por otras vías, el arte aspiró a desmaterializarse y pensarse a sí mismo; difuminado en destrezas intelectuales, se volvió prácticamente invisible. Pero buscando la transparencia autorreflexiva que le permitiera prescindir de todo poder hermenéutico y legitimador, a menudo se volvió opaco, críptico, elitista. La utopía de un arte sin intermediarios que alumbraría a un nuevo espectador y a un nuevo lector sólo congregó a unos pocos, y sumió a muchos otros en la sospecha o los fortaleció en una actitud antiintelectual, antiartística, anticrítica. El arte buscó entonces confundirse con el mundo, mediante nuevas formas de sociabilidad y discursividad capaces de provocar encuentros comunitarios, relaciones dinámicas, formas paliativas de la socialización, alternativas a las formas clásicas de la política y las figuras modernas de lo público; con temperamento utópico o festivo intentó la vía relacional. Pero en esos híbridos de prácticas sociales y discursivas, ¿cómo diferenciar las que alcanzan a articular estructuras perturbadoras de tensión de las que sólo derivan en simple interactividad lúdica, fiesta privada expandida o ejercicio ilegible que vuelve a colocar al artista en el centro de la obra?

La genealogía de la invisibilidad del arte contemporáneo conduce invariablemente a la invención del ready-made y a su confianza renovada en la participación del espectador. Pero mirada en perspectiva, la historia que empieza en la Rueda de bicicleta es más sinuosa y más rica que el simple paso de la representación a la presentación. Aunque Duchamp encontró en el ready-made una forma de negar la pura visualidad del arte, revisar los valores convencionales del juicio estético y crear un arte sin arte, él mismo previó los límites de la empresa y se dedicó a replicar artesanalmente esos objetos industriales en su obra tardía. Recuperó la mano y el cuerpo en una extraña serie de piezas eróticas, abriendo un campo para el ready-made escultórico que articula el pensamiento y la cualidad artesanal en una nueva contradicción productiva: el ready-made hecho a mano. Sospechó quizás que, reducido a la invisibilidad total, el trabajo artístico podía volverse indiscernible de las fuerzas heterónomas del trabajo de las que se apropiaba y reforzar la tiranía de los fines instrumentales de la pura mercancía. Porque a fin de cuentas, ¿quiere el arte alcanzar la invisibilidad total al precio de perder completamente su autonomía? Y de ser así, ¿cómo, con qué herramientas, considerar críticamente un arte casi invisible, informe, elusivo en su variedad?

 

Diluidas las fronteras entre lo alto y lo bajo, la dialéctica del “neo” y el “post” y las definiciones esencialistas de los medios, la posmodernidad se embanderó en la promesa de una libertad sin precedentes: todas las imágenes, objetos, formas, textos, medios, prácticas y lenguajes gozan en principio de iguales derechos estéticos sin diferencias jerárquicas. Pero es posible que la igualdad de lo diverso siga siendo tan utópica e ideológica como la igualdad en la identidad que promovieron los cánones modernos. El arte todavía aspira a crear algo que antes no existía y la diversidad de los caminos posibles no elimina, en términos prácticos, la discusión sobre la innovación y el valor. Boris Groys ataca el centro neurálgico de la cuestión en Sobre lo nuevo, una consideración de la economía del intercambio renovador en la cultura contemporánea: “La igualdad de todas las formas visuales y los medios en términos de valor estético no borra las diferencias entre el buen arte y el mal arte. […] Como siempre ha sucedido, la cultura, en la práctica, sigue considerando, también hoy, determinados tipos de diversidad –y no otros– interesantes y valiosos. O dicho de otra manera: la cultura continúa definiendo a unos tipos de diversidad como nuevos y relevantes, y a otros, por el contrario, como triviales e irrelevantes”. Las instituciones, los museos, los archivos globalizados de la cultura siguen auscultando el presente en busca de lo nuevo. Y preguntarse por lo nuevo es preguntarse por el valor, en la medida en que lo nuevo no es simplemente lo “otro”, sino lo otro suficientemente valioso como para detectarlo, considerarlo críticamente, extraerlo de la corriente indiferenciada de lo diverso y conservarlo. Pero sólo es posible distinguir lo otro valioso de lo otro trivial, confrontándolo con lo que ya ha entrado en la memoria cultural. Ni siquiera los intentos más radicales de apartarse de las instituciones del arte y abandonar la discusión del valor pueden escapar a determinados criterios de selección. (Basta pensar, por ejemplo, en la caracterización de una nueva literatura postautónoma de Josefina Ludmer: no hay autor que haya entrado en su corpus ejemplificador de la literatura de la “realidadficción” sin una selección anterior, cuyos verdaderos criterios no se explicitan. Si ya no cuenta el valor, ¿por qué no hacerles lugar entre las obras ya reconocidas a otras obras imitativas, ingenuas, triviales o francamente malas, con igual vocación de “realidadficción”?) “Lo nuevo sólo es nuevo”, precisa Groys, “cuando no sólo es nuevo para una determinada conciencia individual, sino cuando es nuevo en relación con los archivos de la cultura. […] El principio básico de la configuración de los archivos culturales consiste en que estos necesariamente alberguen lo nuevo e ignoren la imitación: lo que sólo reproduce lo que ya se tiene a mano es rechazado por la memoria cultural como algo superfluo y tautológico”. De ahí la importancia renovada del museo como archivo en una cultura en la que el presente mediático rige el gusto contemporáneo; el museo ha dejado de ser el espacio normativo que resistieron las vanguardias para convertirse en archivo disponible de la memoria histórica, un marco comparativo con el que confrontar el presente tumultuoso del arte con el pasado.

 

También la crítica, liberada ya del dogmatismo, el proselitismo o la misión cautelar y prohibitiva que a menudo le impuso la modernidad, puede abrirse a la experiencia diversa del arte contemporáneo con un marco más amplio de referencia con el que observar el panorama, descubrir nuevas formas del “intercambio entre el contexto valorizado y el espacio de lo profano” del que habla Groys, y caracterizar las diferencias: el crítico como explorador calificado, cartógrafo de mareas, arqueólogo de rastros, rastreador de nuevas formas, dispositivos, prácticas. Es probable que los protocolos teóricos que acompañaron el arte del siglo XX –el psicoanálisis, el marxismo, el estructuralismo y el postestructuralismo– resulten insuficientes como herramientas metodológicas, pero equipada con estos u otros saberes, la crítica puede pensar con el arte, conversar con las obras, formular buenas preguntas. Desamparado frente a un arte que lo empuja a la intemperie de lo nunca visto, invitado a acompañar la libertad escurridiza de su objeto, el crítico puede sin embargo intentar formular la sintaxis de un nuevo lenguaje, detectar una forma en lo informe, identificar un “bien hecho” del “mal hecho”. La discusión del valor no necesariamente radica en el juicio apodíctico sino en la caracterización precisa del objeto en términos de intencionalidad y peculiaridades estéticas. La sociología de la cultura puede seguir encontrando en el arte o la literatura nuevas figuraciones del mundo social y la especulación teórica puede seguir buscando fundamentos para nuevas hipótesis y teorías estéticas, pero la crítica tiene que dar cuenta con la mayor precisión de la que sea capaz no sólo de la molécula –a veces casi invisible en el arte de hoy– que hace a ese objeto arte y no otra cosa, sino también de los atributos que lo hacen diferencialmente atendible y valioso. “La precisión del lenguaje”, dice el crítico Peter Schjeldahl, “es la mejor forma del juicio”.

El ejercicio crítico se ha vuelto más desafiante frente a un arte diverso que quiere pensarse a sí mismo, privilegia la experiencia in situ del espectador y descree a primera vista del valor de la factura. Pero el espectador-lector-crítico no está necesariamente condenado a la anomia en la que parece sumirlo un pluralismo banal. El pluralismo bien entendido no es patente de corso para un arte mediocre, perezoso o pobre, ni licencia a espectadores, lectores y críticos del juicio estético, sino que los llama a confrontar lo nuevo con el archivo de la memoria cultural y a adiestrarse en la apreciación de destrezas alternativas. Invita a aunar el desprejuicio con la atención y el rigor argumentativo, a evaluar un arte en el que prima la idea por sobre la materia por su capacidad de promover lecturas múltiples y significativas, a detectar las reglas que se impone el artista del arte sin género y sin medio específico y observar cómo las cumple y qué obtiene a cambio, a apreciar la calidad de las relaciones que produce un arte participativo y relacional. Aun en las obras que descreen del proyecto y la técnica brilla un cierto grado de eficacia, talento y gracia. “Lo que me maravilla del arte”, dice el suizo Urs Fischer, constructor de extraños artefactos inclasificables, “es que por motivos no siempre evidentes, a veces FUNCIONA”. He ahí un misterio sencillo que sólo el arte puede ofrecer y todavía estamos llamados a descifrar.

 

Lecturas. La respuesta de Andy Warhol aparece en la entrevista de G. R. Swenson “What is Pop Art? Part I”, incluida en Pop Art, A Critical History (Berkeley, University of California Press, 1997). El comentario sobre Martin Kippenberger es de George Baker en “Out of Position: The Art of Martin Kippenberger”, y apareció en Artforum XLVII, N° 6, febrero de 2009. Sobre el pluralismo posmoderno se pueden consultar Después del fin del arte de Arthur Danto (Buenos Aires, Paidós, 1997), Art since 1900: Modernism, Antimodernism, Postmodernism de Hal Foster, Rosalind Krauss, Yve-Alain Bois y Benjamin Buchloh (Nueva York, Thames & Hudson, 2005) y Design and Crime de Hal Foster (Londres y Nueva York, Verso, 2002). “Funeral para el cadáver equivocado”, el ensayo allí incluido del que se extrajo la cita, se publicó en español en milpalabras 5, otoño de 2003. Las citas de Boris Groys pertenecen a Sobre lo nuevo. Ensayo de una economía cultural (Valencia, Pretextos, 2005) y Art and Power (Cambridge, MA, The MIT Press, 2008).

 

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