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Las tragedias optimistas

TEATRO

 

La edad de oro, dramaturgia y dirección: Walter Jakob  y Agustín Mendilaharzu; El horticultor autosuficiente, dramaturgia y dirección: Mariana Chaud, ambas en “Proyecto Manual”, Centro Cultural Ricardo Rojas, 2011.  

 

Hace rato que me veo repitiendo como un Senku seis o siete argumentaciones diferentes (el Senku no permitía muchas más) para tratar de explicar un punto que –a esta altura de la historia del teatro– se me antoja relevante. A diferencia del cine o la literatura (donde ese invento cultural a escala planetaria que son los géneros sigue teniendo enorme presencia), el teatro ha salido casi por completo de su bipolaridad esquizoide, que le impuso durante siglos apenas dos estrechísimos géneros admitidos: tragedia y comedia. En la tragedia (que tal vez sólo se haya dado de verdad en el espíritu griego), el protagonista es arrastrado hacia su propia destrucción por un defecto inherente a su constitución. En la comedia, en cambio, pasa todo lo demás. Y, sobre todo, lo que pasa en la comedia es precisamente la parodia del espíritu trágico.

Esta simplificación es anacrónica, claro está. Y tiene sus razones en la concordancia con el espíritu de otras épocas. Para aquellos seres que encontraron en el teatro esta funcionalidad trágica, la representación que se hacían del hombre era sólo una y era fuertemente moral. Las cosas sólo se mueven hacia su final, parece decir la dramaturgia clásica. Y al final sólo está la muerte, y el Juicio.

Sin embargo, han pasado dos mil años y tenemos algunas escuetas novedades. La ciencia dura dejó de ser una rama aplicada de la filosofía, se independizó, y fue sólo para volver a rozar el espíritu metafísico en las teorías del caos y de la incertidumbre; Beckett ha demostrado que el espíritu del hombre de su época (la anterior a la nuestra) no era trágico sino sólo ridículo; y en este colorido enjambre de voces en el que nos encontramos, las más diversas teorías que explican cómo funciona la vida coexisten a los gritos. No es de extrañar entonces que el teatro (que siempre es público y político) sea fuente infinita de contradicción y obligue a armarse de un marco teórico equis para no parecer un idiota cuando alguien simplemente me dice: ¡me encanta cómo hacen eso que hacen y que no sé bien qué es!

Es ese el teatro que más me gusta, el de arte: el que busca la anticipación y no la rúbrica, aun en tiempos donde anticiparse parece estéril porque al no haber una sola ley de construcción (la tragedia lo era, la comedia también) tampoco es posible la desviación a priori.

La cartelera porteña ha ofrecido este año numerosas muestras de pluralidad, de locura individual compartida hasta ser pública. Para este artículo, he preferido acariciar apenas un fenómeno que –me parece– algunos colegas han puesto en práctica ejemplar. Me refiero a la relación entre dos términos opuestos: tragedia y optimismo.

El teatro busca espectadores. No digo con esto que busque atraer al público. Digo que necesita de expectación. Tal vez sea esta –hoy por hoy– su mayor especificidad. Las buenas obras te mantienen al borde de la butaca, esperando ansiosamente el momento siguiente, las repeticiones sorpresivas, los hundimientos de lo esperable para dejar aflorar lo que no estaba planeado y aun así hacerlo con coherencia. La mirada del público no siempre es de expectación. A veces es de aburrida confirmación de lo que ya sabe, a veces, de domesticado paseo por las postas fijas que proponen los géneros.

Por esto celebro la aparición de un puñado de obras muy singulares (a veces pequeñísimas como Un hueco, de Juan Pablo Gómez, o Adonde van los muertos – Lado B, del Grupo Krapp), a veces complicadas como catedrales (4D Óptico, de Javier Daulte, o El pasado es un animal grotesco, de Mariano Pensotti) cuyo punto de contacto –se me antoja– está en la relación del autor con el optimismo que emana de sus argumentos. Es de este optimismo que me gustaría hablar.

 

La edad de oro, o la sorpresa del optimismo. Quizás el caso más limpio sea La edad de oro, de la dupla Agustín Mendilaharzu/Walter Jakob, estrenada en el Rojas como parte del “Proyecto Manual”. La invitación inicial tenía que ver con que los autores escribieran obras sobre el espíritu de los manuales de instrucciones. En este caso, un manual para construir un exhibidor comercial, un armatoste parecido a una biblioteca que, pese a todo el optimismo de esta tragedia invertida, deseamos locamente ver terminado y sólo llegaremos a atisbar semierigido antes de que calce la última tuerca mariposa. Dos amigos que rondan los cuarenta deben dejar una suerte de eterna adolescencia, hacerse hombres y emprender un negocio, a saber: vender remeras marplatenses estampadas. El mandato que une la madurez a la productividad es tan absurdo que funciona. Parte del asunto radica en deshacerse de una amplia colección de discos en vinilo (que ya han pasado a formatos digitales), un tesoro que entraña valor sólo para su dueño. Para su dueño, y para un joven cliente que comparte la obsesión coleccionista. Y que descubrirá a Peter Hammill. La obra rebosa de elementos trágicos: hay en ella todo tipo de fallas humanas, de “defectos inherentes a la constitución de estos personajes” que bien podrían arrastrarlos hacia su destrucción. Hay mezquindad, hay obsesión, hay timidez, hay pánico, hay ineptitud. Y los hay en dosis tales que el espectador espera que los hechos se encadenen de manera trágica y que los castigos que caigan sobre los personajes sean ejemplares. Tal como revelan los propios autores: “El coleccionismo es una especie de enfermedad congénita. Hay gente que nace infectada de eso. Esa gente va a encontrar algo para coleccionar, fatalmente, en cualquier época, más allá de los hábitos que esa época imponga. […] Los coleccionistas necesitan invertir muchísimo tiempo, pasión y dinero en cosas que no les hacen falta. Es una modalidad que se opone al sentido práctico, que sólo puede comprenderse desde un sentido romántico. Nuestra obra habla, entre otras cosas, de la pulseada entre lo práctico y lo romántico”.

Sin embargo, y en contra de la propia expectativa creada, las deficiencias de unos y otros se suman para equilibrar el universo, para construir un exhibidor. Un modelo. Es tal vez exagerado afirmar que este desarrollo está a propósito en franca sintonía con el paradigma de la entropía positiva, que sostiene que si bien el universo debería tender a una forma estable, fría, gris y sin vida, los infinitos roces y fricciones entre los sistemas –aislados pero en colisión– hacen que la energía se renueve siempre y permita postergar este final fatalmente anunciado. Permita eso que llamamos –tanto en física como en poesía– la vida.

Víctor, Horacio, Julián y Guillermina (traídos a la vida por el fantástico préstamo de almas que ejecutan Ezequiel Rodríguez, Alberto Ajaka, Pablo Sigal y Denise Groesman) superpondrán sus errores y falencias para que las cosas terminen saliendo bien: los que se tengan que hacer hombres, que se hagan hombres, que las remeras marplatenses sean vendidas, y que un crimen menor, un latrocinio de cadetes, burle la antipática ley. Y aun así, como pasa en las películas de Capra, ¿por qué esa persistencia de la nostalgia? ¿Por qué el desenlace perfecto y animado nos deja tanta tristeza entre los ojos? Tengo para mí que esto ocurre porque no se trata de una comedia (en la que –ya lo dije– pasa cualquier cosa) sino de una tragedia, sólo que en esta la expectación de hecatombe no es confirmada, sino minada sorpresivamente por el optimismo. Uno sale del teatro con la agridulce sensación de que vivimos en un país que se va a desarrollar, que la gente en el fondo es buena, que el ingenio triunfa frente al desamor. Ilusiones todas por las que vale la pena pagar tan módica entrada. Después de todo, no hay ley que prohíba que la realidad se parezca tarde o temprano a lo que los hombres representan de ella para su futuro.

 

El horticultor autosuficiente, o el regreso de la intimidad. El otro ejemplo que se me antoja citar es la última obra de Mariana Chaud, para el mismo ciclo del Rojas. Aquí el detonante fue el manual de instrucciones El horticultor autosuficiente de John Seymour, que explica cómo construir una huerta orgánica y que signó los años setenta del modelo del DIY (Do it yourself), ese grito desesperado de independencia, de emancipación, de organizada anarquía.

El argumento pergeñado por Chaud es sencillo y, en vez de prometer un largo devenir, parece sentar sus dos o tres reglas desde el comienzo para que podamos detenernos a gozar de los matices (las sutilezas) de una relación amorosa, en la que precisamente son estas contradicciones (anarquía y sociedad, deseo y ley) las que pujan por hacerse sitio. Dice Chaud de su obra: “Una mujer se queda sola en una casa en el medio del campo y decide hacer una huerta orgánica. Un jardinero la ayuda y la acompaña. Al mismo tiempo que la huerta, irán cultivando entre ellos una relación muy especial. […] Estas reflexiones de gran valor literario inspiraron la mayor parte de los diálogos así como también algunos de los temas que se desprenden de la obra: la relación del hombre con la naturaleza, la dualidad entre intuición y racionalidad, y el sentido común versus las reglas”.

Si el optimismo parecía estar desalojado del teatro (son épocas en las que la representación del bien corre el riesgo de tornarse más ingenua que sus enojados, siempre enojados espectadores), ¿qué decir del erotismo? Mientras que el cine desarrolla un erotismo “ideal”, donde incluso lo feo es moldeado como objeto de deseo, en el teatro el erotismo es un tema tabú. Tiene que ver con la naturaleza policíaca, panóptica, pública del teatro. El nudismo es chocante, el deseo es prohibido. El erotismo –así como lo entendemos en estos tiempos– requiere de intimidad. En una sala atestada de espectadores cuyos codos rozan los míos al moverse en la butaca es improbable que quede lugar para la intimidad del erotismo. El erotismo en teatro –no me pregunten por qué– suele estar asociado a la maldad. La doncella que es deseada siempre corre mil peligros. El hombre que no puede contener sus impulsos sexuales es una bestia condenada tarde o temprano por el argumento. ¿De dónde proviene esta deformación, si en la vida el erotismo es parte importantísima –si no la más importante– de nuestra existencia? Tengo para mí que es la misma rémora moral que se le ha pegado al teatro por la suposición de que su único destino es la tragedia.

Yo no creo que Chaud y sus actores hayan decidido muy conscientemente restituir el erotismo al punto que merece. A lo sumo, imagino que han hablado de cómo se construye esta relación entre una mujer culta e independiente que acaba de divorciarse y un jardinero salvaje y respetuoso que no evita presentársele como lo que es: un hombre. Pero sean o no estas las intenciones, yo creo que la obra opera un pequeño milagro, que el teatro en general tiende a desplazar: el curso erótico de ese destino fijado para dos hace que transitemos por ideas equivocadas, por aseveraciones políticamente incorrectas, por aberraciones que transgreden las normas de lo que está bien pensar. La huerta orgánica es un desplazamiento presente del deseo desenfrenado, loco, poseso. Willy Prociuk es uno de los actores preferidos por el off local: es un secreto a gritos que Prociuk irradia un talento técnico y humano inusual, no sólo como actor sino también como autor y director. En esta obra tan certera, todos queremos ser él íntimamente. Su jardinero vagamente misionero dice en su timidez sin bozal las más atroces bestialidades y se comporta como un animal, un caballo de paso que bien puede haber aprendido el trotecito del desfile pero que en el fondo desea inseminarlo todo de su semilla ardiente y desenfrenada. Encarna el mito del macho, y para colmo, no precisamente el del sensible. Y todos queremos a su vez que Moro Anghileri (nunca más viva y transparente en el escenario) abandone su pensamiento progresista, sus torpes acuarelas de media tarde, sus tilingos lazos con la vida citadina y les hinque el diente a esas hortalizas sin intervención industrial, a esa relación prohibida que la llama a gritos desde las entrañas calientes de la tierra.

Aquí tampoco hay parodia. Pero a diferencia de la tragedia optimista de Mendilaharzu/Jakob, las cosas no terminan del todo bien: la pareja no se casa jamás, la emancipación total nunca es posible, la huerta orgánica es una salida individual pero no social, y el amor no necesariamente triunfa sobre el tedio. Pero esto es irrelevante. Lo que triunfa es el deseo descarnado, y el mérito enorme de esta puesta es el de devolverle al escenario la creencia honesta de la intimidad, sin manipulaciones simbólicas simplificadas.

Celebro que lo que arrastre a las piezas hacia su final sea –a veces– tan impredecible, tan sorpresivo, tan vital, tan en contra de lo que el teatro se ha armado como razones para sí mismo, que realmente se justifique con creces mi presencia como espectador en la oscuridad de la sala.

 

 

La edad de oro se podrá ver en la sala El Extranjero en 2012; El horticultor autosuficiente se repondrá también el año próximo en sala a determinar. 

Rafael Spregelburd es dramaturgo, director, traductor y actor de cine y teatro. Ha trabajado como autor y director para importantes teatros del mundo y sus obras han sido traducidas a once idiomas. Su obra Apátrida, doscientos años y unos meses, con música de Zypce, se puede ver hasta fin de año en el teatro El Extranjero, y en marzo de 2012 se reestrenará Todo en el Beckett Teatro. 

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