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Jelinek, contra la patria

NARRATIVA

 

Sublime música austríaca como emblema vacuo del patriotismo, romántico paisaje montañés convertido en pista deportiva, machismo de raigambre militar, avenencia de la mujer con los juegos de poder hogareños: la de Elfriede Jelinek es una visión impávida del capitalismo como destino. Aquí se analiza cómo sus panfletarias novelas de escenas estáticas, distanciadas y reiterativas invierten las pautas de una pornografía omnipresente y diseccionan la miseria doméstica en el mundo del triunfo general de la burguesía. No sin llamar a una nueva consideración del “machi-fascismo” argentino.

 

Sucede cada año. La Academia Sueca premia a un escritor y pocos meses después el ámbito del castellano acoge ya consagradas algunas muestras de una obra que suele ser mucho más vasta y diversa. Así, la austríaca Elfriede Jelinek, de quien sí se conocía algo de teatro a través del Instituto Goethe de Buenos Aires, es rápidamente introducida en el país con dos reediciones, La pianista y Deseo. Quienes conocen las deliberaciones del Nobel aseguran que en los últimos años se ha buscado premiar biografías militantes, nada de favoritos ni cortesanos, y “lenguas minoritarias o menores”, es decir, literaturas nacionales no consagradas con anterioridad (la húngara en el caso de Imre Kertesz, Sudáfrica respecto del inglés en el caso de Coetzee, la literatura austríaca respecto del alemán esta vez). Con Jelinek la radicalidad de la decisión supera las predicciones. Premia una obra inseparable de una “actitud”, y una literatura pestífera con lo “nacional” cuando esto es entendido como austrofascismo. Se trata, entonces, de juzgar por la punta que asoma un iceberg literario: dos novelas muy diferentes y también de mérito desparejo que, sin embargo, el azar editorial permite leer como relatos complementarios.

La pianista cuenta sobre Erika Kohut, hija castrada y profesora castradora del talento ajeno, quien se convierte sin buscarlo en objeto amoroso de un alumno joven. El resultado son cíclicas pulseadas entre el sometimiento y la voluntad de placer, entre el futuro y el tiempo perdido: una dialéctica erótica del amo y el esclavo en la que la edad está siempre en juego, entre los amantes y el amor, en los mercados de la moda y el deporte. Deseo (Lust), antes traducida como El ansia, trata de una pareja burguesa en el clásico paisaje del romanticismo alemán. Gerti y su esposo Hermann, empresario papelero, tienen un hijo deportista. Hermann ha dejado de visitar prostitutas por temor al sida y se ve obligado a imponer sexo a su mujer bajo el régimen de mecánicas violaciones. Michael, un esquiador a quien Gerti toma como amante, apenas le hará conocer una versión más lozana del mismo látigo. Tan escuetas como suenan son las tramas.

Mientras la mayoría de las escritoras cumple con los parámetros de lo que se entiende por narración, Jelinek los patea con gesto olímpico y renueva el lenguaje beligerante del panfleto. Uno de sus hallazgos es la crudeza con que estas novelas construyen un “nosotras”, las mujeres, y al mismo tiempo un “nosotros”, género humano, bajo una mordacidad “igualitaria” y encarnizada. A cada cual su paliza. Ambas “personas” sortean la nota dominante de la literatura de los últimos veinte años –el desaliento ante la Historia, la melancolía por una literatura en extinción– y el resultado es un continente narrativo donde aparecen derribadas las fronteras que atacaron Bataille, Klossowski (en una clave más softporno) y Sade –el Sade de P. P. Pasolini. Quizá el “efecto Jelinek” sea lo más estimulante. El “efecto-J”, una máquina de sarcasmo. Veamos cómo funciona.

 

Pedagogía. Es sabido que Bertolt Brecht tenía en su escritorio un burrito con un cartel colgado al cuello: “Hasta yo debería entenderlo”. El afán de Brecht y su famoso “efecto-V”, o de distanciamiento, era pedagógico. A través de técnicas de representación teatral “demostrativa”, de líneas muy estereotipadas, las masas podían ser instruidas. Era preciso educar al burro proletario. La fuerza de estas dos novelas deriva de su cualidad pedagógica insistente, una reeducación del ciudadano lector.

Una de sus claves es que ambas se narran en presente, el tiempo mientras se lee. Una voz en pasado debilitaría el shock con sus capas de tiempos diversos y sus relativizaciones. Cuando los medios masivos han gastado todas las retóricas, sólo la presencia puede ser panfleto, de allí que opte por un presente inmóvil. Es el presente del teatro, donde las acciones no pueden escapar de lo “actual”, y también el de la tortura. Esto no quita que el presente pueda matizarse de otros tiempos internos y superpuestos. Así, uno de los grandes momentos de La pianista es cuando Erika se mete en un peep-show lleno de inmigrantes. Existen el presente de la actuación en la pecera, el de la masturbación en las cabinas y un tercer tiempo acelerado de la ranura donde el espectador debe meter las monedas –dinero, condición misma del tiempo– a fin de que los dos presentes anteriores continúen como tales y no se conviertan en pasado. En el concierto y en la clase existen los presentes de la interpretación y de la contemplación, el del alumno y el de la concertista. También los presentes paralelos de la pareja sado-maso.

“Hasta yo debería entenderlo.” ¿Cómo se construye una pedagogía en la era de los medios masivos? Es preciso ensanchar todo lo posible el lenguaje para atrapar a la mayor cantidad de burros voladores. Para sacudir el aparato de inagotables clichés, las emociones son retraducidas mediante analogías pedestres, incluso estrafalarias. El “efecto-J” ataca la elegancia de la literatura pero pretende una elegancia de la injuria. Así, Erika y su madre viven “encerradas bajo la misma quesera de cristal”. “La madre le ofrece la elección, un amplio espectro de pezones en las ubres de la vaca llamada música.” En el panfleto cuenta menos el rigor que el poder de fuego: cuantos más campos semánticos incluya el panfleto, cuanto más hiperbólico, mayor cobertura. Cada lector muerde la metáfora de su preferencia y el burrito es instruido. Esta estrategia es particularmente insistente en Deseo, donde las violaciones se suceden al promedio de una por página: de tan abierto, el pastiche de metáforas es inescapable. La prosa se sirve de la poesía barata, tanto como del estilo sublime y el registro publicitario. “Como se toma asiento en un sillón, sólo un instante, con la fingida objetividad de un telediario de la noche, [el director de la papelera] se ha dejado caer pesadamente dentro de la mujer, atacando desde atrás a la bomba de la estación de servicio de su vida, donde va a buscar los consuelos del sagrado sacramento. ¡Debe dejarle llenar el tanque con toda tranquilidad!  ¡Super!”  (en Deseo).

En tanto construcción histórica, el burro de Brecht tiene poco en común con el de Jelinek. ¿Quién sería considerado un burro hoy? Ella le cuelga el cartel al “compatriota” medio, televidente pasivo, gran consumidor de deporte y víctima gozosa de la trinidad Estado-MercadoPartido. Leemos en Deseo: “Con la llave del portal se adquiere el derecho a la ración diaria y se puede tirar del clítoris o cerrar de golpe la puerta del water; la patria católico romana se pliega pero hace que la gente vaya a los centros de planificación familiar y se case”. Jelinek se servirá de uno de los lenguajes más codificados, que además supone en sí una pedagogía reglamentadora: la pornografía.

 

El porno-capitalismo. Jelinek corrige a otro vienés. Capitalismo es destino, afirma, el sistema ya tiene un pliegue biológico. La pornografía, en tanto dogma sexual que atraviesa todos los paisajes e idiomas, es una de las ventanas por las que este se cuela. No se trata, creo, de la crítica habitual a los roles de género que destacan todas y cada una de las reseñas que Jelinek ha tenido. Va mucho más allá del rol. La anatomía ya ha automatizado sus respuestas al capitalismo con funciones orgánicas. Deseo toma los recursos narrativos del cine porno y les cambia el signo. La musicalidad virtuosa de la prosa encadena de manera aleatoria secuencias sexuales que también imitan la automatización de la maquinaria industrial. Escribe primeros planos anatómicos que en lugar de desencadenar flujos erotizantes masivos, a la manera de un bostezo contagioso, repugnan. La castración está siempre en el horizonte de los posibles correctivos a ese burrito lascivo.

En un reportaje Jelinek ha descripto a la pianista como “una mujer fálica que se apropia del derecho del varón a mirar y lo paga con su vida”. Es que los genitales femeninos están “infamantemente encastrados en la montaña”. El leitmotiv y el fracaso del cine porno es que la conducta de los genitales femeninos no se puede ver –es invisible a los ojos, diría El principito, tan pequeño y ya lo sabe. En el peep-show ella siempre quiere ver más, corrijo, siempre quiere ver más adentro: “El hombre debe de tener la sensación de que la mujer le oculta algo decisivo en cuanto al desorden de sus órganos, piensa Erika. Precisamente lo que oculta, estos últimos resquicios, incita a Erika a buscar constantemente lo nuevo, lo más profundo, lo prohibido. Ella anda siempre detrás de una perspectiva nueva e insospechada. Su cuerpo jamás ha delatado sus misterios, ni siquiera en la posición con las piernas abiertas frente al espejo de afeitar, ¡ni a su propietaria!”. En Deseo, también, “como una rana, la mujer tiene que abrir las piernas hacia los lados, para que su marido pueda mirar dentro de ella lo más posible, hasta la Audiencia Provincial para Causas Penales, y examinarla”. Así, la “verdad” de la mujer requiere de medios científicos para revelarse, ¡una colposcopía! El método sexual de Jelinek no es en verdad porno sino ginecológico. Busca el punto de vista de la cámara, prótesis de un pene cíclope y por desgracia ciego. (Comparado con esta prótesis, ¡cuán tierno y arcaico parece aquel “instrumental para mujeres mutantes” de Pacto de amor, la película de David Cronenberg!) Sísmico al igual que el del hombre, el disfrute femenino está en un lugar propio que prescinde del varón y además es imperceptible en términos de registro. Le falta su escala Richter. En la pornografía la mujer sigue actuando el placer masculino. De hecho, el suyo es de índole vocal –ellas gritan oh, a veces ah, no depende del tamaño sino del idioma–, pero nunca pasa de las artes teatrales. De allí que, como piensa el amante-alumno de Erika, “los esfuerzos masculinos sean tan arduos, dado que no puede superar su rendimiento en función de la expresión del rostro”. El orgasmo femenino es una de las últimas fronteras documentales de la cultura audiovisual. En ese territorio de actuación y eufemismo, caben todas las metáforas que a Jelinek se le ocurran. Es en la literatura vienesa donde se desmonta la teoría freudiana de la sexualidad femenina. Es en el panfleto donde se desmantela el gabinete, ese confesionario de la familia.

 

Antiheimat. Parafraseando a Laurie Anderson en “What is more macho?”, podemos preguntarnos “qué es más patria”. ¿Será más patria “…una eterna fiesta campesina para las cooperativas agrícolas, que no quieren conocer al individuo concreto al que ahogan en productos lácteos pasados de fecha y queso envenenado”, o bien “esta doncella naturaleza”, el paisaje que se ve por la ventana violado por la industria (en Deseo)? Si Jelinek se lo pregunta no es para exaltarla sino para refundirla. Austria es un “país de alcohólicos”, reduce en La pianista. El panfleto siempre reduce para enseñar al burro.

Se trata, claro, de una pregunta con historia en la literatura en alemán: en los últimos 250 años, lengua y patria se han construido con ladrillos a préstamo en el idioma de Musil. Para el romanticismo histórico, de Goethe a Adalbert Stifter, patria era la suma de los dones geográficos bajo el paraguas de una expresión, el terruño germanoparlante. Desde los años treinta hasta el fin de la Segunda Guerra, Austria pensó su patria como integrante del paisaje alemán. El tránsito de la patria como paisaje a la patria como Nación, problema que ocupó a las literaturas alemanas desde el siglo XIX, encontraría a dos acérrimos críticos en los austríacos Robert Musil y Thomas Bernhard, paradigma de lo que la academia austríaca encuadra como novela antipatria (Antiheimatroman). Nacida en Estigia, Jelinek se reivindica como “una autora de provincia” para vomitar sobre la ciudad sede del gobierno. Nada es más patria que Viena, capital del asco.

Tampoco queda el recurso de pensar que patria sea la lengua: esta es la herramienta de los medios. El murmullo de la televisión recorre La pianista como un narcótico ambiental distribuido desde la usina misma del Sistema a los hogares de toda Austria: cohesiona a la familia freudiana, llena las noches vacías. Nada es más patria que la cultura baja.

Viena, “ciudad de la música”. Toda patria trae su génesis y el arte es el punto en que lo nacional cristaliza en una cosmogonía: “… en los días en que Bach compuso los seis conciertos de Brandenburgo, las estrellas se habían reunido a bailar en el firmamento. Cada vez que esta gente habla de Bach, aluden a Dios y a su morada”. Un gran intérprete de hecho es un actor fundamental para la patria, mientras el mediocre sufre un doble ridículo por los alcances de su impostura. “Pocas veces se crece junto a los grandes”, eso lo sabe Erika tanto como el compañero de Glenn Gould. En los motivos del arte y el genio, Jelinek dialoga con Bernhard. Erika restituye un intimismo grotesco a El malogrado al indagar en el enigma del genio. Piensa su madre que “Erika es un genio en lo que se refiere al piano, sólo que aún no ha conseguido el merecido reconocimiento. De lo contrario, hace ya mucho tiempo que habría llegado a las más altas cumbres, como un cometa. En comparación, el nacimiento del niño Jesús fue una alpargata”. De hecho, debido a su aspiración a lo sublime, la música encarna el punto más alto del ridículo. “La pianista fracasada estira en vano sus brazos hacia el destino, pero el destino no hace de el la una pianista.” Pero la patria tiene de bueno que se sirve de todo, es incluyente y reserva un sitio a los malogrados. Erika sabe que “lo único que aún podrá alcanzar es la cátedra, el título de profesora del que ya hace uso y que concede el presidente de la República”.

Pero los tiempos cambian, quizá hoy sea más patria el deporte, “¡… esa fortaleza del hombre pequeño, desde la que puede disparar!” (en Deseo). Contraparte del arte sublime, en lugar de una cosmogonía ofrece una coreografía en el campo de juego. Junto a la televisión y la pornografía, el deporte es otra de las instancias privilegiadas en que el ciudadano queda reducido a espectador de la patria, a un activo patriota pasivo. (Una de las obras teatrales más celebradas y criticadas también de Jelinek es Sportstück, pieza deportiva.) Las alusiones al deporte son obsesivas e integran, además, el acervo inagotable de analogías para codificar la violencia.

Cada renglón de Jelinek es terreno ganado a la corrección política, un protocolo de respeto surgido ante los automatismos de la discriminación de mujeres y minorías. Aunque quizá resultó útil históricamente, esta cortesía consolidó tabúes y colaboró en la formación del gueto de la llamada literatura femenina. Aunque estas protagonistas jelineskas son víctimas del poder –de un género sobre otro, de las jerarquías dentro de una familia freudiana trastornada por el capitalismo, del consumidor ante lo que la publicidad le hace a su cerebro–, no son menos abyectas que sus galanes. No te confundas, dice la Frau Professor Jelinek, la víctima se disuelve y reproduce violencia a su alrededor. Sus injurias apuntan primero al macho pero muy pronto disparan contra el evangelio feminista. Los derechos aquí importan menos que el empeño en conquistar un destino individual. Así, se pregunta con desdén: “¿Por qué Erika habría de satisfacer los sueños de la madre si ni siquiera puede llegar a cumplir los propios? No llega ni tan sólo a pensar de forma seria en sus propios sueños, no hace más que mirar estúpidamente por encima de ellos”.

Hay en ellas un capital narrativo de experiencia no transitada. En La pianista, que toma el tema bovariano de la “vida-no-vivida” de la mujer, el melodrama es el fracaso de un destino en el arte o tan siquiera en el amor. En Deseo no hay auténtico melodrama sino reiteración insensibilizadora de un modelo impuesto desde el Sistema. A excepción del final, en el que Gerti hace saltar el eslabón central de la máquina, la serie de la Madre. Pero hay incorrección para todos, incluso para los pobres desocupados. En Deseo leemos que “la masa hace que nuestras fábricas no se derrumben porque son apuntaladas desde adentro por montones de personas que intentan eliminar lo social de su estructura. Y los parados, que forman un sombrío ejército de nulos, a los que no hay que temer porque a pesar de todo votan a la Democracia Cristiana”.

Estas dos novelas le devuelven al papado del campo cultural –la Academia, los Medios, el Mercado, en su función “more macho, más patria”–la categoría de una literatura escrita para mujeres por mujeres. Es una pirueta de la Historia que sus maniobras no sean comparables a la poderosa eyección del gueto femenino que significa el premio Nobel. ¿Le importa a Jelinek el género de sus lectores? Sí, le interesan los burros en toda su variedad de pelajes. El narrador –porque no siempre se trata de una narradora, el género cambia según el renglón– cada tanto marca el “afuera” en el que permanecen los lectores. Pero ellos no están tan seguros ni tan afuera. El procedimiento es el clásico de la vanguardia: taladrar la tradición y meter la vida por los agujeros. “Como usted se supone que caminó también Jesús, eterno viajero por Austria y sus representantes, por su entorno, y miró si había algo que mejorar, que castigar o que encontrar. Y la encontró a usted y la ama como a sí mismo. ¿Y usted? ¿Sólo ama el dinero que tienen los otros?” (en Deseo).

 

¿Qué queda para nosotros? La Argentina es un país donde rara vez una escritora es tomada en serio salvo por sus amigos o por críticos gay. Un varón argentino nunca ve a un par en una mujer. Alfonsina Storni no es más que el nombre de una canción que le escribió Félix Luna. Los escritores no leen a extranjeras ni a connacionales pero a fin de cuentas importa poco porque más del setenta por ciento de los lectores son mujeres, como también lo es el ochenta por ciento de quienes compran libros. Es un medio, este, en el que se han escrito centenares de estudios sobre ínfimos detalles de las dictaduras pero a ningún historiador se le ocurre indagar en los orígenes de nuestro culto a la personalidad, ni en las políticas instrumentales del machi-fascismo que es nuestro pasado, presente y futuro –con la honorable excepción de Médicos, maleantes y maricas, de Jorge Salessi, que no es historiador.

Un episodio del Congreso de la Lengua, muy comentado por los extranjeros, ilustra la singular torsión “canchera” y maleducada del machismo argentino. Nadie vio ninguna grosería en que Roberto Fontanarrosa, encargado de cerrar el encuentro, lanzara una perla de nuestra mejor picardía: “en Rosario hay buen fútbol y mujeres hermosas, ¿qué más puede pedir un intelectual?”. More macho, más patria. ¿Qué clase de animal es ese? Buenas noticias: acabamos de encontrar al burrito de Jelinek. No tiene importancia que lea o no a esta yegua.

 

Lecturas. De Elfriede Jelinek se encuentran en la Argentina las novelas La pianista (Buenos Aires, Mondadori, 2005), Deseo (Buenos Aires, Destino, 2004) y Las amantes (Barcelona, El Aleph, 2004). Sobre Bertolt Brecht, véanse los ensayos reunidos en Tentativas sobre Brecht, de Walter Benjamin. Comentarios sobre el burrito de su escritorio se encuentran en la biografía de Frederic Ewen, publicada por Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires. Otros libros aludidos explícitamente o no son El malogrado, de Thomas Bernhard, Piedras de colores, de Adalbert Stifter y, como muestra exacerbada de romanticismo alemán de hoy, Un viaje de invierno o Justicia para Serbia, de Peter Handke. También fue inspiradora la relectura de El diario de Edith, de Patricia Highsmith.

Matilde Sánchez es autora de las novelas La ingratitud y El dock, del libro de crónicas La canción de las ciudades y de la antología de Silvina Ocampo Las reglas del secreto. Es periodista de cultura.

1 Mar, 2005
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