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El rock como memoria artificial.
Bájate de mi nube. Los Rolling Stones representan una exaltada variante del recuerdo. Al oírlos, recuperamos cosas que no siempre tienen que ver con ellos. Además, sus conciertos fomentan la resurrección de las amistades. De pronto, un señor que se parece a Séneca el Viejo te abraza con un furor que sólo se vuelve lógico cuando te recuerda que acampó contigo en Puerto Ángel en 1973 y aún le debes el autobús de Pinotepa Nacional al DF.
Los Stones existen desde hace casi medio siglo y convocan diversas zonas del tiempo. Un impacto peculiar para una especie que se ha desentendido del arte de la memoria y almacena datos en prótesis cibernéticas.
Antes de la invención de la imprenta había que adiestrar la mente para recordar información. Cicerón favorecía el método de la memoria espacial: imaginar un edificio y ubicar datos en forma de mobiliario (al abrir una habitación, la mente “veía” un ancla que podía aludir a las rutas de los navíos o a un poema sobre la tempestad). Buena parte de la cultura se preservó con este sistema. Pero nada es unánime bajo la inconstante luna: el mercurial Temístocles dijo que no tenía otro deseo que entrenarse en el olvido.
Los habitantes del siglo XXI somos la tribu de Temístocles. Disponemos de tantos cacharros para archivar datos que la desmemoria se ha vuelto una condición de la existencia. El olvido es a nuestra mente lo que la fibra al intestino: un vacío gratificante.
Pero de golpe llegan los Rolling Stones, Jagger se hace el inexplicable corriendo con frenesí como un atleta de la categoría sub-70 y recuperas capas de tu existencia.
El domingo 26 de febrero de 2006, sesenta y cinco mil personas nos convertimos en una evanescente versión del prójimo. Todos los desconocidos podían ser amigos íntimos de otros años. La frase más repetida era: “¿Te acuerdas de mí?”. Un psicodrama de encuentros y desencuentros. Transcribo la historia de mi amigo Paco, muestra del proceso memorioso que provoca el rock del periodo clásico.
Como Temístocles, Paco vive un intenso presente. Su profesión de diseñador industrial le ha dejado esta frase favorita: “La moda es lo que pasa de moda”. Adicto a novedades y rupturas, ha hecho del cambio un asunto de carácter: lleva tres matrimonios y tres divorcios. Para otorgarse coherencia psicológica, habla de sus ex mujeres como avatares de la misma persona. Atento a los dibujos animados, se ha dejado cautivar por tres versiones casi idénticas de la Superchica. Todo esto significa que se refiere a sus ex como Burbuja, Bombón y Bellota.
Como Paco circula lejos del siglo I a.C. en el que Cicerón perfeccionó la oratoria, sus amigos ignoramos el arte de recordar. Nunca sabemos quién es Burbuja y quién Bombón. Lo cierto es que el Eterno Femenino encarna por triplicado en su biografía.
El tiempo ha durado lo suficiente para que cualquier persona tenga motivos de escuchar a los Stones: Paco se encontró con las tres fases de su vida en el mismo concierto. Los reyes viejos del rock lo sometieron a un careo con una vida que creía sepultada.
Se topó con Burbuja cuando fue por un whisky. Sus Satánicas Majestades cantaban “Angie”. Paco recordó la noche en que veía el Super Bowl y sonó el teléfono. Dejó que entrara la contestadora y oyó la voz de Burbuja: estaba en el kilómetro 37 de la carretera a Cuautla y se le había ponchado una llanta. Fue por ella, pero sólo cuando acabó el Super Bowl. No la encontró porque unos rescatistas, dignos de su nombre de Ángeles Verdes, llegaron una hora antes que él.
El encuentro con Bombón ocurrió cuando Jagger cantaba “Bájate de mi nube”. Paco recuperó la olvidada tarde en que ella le habló por teléfono celular desde un elevador. Se había quedado atrapada en el piso 28 de un edificio de consultorios médicos. Paco recibió la llamada en la otra punta de la ciudad y llegó después que los bomberos (había hecho una escala imperdonable para comprar la pasta de dientes con flúor que ella nunca incluía en sus listas del super).
Vio a Bellota durante “Azúcar morena”. Cuando vivían juntos, ella se dedicaba a hacer flores de mazapán. En una ocasión, Bellota salió de viaje. Paco comió pan con mermelada sobre un arreglo que a ella le había costado gran trabajo. Al día siguiente, el mazapán estaba invadido de hormigas. Paco lo tiró a la basura. El detalle ruin vino después. Su mujer habló de larga distancia para avisar que un cliente pasaría por el arreglo. Paco fue a casa de una colega de Bellota a conseguir otro arreglo, y se acostó con ella. Todo en menos de dos horas.
Tres llamadas perdidas entraron en la mente de Paco, con la fuerza de las profecías retrospectivas. “El tiempo está de mi parte”, cantaron los Rolling Stones. Pero también cantaron: “El tiempo no espera a nadie”.
Encontré a Paco a la salida, en el desolador momento del regreso. Parecía el hermano extraviado de Keith Richards. “Soy un crápula –dijo–: he vivido en una nube.” Me contó los detalles de su viaje al pasado. No hice nada por mejorar el asunto al recordarle que las tres superchicas eran excepcionales. Desde un puesto de camisetas salió el estruendo de “Simpatía por el diablo”. La cara de Paco empeoró. ¿Qué pesadilla de la memoria lo agobiaba? Se despidió de prisa, con un abrazo vacilante.
Le hablé pocos días después para ver cómo estaba. ¡Olvidé que vivimos en el siglo del olvido! Cuando le dije que me había preocupado verlo así en el concierto, contestó: “¿Cuál concierto?”. Su memoria sólo regresará con los Rolling Stones.
“La música, misteriosa forma del tiempo”, escribió Borges.
El archivo como vanguardia. Los conciertos que Bob Dylan ofreció en México en febrero de 2008 sirvieron para explorar la forma en que envejece o se renueva la música en vivo. El músico de Duluth pertenece a la esquiva variante de la leyenda. Esto hace que se le aplauda con mayor unanimidad cuando llega que cuando se va. Al término de sus conciertos, algunos fans se rascan las canas, preguntándose si esperaban eso.
Ciertos artistas reciben el reproche de que sus obras se parecen demasiado entre sí. En una entrevista con Vanity Fair, Woody Allen comentó que ha filmado dramas, comedias, versiones de tragedias griegas, musicales, historias fantásticas y tramas policiacas, pero lo critican por repetirse. “Mis películas son como la comida china –comentó–: hay muchos platillos distintos pero todos saben a comida china.”
Dylan es objeto del reproche opuesto: cuando actúa, sus obras no se parecen a sí mismas. Si David Bowie transfigura su música de disco en disco, el autor de “Los tiempos están cambiando” transfigura en vivo lo que hizo en el estudio.
Desde principios de los sesenta, cuando desconcertó al público por incluir instrumentos eléctricos en el folk, Dylan ha vivido para la ruptura. Al mismo tiempo, es fiel a la tradición popular norteamericana. El password de su estilo: lo clásico es impredecible.
En un momento en que nada vende tanto como la nostalgia y músicos que se odian a muerte se reúnen porque su pasado tiene más éxito que su presente (Yes, Police, las mil reencarnaciones de Deep Purple…), Dylan reinventa sus composiciones con tal apetito de metamorfosis que resulta imposible distinguirlas. Para los fanáticos que llevan décadas usando una camiseta con la melena de medusa del profeta, es reconfortante saber que Greil Marcus, señero biógrafo de Dylan, tampoco reconoce las canciones.
Esta cirugía reconstructiva no se guía por un criterio definido. En los tiempos en que se hacía acompañar por The Band, el compositor optó por versiones más cercanas a un rock básico y la dotación instrumental que luego emularía la E Street Band de Bruce Springsteen. Cuando se presentó en México en 1992, en el infausto Palacio de los Deportes, deconstruyó sus canciones sin que eso fuera demasiado interesante. En 2008 llegó dispuesto a mostrar que los afluentes del rock llevan a una misma desembocadura y sugerir, con retrospectivo mesianismo, que él los creó todos. Su grupo hizo que el contrabajo, el banjo y el violín convivieran sin trabas con la guitarra eléctrica. Hubo aires de bluegrass, country & western, boogie y rocanrolito sin salir de la atmósfera dylaniana. El efecto fue similar al de Buena Vista Social Club, descrito por Ry Cooder como “una orquesta de los años cincuenta que nunca existió”. Dylan inventa un pasado donde diversas corrientes y épocas del rock tocan al unísono. Estamos ante un archivista que improvisa la tradición. Su atuendo de vaquero imaginario confirma su gusto por reformular lo típico. Lo mismo sucede con el título de su disco Modern Times: lo “moderno” remite a la canónica película de Chaplin. La contradicción es deliberada: en el negocio de objetos usados de Bob Dylan, lo antiguo es actual y viceversa.
En ocasiones, un artista se vuelve esclavo de una obra, el hit que lo define. Si Leonardo resucitara, tal vez abominaría de la Gioconda. El gesto de Duchamp de pintarle bigotes desestabilizó una imagen que amenazaba con ser más reverenciada que apreciada. Dylan hace algo parecido. Toca melodías icónicas (“It Ain’t Me, Babe”, “Like a Rolling Stone” o “Blowin’ in the Wind”) con el placer de quien rearma otro Meccano con las mismas piezas. La transformación es tan radical que cuando un estribillo suena idéntico a la versión original parece rarísimo. El asombro recuerda la segunda Gioconda que “pintó” Duchamp: sin los bigotes de su versión anterior, ofreció una Mona Lisa “afeitada”. El cuadro de Leonardo nunca volvería a ser sólo el cuadro de Leonardo. En forma similar, las canciones de Dylan no pueden ser como antes: tienen mucho pasado por delante. Cuando una melodía suena en el concierto como el disco, sorprende mucho: lo auténtico parece artificial. ¡La Gioconda está afeitada!
En Chronicles, su excepcional autobiografía, Dylan ofrece algunas claves de su estética. Su memoria tiene la salvaje precisión del coleccionista de mariposas. Recuerdos clavados con alfileres. Esta pasión por el detalle sigue una caprichosa estructura. “Nunca olvido una cara”, escribe Dylan en el tono de un detective del cine negro; sin embargo, sus recuerdos hiperrealistas llegan como las barajas accidentales que recibe un tahúr. No olvida, pero desordena.
En sus conciertos, baraja las canciones para tentar a la fortuna. En alguna ocasión, los publicistas de Columbia lanzaron un lema para contrarrestar los exitosos covers de “Blowin’ in the Wind” y defender el estilo hipernasal que autorizó a cantar a tantos trovadores sin voz: “Nadie canta a Dylan como Bob Dylan”. El tiempo ha demostrado que tenían razón. Dylan es fiel a sí mismo: sólo él logra que lo auténtico suene distinto.
El lado oscuro de la luna. Por lo visto hay una parte del cuerpo destinada al paroxismo. Los grandes conciertos de rock activan músculos que no sabías que existían y sirven para alzar los brazos con frenesí (los mexicanos casi no los usamos porque los tenemos reservados para cuando ganemos el Mundial).
El entusiasmo que me llevó al calambre fue el concierto de Roger Waters en la ciudad de México. En julio de 2007 el ex integrante de Pink Floyd tocó el rock progresivo que definió los usos de una generación. Hace más de treinta años, mi primer trabajo consistió en escribir los guiones del programa de rock El lado oscuro de la luna, que transmitía Radio Educación. El título, tomado de Pink Floyd, sugería un contacto con el reverso de las cosas. En las precarias frecuencias de 1977 la música que transmitíamos era una rareza. Para la generación i-Pod, resulta difícil comprender lo que significaba conseguir discos en aquel mundo a medio camino entre los fenicios y la globalización.
Las disqueras nacionales rara vez fabricaban acetatos de rock y cuando lo hacían, demostraban que el “modo mexicano de producción” no siempre lograba que el agujero estuviera en el centro del disco.
En ese lejano oeste de la cultura nada era tan útil como tener un amigo con una tía hospitalizada en Houston. Nuestro programa no hubiera prosperado sin el inolvidable Champiñón. Cada vez que alguien de su familia cruzaba la frontera para ver a su tía, regresaba con un pedido para nosotros. Recuerdo el desconcierto de su madre cuando nos trajo las obras de un conjunto cuyo nombre era no sólo difícil de justificar sino de comprender: The Flying Burrito Brothers.
El Champiñón nos ayudó como un apóstol del libre mercado y esto tendió un velo sobre sus defectos. El más vistoso era su forma de bailar: creía tener un ritmazo y articulaciones adicionales para ponerlo en práctica. Verlo en una fiesta era como ver a alguien afectado por el gas mostaza. Una amiga me dijo con angustia: “Eres su gran cuate, dile que no baile, al menos no así”. Inmune al ritmo y al ridículo, el Champiñón agitaba la masa de pelo que justificaba su apodo. Su reputación hubiera sido estupenda en caso de conservar el estado de reposo. ¿Pero quién agradece que le digan que su coreografía astral es vista como un ataque de epilepsia? No quise ser el mensajero de las malas nuevas por dos razones: el respeto a los movimientos de cada quien y la necesidad de que me siguiera consiguiendo discos.
Mi interesada solidaridad fue peligrosa. Una maestra de la preparatoria me prestó su casa para que hiciera una fiesta y tuvo la generosidad de irse a Cuernavaca “por si nos alargábamos”. Llevé el disco que me acompañaba a todas partes: Dark Side of the Moon. La canción “Eclipse” sonó como un diagnóstico cerebral del Champiñón: esa noche bailó sobre una colección de diablos de Ocumichu, reduciendo las artesanías a un infierno de guijarros. Quedé pésimo con la opinión pública de mi tiempo, encaprichada en que fuera yo, el amigo del alma, quien le revelara al Champiñón que no es necesario vivir para bailar de esa manera.
Treinta años después tomé el camino de expiación que significa ir al Foro Sol de la ciudad de México. En cumplimiento de alguna maldición azteca, los capitalinos no nos podemos divertir sin sufrimiento. No encontramos estacionamiento y dejamos el coche al cuidado de un hombre al que un trapo acreditaba como “vigilante”. Oímos la primera canción en el puente que lleva al Foro.
Juan Pablo, nuestro hijo que entonces tenía quince años, llegó a Pink Floyd de la única manera en que acepta compartir algo con nosotros: estrictamente por su cuenta. Mis años de espera para enfrentar a la leyenda se sumaban a los suyos. ¿Qué sucede con las canciones que llevamos en la mente? Sucede el tiempo. Recuerdos confesables e inconfesables se mezclaron en la extraña energía de la multitud.
Los aviones aterrizaban en el aeropuerto, muy cerca de nosotros. Alguno de ellos se habrá desconcertado con el enorme cerdo volador que Roger Waters soltó en medio del concierto y acaso aterrizó en una comunidad huérfana de símbolos que le rendirá culto sagrado.
Poco antes del final apareció la luna, lejana como el álgebra, según quiso el poeta. Seguramente, Waters ignoraba el significado original de “México”: el ombligo de la luna.
Encontré gente de distintas etapas del túnel del tiempo, asombrado de que el reconocimiento fuera posible. De pronto, vi un cuerpo en trance de alto voltaje. El Champiñón, claro está. Se acercó a saludarme y me recordó que su tía regresó de Houston con discos de Incredible String Band para mí. Decidí que tampoco ahora había llegado el momento de hablar de su ritmo.
Siguiendo un sentido tribal de la seguridad, los encargados del Foro te marcan el cuello con un plumón rojo. Este toque de distinción significa que puedes ubicarte hasta adelante. El Champiñón no tenía el prestigioso agravio. Se dio cuenta de que mis ojos revisaban su cuello. “Me colé”, sonrió. Nada lo define mejor: es el que llega sin invitación pero no sobra.
Me dediqué a observarlo, sorprendido de que aún pudiera moverse de ese modo. Los años aplazan sus lecciones. Al día siguiente, su elasticidad sin objeto aparente me pareció envidiable.
Amanecí como si el Champiñón hubiera danzado en mi espalda. Por primera vez sentí en carne propia el lado oscuro de la luna: los músculos celebratorios existen; si no los usas a tiempo, duelen mucho.
Bailando en el espacio. Hubo un tiempo en que el espacio exterior quedaba en México. En los años sesenta el rock llegaba desde un planeta remoto. De pronto, nuestra provincia se vio asaltada por los Fabulosos Cuatro: John, George, Paul y Ringo (siempre mencionados en ese orden). Cuarenta años después de la muerte del general Álvaro Obregón, los mexicanos nos enfrentábamos al dilema de estar in o estar out.
Los niños de la época oíamos la radio con el asombro con que se oyó la adaptación de Orson Welles de La guerra de los mundos y llevó a creer a los habitantes de Nueva York que los verdes alienígenas habían estacionado sus platillos en la avenida Madison.
Las emisoras que transmitían rock eran oráculos de lo nuevo y se dejaban influir por nuestras emociones. Aún sé de memoria los teléfonos que marqué hasta sentir que se me borraban las huellas digitales: el de La Pantera (2-4-6-590) y el de Radio Éxitos (21-18-78). Una voz magnífica, de capitán intergaláctico, preguntaba: “¿Por quién votas?”. Había que apoyar a los Stones o a los Beatles, a los Animals o a los Hollies. Nuestros remotos ídolos flotaban en la Dimensión Desconocida.
En ocasiones, la Caravana Campeona de la radio se ubicaba en alguna esquina a repartir regalos. Para obtenerlos había que pronunciar consignas de responsabilidad social y buena vibra, por ejemplo: “Ahorra luz y sé tú mismo”. Estas claves eran tan fascinantes y herméticas como las que se gritaban por walkie-talkie en el programa Combate: “Jaque mate Rey dos”, decía el sargento Saunders. “Aquí Torre blanca”, respondía un héroe subordinado.
Las canciones de rock llegaban como contraseñas de un impreciso más allá, similares al himno de la otredad que se puso de moda poco antes: “Los marcianos llegaron ya / y llegaron bailando ricachá”. En aquel tiempo optimista, los encuentros del tercer tipo parecían una oportunidad para aprender pasos de baile en la pista del cosmos.
Pero el tiempo avanza y a partir de febrero de 2008 el universo es como el DF de mi infancia: una sonda espacial transmite música de los Beatles. “Mándenle mi amor a los alienígenas”, comentó Paul antes del despegue, en el tono en que antes mandaba besos a las chicas.
La cápsula avanza a ciento sesenta y ocho mil millas por hora dispuesta a poner al día a planetas ubicados a millones de años. Nunca es demasiado tarde para saber que en un punto de la galaxia latió el corazón ye-ye.
La melodía que inicia el hit-parade interestelar es “A través del universo”, elección quizá demasiado obvia. La NASA debe pensar que los extraterrestres aún no están listos para “Soy la morsa”.
Todo proyecto nómada es compensado por uno sedentario. Desde que Abel y Caín dividieron a la tribu, unos viven para irse y otros para quedarse. Mientras una nave viaja con música de los Beatles, un hotel de Liverpool ofrece la oportunidad de dormir dentro de un disco del cuarteto (o algo parecido). El local lleva el previsible nombre de A Hard Day’s Night y otorga valor simbólico a un rasgo insulso de otros albergues: el huésped es tratado como Hombre de Ninguna Parte. Ahí eso no significa una despersonalización sino un homenaje.
Como el negocio sólo tiene cuatro estrellas, el mundo Beatle se reduce a fotos de los ídolos y cerillos alusivos. A los clientes con iniciativa, se les recomienda llevar un submarino amarillo para la bañera.
En cierta forma, el hotel sugiere un proyecto clandestino de los Rolling Stones; no parece destinado a promover la beatlemanía, sino a culpar a Ringo de que no haya agua caliente.
En cambio, hay algo grandioso en pretender que el cosmos reciba un impacto pop. Cuando seres provistos de seis orejas o epidermis auditiva escuchen a John Lennon, el planeta del cantante habrá desaparecido. Entre las muchas empresas inútiles de la especie esta es una de las más conmovedoras. La arrogante civilización que inventó el top ten propone una hazaña sin recompensa.
La nave sin destinatario visible circula por el frío espacio donde nadie puede oír tu grito. Más allá de los asteroides y las cambiantes lunas, alguien recibirá esa melodía.
Desde 2008 los extraterrestres pueden ser como nosotros. La voz de los Beatles llegará a los confines de la galaxia como en los años sesenta llegó a mi barrio, que entonces se ubicaba en el espacio exterior.
Imágenes [en la edición impresa]. Entre medio, Librería Ros, Rosario; Parque Centenario, Buenos Aires.
Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) es narrador, ensayista y cronista. Entre sus últimos libros publicados se cuentan la nouvelle Llamadas de Ámsterdam (Buenos Aires, Interzona, 2007), los relatos Los culpables (Buenos Aires, Interzona, 2008) y la colección de ensayos literarios De eso se trata (Barcelona, Anagrama, 2008).
Efectos de una noche tokiota con Kan Mikami y un recuerdo de Mungo Jerry como coda.
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