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¿Dónde está el autor?

LITERATURA

 

Sobre el fantasmático regreso del autor a la ficción.

 

En un ensayo sorprendentemente breve considerando su efecto devastador, Roland Barthes decretó en 1968 “la muerte del autor”. Partía de una pregunta sencilla –¿quién habla?– con la que interrogaba una descripción de Balzac y, ante la imposibilidad de atribuir el origen de la voz al personaje del relato, a la experiencia directa de Balzac o a su saber de escritor, a la psicología romántica o la sabiduría universal, definía la escritura como un espacio compuesto y neutro en el que se pierde toda identidad, empezando por la del autor. La genealogía de ese borramiento podía rastrearse desde Mallarmé hasta Brecht, pero en sintonía con el espíritu antiautoritario que asaltaba las calles de París, Barthes hablaba en presente y decretaba el fin de la tiranía del escritor como centro de la obra y fuente de toda interpretación, entronizando en su lugar al lector: el texto era apenas el producto de un haz de escrituras, ninguna original, “un tejido de citas”, y el yo del autor, una mera instancia de enunciación. Un ensayo capital de Michel Foucault del 69, “¿Qué es un autor?”, y el rutilante elenco de la revista Tel Quel –Sollers, Kristeva, Genette, Derrida– rubricarían muy pronto el acta de defunción. De las cenizas del autor nacían el texto y el lector; de las del humanismo, el positivismo y el estructuralismo, el postestructuralismo y la intertextualidad. Primero como contraseña de iniciados, más tarde como vulgata de la deconstrucción, quedó claro desde entonces que no había que confundir la voz del narrador ni la del personaje con la del autor, ni la materia del relato con las incidencias biográficas del escritor. El primer acto de la teoría del texto se cerraba con una indicación enfática que se convertiría en credo de la nueva crítica y la nueva ficción: Sale el autor. Unas décadas más tarde, sin embargo, el autor resurge de las cenizas, abandona el destierro al que la teoría lo había condenado, se traviste, se disfraza y regresa al texto transformado. Como el sujeto o la historia, la novela o la pintura, no se resigna a morir, y se corporiza en una criatura híbrida, mitad ficticia, mitad real, que confunde deliberadamente los pronombres y los géneros, y juega con los equívocos. Contrariando una de las tantas interdicciones modernas que el ímpetu vital del arte reexaminó, vuelve con ropas prestadas del personaje y el narrador. El nuevo acto de la teoría del texto se abre con una indicación desafiante: Entra el autor.

 

Basta mirar alrededor. Tres de los escritores más renovadores de la literatura latinoamericana reciente sortean por distintas vías la restricción autobiográfica y proponen un pacto ambiguo con el lector. César Aira y Mario Bellatin campean en la novela con nombre propio, recreando en clave irónica, absurda o fantástica la vida cotidiana real, el paisaje próximo, la historia familiar, e incluso la tragedia personal. Pero es el colombiano Fernando Vallejo el más consecuente y audaz en la recuperación de la vida del autor para la ficción, desplegada en los cinco volúmenes autobiográficos de El río del tiempo, surtidor inagotable de un río narrativo que cubre toda su obra. El narrador nunca se aparta del autor que suscribe el libro, pero es imposible decidir si es él, Vallejo, el anticlerical furibundo que injuria inmoderadamente a los curas y a los papas, o el que recuerda con nostalgia al niño que se asomaba a los pesebres de las casas campesinas “esperando que naciera el niño Dios”; si es él el misógino irreductible que insulta a “La Loca” de su madre y a las embarazadas, o el que recuerda con amor devoto a la abuela, “una santa sin beatificar”. El mismo Vallejo que en la arena pública despotrica contra la violencia de Colombia, confiesa en las novelas haberse escapado de un manicomio después del electroshock, envenenado en París a una viejita dueña de una pensión, incendiado un edificio de negros en Nueva York y arrojado por un despeñadero a un muchacho que no se le entregó. La imposibilidad de decidir quién dice “yo” sacude al lector, cómodamente instalado entre los límites reconocibles de la autobiografía y la ficción, abre preguntas sin respuesta y complica el juicio estético y moral. En el tembladeral del pacto engañoso con el lector, el estatuto de verdad del género se tambalea y se revela la naturaleza novelesca de toda escritura del yo. También para la psicología empírica, en cualquier caso, el yo es una historia permanentemente reescrita, un relato de autoconstrucción. “Fernando Vallejo”, podría decir Vallejo reformulando a Flaubert, “no soy yo”.

En un mapa más abarcador y en otra clave, el caso de W. G. Sebald también es revelador. Un narrador que lleva el nombre de W. G. Sebald avanza por un continuo sinuoso que imbrica la memoria, el cuaderno de notas, el libro de viajes, el diario íntimo y el álbum de fotos, entremezclando datos comprobables en la biografía del autor, con incidentes imaginarios de la ficción. Susan Sontag, la primera en hacer foco en ese compuesto inestable, detectó la ambigüedad típica del pacto autoficticio en las preguntas sin respuesta que suscita: “¿Es Sebald el narrador? ¿O es un personaje de ficción a quien el autor ha prestado su nombre, con detalles selectos de su biografía?”. En el híbrido de Sebald (sutilmente trabajado con la contaminación, la impureza, la inclusión y la exclusión propias de “la ley del género”, según Derrida) caben notas críticas, personajes imaginarios y fotos fraguadas, pero también los itinerarios ciertos de sus caminatas, sus recuerdos íntimos, sus fotos reales y el recuento de su enfermedad, entramados en un bastidor extraño, a la vez próximo y distante, que da vibración nueva a la meditación sobre el exilio, la guerra y el Holocausto, y una textura entre fotográfica y pictórica, como de un Richter sombrío, al paisaje devastado del postapocalipsis moderno. En ninguno de los casos la reaparición del autor es motivo de celebración: vuelve como un fantasma que se pasea por el campo arrasado para registrar, con la invectiva o el lamento, los restos de la destrucción. En uno y otro caso el texto es mucho más que un haz de escrituras, un tejido de citas, un compuesto neutro. La lengua inconfundiblemente propia oficia de memento mori del autor.

 

También la novela argentina parece haber levantado la interdicción autobiográfica. Un repaso de la narrativa más reciente –novelas de la segunda mitad de 2007, digamos, para acotar el panorama y centrar el foco– obliga a plantear una pregunta que la crítica había desterrado del inventario habitual: ¿dónde está el autor? Las vidas reales conviven con las imaginarias en una mezcla que da mayor o menor consistencia a la persona del autor y produce efectos contradictorios.

La narradora de El desperdicio de Matilde Sánchez recapitula en primera persona la historia de Elena, joven promesa de la crítica literaria de los ochenta, frustrada trágicamente por la decadencia y la enfermedad. Lectores cercanos a la autora podrán reconocer a la persona que inspira el personaje, pero Sánchez prefiere conservar en la novela el velo de la ficción que en parte también la envuelve. La escritura avanza con un impulso doble de pudorosa intimidad: los nombres y muchas de las incidencias son ficticios pero la elegía de la amiga muerta es real.

También Sergio Chejfec en Baroni: un viaje se acerca a una persona real, la artista popular venezolana Rafaela Baroni, pero entre el narrador y Baroni, entre su relato y la Venezuela por la que viaja el narrador, media una distancia que la escritura pone deliberadamente en escena. Es la colección de tallas próxima a la mesa de trabajo del escritor la que guía el viaje del título. El yo del autor, también pudoroso aquí, se enajena en los meandros del pensamiento y la descripción.

Con vocación ficcional más neta, Ciencias morales, la última novela de Martín Kohan, elige un espacio y un tiempo significativos en la biografía del autor –el Colegio Nacional Buenos Aires en 1982–, los puebla incluso con algunos nombres reales de sus compañeros de división, pero los despoja de cualquier experiencia propia para tramar una microhistoria de represores reprimidos que funciona casi alegóricamente como representación de un mal nacional mayor. Si hubo algún roce más doble y más oscuro con la represión en la experiencia personal del Colegio, queda deliberadamente fuera de la pulcra alegoría de Kohan en la que, olímpicamente, el mal está siempre distante.

María Domecq de Juan Forn, Historia del llanto de Alan Pauls y Derrumbe de Daniel Guebel, aparecidas casi al mismo tiempo y escritas por autores de una generación criada al calor de los debates de la deconstrucción, se lanzan más francamente, por caminos muy variados, a la reinvención equívoca del yo. Historia familiar falaz, testimonio ficticio o rapto confesional son las formas más o menos mediadas que el escritor encuentra para reapropiarse de la materia viscosa y escurridiza de la experiencia personal. Para apreciar la naturaleza mixta de esos productos extraños de la ingeniería genética literaria conviene volver a Barthes, testigo privilegiado si no artífice de la muerte y resurrección del autor.

 

En una de las tantas ironías de la historia intelectual, fue el mismo Barthes, emisario apocalíptico de “la muerte del autor”, quien concibió una ingeniosa contorsión de la primera persona para escapar de lo que él mismo llamó “la arrogancia de la teoría”. Sus últimos libros y seminarios amalgaman la reflexión ensayística con el diario íntimo, la nota crítica con el álbum de retratos de familia. La preparación de la novela, el último seminario dictado a fines de los setenta, razona dilatadamente esa implosión de las categorías genéricas y va todavía más allá. Con tono melancólico, Barthes admite que el progresivo desgaste del lenguaje ha vuelto al autor pesimista con el futuro de la literatura, lo retrae, lo exilia y lo llena de nostalgia. Pero si existe “la preparación de la novela” es porque la muerte de la literatura todavía se puede retardar. La novela que promete el título nunca se completa, pero el seminario se cierra con un perfil de la obra que Barthes, decididamente antimodernista ya, hubiera querido escribir: una obra simple (esto es, legible), filial (generosa con la tradición), deseable (capaz de abolir la distinción entre lo nuevo y lo antiguo). “Todavía”, dice parafraseando a Schönberg para cerrar el curso, “es posible escribir una obra de Do mayor”. Antes, había intentado un híbrido de formas conocidas en el que pudieran coincidir “el libro de las ideas” y “el libro del Yo”. El epígrafe manuscrito que abre Roland Barthes por Roland Barthes enuncia la fórmula sencilla con la que pervierte el pacto autobiográfico con una mínima mediación capaz de liberar la interioridad del escritor: “Todo esto debe ser considerado como dicho por un personaje de novela”. Crítica, autobiografía y ficción se engarzan en una escritura literalmente fantasmática que permite recuperar el yo después de la muerte del autor. En el pacto también ambiguo del próximo libro, el autor presta al sujeto amoroso su cultura, y el sujeto amoroso le transmite la inocencia de su imaginario. “Es pues, un enamorado el que habla y dice:”, se lee al comienzo de Fragmentos de un discurso amoroso. Más de una clave está en Proust, que sólo pudo acometer la escritura de En busca del tiempo perdido cuando encontró su propia forma de decir “yo”, mediante una compleja combinación de voces propias con las que da textura a un sujeto disperso en la biografía y recobrado en las capas superpuestas de la ficción.

La “marcelización” de Proust y la autobiografía desviada de Barthes fructifican en la narrativa de hoy en una forma híbrida para la que el francés Serge Doubrovsky, hace más de cuarenta años, acuñó un neologismo, autoficción. Y si bien es cierto que en una cultura ebria de narcisismo la rentrée ingenua del autor puede tentar al pintoresquismo del ego, la heroización del artista o la sobreexposición obscena de la intimidad y atrofiar la imaginación, puede también recuperar una energía perdida, avanzando en un terreno de límites imprecisos, que instaura la duda y la ambigüedad como relación natural con el mundo real. Robbe-Grillet lo dice con una fórmula precisa en el primer volumen de su trilogía “autobiográfica” de título elocuente, El espejo que vuelve: “Lo real comienza cuando el sentido vacila”. La reconciliación ilusoria de géneros puede cumplir una función crítica, reuniendo fantasmagóricamente versiones irreconciliables del yo, resistiéndose a la traducción unívoca de la interpretación. En el intento de reapropiarse de su verdad, el autor duplica la fractura que quiere reparar. El sentido de la vida se nos escapa, dice Doubrovsky, pero podemos reinventarlo en la escritura.

 

Un momento de inflexión en la vida personal, una fractura, precisamente, es el punto de partida de María Domecq de Juan Forn, que se abre con un nota periodística enmarcada en un relato autobiográfico, enmarcado en una saga familiar, enmarcada en una crónica histórica, pero que aclara en la tapa, para prestar a confusión, que no se trata de una crónica periodística, ni de una autobiografía, ni de una crónica histórica, sino de una novela. Domecq es efectivamente un apellido familiar de Juan Forn, pero María es un personaje ficticio. La novela revela desde el título la marca genética de la autoficción: el choque de pactos antitéticos aniquila el último reducto del realismo, el nombre propio. Todo cabe a partir de esa módica indicación genérica de la tapa y el autobiógrafo se arroga el derecho de colorear la frondosa historia familiar (“un tema digno de una novela –el tema, quizá, de toda mi vida como novelista”, dice Forn) con personajes imaginarios, potenciar los enigmas con incidentes fortuitos, combinar su oficio de cronista con el de novelista y acomodar en las líneas de fractura la confesión del diario íntimo. Como si hubiera esperado pacientemente hasta encontrar una forma capaz de dar cuenta de la estatura novelística de su “novela familiar”, Forn entrama el recuento de las vidas dobles del álbum personal con la duplicidad de un relato falaz, mitad verdadero, mitad ficticio, que le permite acercarse a los secretos familiares, respaldándose en el mismo equívoco. El pacto autoficcional, dice Genette, da paso libre en la aduana de la escritura personal, dejando al autor al resguardo de cualquier acusación: ante el menor riesgo de daño, se alegará que se trata de una licencia de la ficción. “El Juan Forn de la novela”, podrá decir Forn, “soy yo y no soy yo”. La arquitectura sutilmente calibrada se ajusta a la estatura novelística de la historia familiar y si el libro pierde espesor es más bien en el plano del lenguaje. De la vecindad entre autoficción y autofricción Doubrovsky quería extraer una forma que “confía el lenguaje de una aventura a la aventura del lenguaje, fuera de la sabiduría y la sintaxis de la novela tradicional o experimental”. El híbrido, si la química funciona, debería dar vibración al lenguaje que avanza también a tientas por la cuerda trenzada del yo.

La materia del relato es igualmente próxima en Historia del llanto, pero la variante pronominal con la que Alan Pauls recrea la infancia y la adolescencia es otra. Consciente de los riesgos de la tentación autobiográfica que lleva a recuperar el niño que fue el escritor (“Tarde o temprano todos los escritores vomitan su infancia”, alerta insidiosamente el mexicano Alejandro Rossi), Pauls no sólo hace de la distancia (o, mejor dicho, de la falta de distancia y el exhibicionismo sentimental algo obsceno del progresismo de los setenta) el tema de la novela, sino que elabora un dispositivo complejo por el que el personaje y el narrador son apenas reflejos fugaces del autor en una galería de espejos deformantes. El pacto es otra vez contradictorio con deliberación: la novela ficcionaliza una mediación (“Un testimonio”, se dice en la portada y unos paréntesis con puntos suspensivos simulan cortes en un texto hallado y transcripto) y se reapropia de la experiencia personal en tercera persona, extendiendo por otras vías la autobiografía sesgada que Pauls había empezado a explorar en Wasabi y afinado en La vida descalzo. Si el trabajadísimo juego de tiempos del relato (un presente inclusivo que abarca todos los tiempos) es heredero de Proust, la nominación con la que se conjura el miasma progresista (“lo cerca”, “la náusea”) y la fluidez con que las ideas se cuelan en la ficción (literalmente “dichas por un personaje de novela”) derivan del último Barthes. El resultado es inquietante: desdoblado por la mediación, Pauls deja fluir el torrente narrativo y libera un juicio despiadado sobre una cuestión espinosa, pero en una especie de efecto boomerang hay algo levemente obsceno también en la distancia del adolescente recreado por el autor adulto, telqueliano precoz que lee La Causa Peronista como si fuera un relato de aventuras. El efecto de la fulgurante prosa también es perturbador. El estilo personal ya muy reconocible delata al autor y crea una relación ambigua con el testigo que escribe en tercera persona. El experimento audaz de Pauls (“gran aventura del lenguaje”, en la fórmula de Doubrovsky) deja abierta una pregunta medular: ¿existe el grado cero de la autobiografía?

Pero es Daniel Guebel, quien ya se había sumergido en el abismo de las relaciones amorosas a través de los personajes ficticios de Nina, el más resuelto a explotar el rédito narrativo de la superposición equívoca del autor, el narrador y el personaje. En Derrumbe, compuesta con variaciones sobre la experiencia fresca de la separación conyugal, hila la rumia emocional con el autoexamen del fracaso, las aventuras banales (puro ruido con que se aturde el abandonado) con digresiones sobre el éxito y el valor del arte. La materia autobiográfica se maquilla o se transforma: el patetismo exacerbado vira a la comedia en las primeras páginas y a la farsa fantástica en las últimas (“Mi tragedia”, escribe Guebel, “es ser un autor cómico por aberración de la forma”). Pero no por eso se desanda el camino resbaladizo que abrieron el rapto confesional real, las miserias personales que se han ventilado, las fracturas y las lacras expuestas por el yo desnudo (el narcisismo, el machismo), ni el ímpetu y la lucidez espasmódica que las heridas imprimen en la novela. Y si bien a Guebel nunca le faltaron talento narrativo y una soltura envidiable en la prosa, esa combinación escabrosa (excedida apenas de delirio airiano en el cierre) resulta sorprendentemente eficaz en la presentación facetada del yo. No es a fuerza de distancia que Guebel sortea la exhibición impúdica de la intimidad en Derrumbe, sino zambulléndose en “la nebulosa biográfica”, para usar otra expresión feliz de Barthes, tanteando formas más flexibles para encauzar la emoción que “no tiene nombre, carece de palabras”.

En la novela del autor redivivo, se verá, se abre una alternativa de sobrevida para las formas exánimes. No es la única ni la más aconsejable para el autor incauto, pero convendría no despacharla con juicios destemplados y generalizaciones defensivas. Si la vuelta del yo a la ficción inquieta al lector, lo desacomoda y hasta lo irrita, se trata en el mejor de los casos de un efecto calculado que es la primera prueba de su energía.

 

Lecturas. A partir de la reedición de los cinco volúmenes de El río del tiempo, todas las novelas de Fernando Vallejo han sido editadas por Alfaguara. Las novelas argentinas citadas se publicaron en 2007 en Buenos Aires: El desperdicio y Baroni: un viaje, en Alfaguara; Ciencias morales e Historia del llanto, en Anagrama; María Domecq, en Emecé y Derrumbe, en Mondadori. Además de los textos de Barthes, todos editados por Siglo XXI, resultaron inspiradores para este artículo “La ley del género” de Jacques Derrida, “Roland Barthes’s Novel”, de Antoine Compagnon (October 112, primavera de 2005), Autofiction & Autres mythomanies littéraires, de Vincent Colonna (París, Tristram, 2004). La cita de Serge Doubrovsky es de Fils (París, Galilée, 1977).

1 Mar, 2008
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