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Milpalabras

MILPALABRAS

 

Mujeres enjauladas, mujeres amenazadas por trenes con cabeza de serpiente que salen del mar, mujeres que arrastran piedras gigantescas, mujeres a punto de caer de la cornisa de una chimenea, mujeres espantadas por su propio rostro multiplicado en un espejo…

Hay algo curiosamente enciclopédico en Los sueños, la muestra de la fotógrafa Grete Stern en el Malba de Buenos Aires. La mujer parece ser siempre la misma: la misma edad (unos treinta años), la misma elegancia modesta, recatada, en la ropa y el cuerpo, el mismo aire de asombro, de alarma o de ilusión. Lo que va cambiando es todo lo demás: el decorado (que va del interior inundado de un hogar de clase media a una playa desierta, de la llanura a una botella de agua), la atmósfera (inquietud, zozobra, alucinación), la situación dramática (persecución, encierro, esfuerzo, opresión). Como si Los sueños fuera la antología de los grandes libretos oníricos en los que una mujer –“la” mujer– puede desplegar como nunca su talento de prima donna atribulada. 

Esa combinación de histrionismo y de sufrimiento, de protagonismo espectacular y de calvario, es quizás uno de los rasgos más notables de la exposición de Stern, aunque no de los más inesperados. Las imágenes de Los sueños vieron la luz entre 1948 y 1951, una época que –al menos en la Argentina, donde la gran fotógrafa alemana vivía desde mediados de los treinta– promovía con fervor la alianza entre vedettismo y denuncia social. Es la época del primer peronismo; Evita –máxima aleación argentina de iconocidad y militancia– muere en el 52, un año después de que concluya el ciclo de Los sueños. La heroína de las fotos de Stern es la mujer entusiasta y oprimida de las clases populares, la misma que accede por primera vez al voto con Evita, pero es también –como Evita– una actriz, una estrella, una criatura imaginaria que nunca es tan poderosa como cuando actúa su debilidad frente a una cámara.

En rigor, aun respaldadas por el prestigio de una celebridad de la fotografía como Grete Stern, las imágenes de Los sueños son menos obras de arte que frutos de un sorprendente experimento sociocultural. Hoy, exhibidas en un museo, pueden verse como ejercicios de un surrealismo más o menos naïf, parientes cercanas de los dream settings que tres años antes Salvador Dalí había diseñado para Hitchcock en Spellbound. Pero estas mujeres acosadas por teléfonos gigantescos o condenadas a tocar pianos con teclados de máquina de escribir ante la mirada burlona de un público de hombres no nacieron estrictamente de la imaginación privada de Stern. No son fotos, en realidad, sino fotomontajes; es decir: obras mixtas, “impuras”, manipuladas, cuya técnica de ensamblaje de imágenes heterogéneas –importada del agit prop soviético, el dadaísmo o la gráfica alemana de entreguerras– parece reflejar el fenómeno de confluencia excepcional que las hizo nacer.

Stern compuso las imágenes de Los sueños por encargo. Se las había pedido una revista femenina de circulación masiva, Idilio, para ilustrar la sección “El psicoanálisis le ayudará”, donde, amparado por el seudónimo de Richard Rest, el sociólogo italiano Gino Germani (otro europeo abducido por Buenos Aires, pieza clave en el nacimiento de la sociología universitaria argentina) analizaba los relatos de sueños que enviaban periódicamente a la revista sus lectoras. Fueron tres años de intensa colaboración semanal. No tenemos los ciento cincuenta fotomontajes que Stern hizo durante ese lapso (tampoco, hélas, las interpretaciones de Germani), pero la serie que cuelga de las paredes del primer piso del Malba alcanza a dar una idea de lo que puede haber sido esa tentativa de psicoanálisis pop instrumentado a escala social por una revista del corazón.

La brocha de pintar con cabeza de mujer en vez de cerda (Sueño 31: “Pincelada perfecta”) y la mujer-velador que una enorme mano de hombre se dispone a apagar (Sueño 1: “Transfiguraciones. Artículos eléctricos para el hogar”) son ejemplos de una fusión técnica, conceptual y política que todavía conmueven. El mensaje es simple y directo: “la mujer es un instrumento en manos del hombre”. La metáfora, sin embargo, nunca es completa: las costuras que unen la foto de la mujer y la del velador son visibles, los recortes son obvios, el pegado siempre deja un poco que desear. Al revés que el photoshop, siempre preocupado por no dejar rastros, la técnica rudimentaria del fotomontaje muestra sus cicatrices, y así pone en crisis la metáfora y socava su aire de fatalidad. Gracias a las “imperfecciones” del procedimiento, vemos al mismo tiempo lo que la mujer es en estado de opresión (una mujer-objeto) y lo que podría ser emancipada (una mujer que no coincide del todo con el objeto al que quieren reducirla); vemos el statu quo y también la utopía, esa promesa de otra vida que Stern se da el lujo de ilustrar, en la foto de la mujer enjaulada, por ejemplo, con el detalle pícaro del abanico que oculta la cara de la víctima (pero no sus ojos desafiantes) y sus dos pies saliendo por entre los barrotes, tanteando el aire de la libertad. Los sueños vuelve a hacer visible la potencia crítica que acecha en un procedimiento artístico arcaico, pero sobre todo nos asombra con la vitalidad, la audacia y el desafío implícitos en una idea casi tan frankensteiniana como el fotomontaje: zurcir pedazos tan diversos como una fotógrafa hija de la Bauhaus, un prócer italiano de las ciencias sociales, una ciencia conjetural (el freudismo) y un popular house organ de la industria de los sentimientos para producir un extraordinario documento de política de género.

 

Imagen. Grete Stern. Botella del mar (sueño Nº 5), 1950.

1 Mar, 2010
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