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Hay quien sienta a Gwen John en la mesa de Seurat y Cézanne entre los grandes pintores clásicos modernos. Mary Taubman, no sé si Cecily Landale, una de sus biógrafas. Otra, primigenia, es Susan Chitty, aunque Celia Paul no recurre a este material. Sí lo hace Michael Holroyd (con ambas, pero en mayor medida con Chitty), por ejemplo, en una subrepticia antología curada por Matías Serra Bradford en los dreamy years de La Bestia Equilátera: Cómo se escribe una vida —título que bien podría discernir el programa y el mantra de esta new Celia Paul narradora—. La propia Gwen John (que contra la pose que se persigue y se conquista en estas Cartas —imaginarias, espiritistas— acaso haya sido menos un cristal de escarcha que la media mañana) opinaba lo mismo. Podía decir, John (dicho sea de paso: una de las pocas conformidades biográficas en la que Paul parece no reparar es la más cabalística: los dos nombres masculinos, no digamos ya beatles, que ambas llevan por apellido; nombres de apóstol, de abbé), podía decir, John, viendo su propio Mère Poussepin exhibido entre aquellos, que “me pareció el mejor cuadro de todos, aunque los paisajes de Seurat me gustaron”. (Poussepin: mère, monja del vecino convento de Meudon).
A Picabia —para citar a un contemporáneo intempestivo— de Seurat lo único que le gustaba era precisamente el apellido. “El lado inmortal de Seurat tiene algo de absurdo. Me extraña mucho que Marcel Duchamp, tan apegado a lo efímero, piense que es un gran hombre”. Es el mismo Picabia que había contraído una “cezanofobia virulenta” en 1894, durante cierto curso impartido por un maestro —cosa curiosa— como hecho a la medida para hacerle chasquear la lengua a Gwen John: Fernand Cormon (pompier, anatomista, logopeda, resignado a lo moderno conforme reclaman lo moderno alumnos como Matisse o Émile Bernard, es decir: para el viejo Cézanne). Pero Gwen John, todavía lejos del continente, por aquella época estudiaba en la Slade de Londres. Como lo hará Celia Paul a finales de los setenta. Allí Paul tomará clases, conocerá, posará y amará a Lucian Freud. También: recogerá la tenue estela de John, quien al otro lado de la Mancha posa y ama, para las selfies de la historia, a otro inveterado Zeus: Rodin. Espumando, Paul, como el siglo, aquella estela detrás del buque insignia que era Augustus —el hermano ilustre de John— dirigiéndose, con sus retratos de influencers como Aleister Crowley o Lawrence de Arabia, si no al olvido, sí a una decorosa insularidad pop. Al Gulley Jimson de Joyce Cary; al Alec Guiness de Un genio anda suelto (adaptación de la primera, The Horse’s Mouth, y como Augustus, popularísima y olvidada novela de Cary que se cuenta, por ejemplo, entre las afinidades electivas de Daniel Guebel). Es cierto: a Gwen John también hay que anotarle algún retrato de Ottoline Morrell, Reina Madre de Bloomsbury (celestina de Virginia Woolf y el mundanal ruido), lugar donde se encuentra la iglesia de St George’s cuya aguja Celia Paul pintará una y otra vez desde la ventana de su monacal estudio en Great Russell Street.
“Conocías bien esta parte de Londres. Te escapaste de ella”, le escribe Paul a John. Entre las cartas —especie de rezo profano donde Paul, hija de un obispo anglicano, no sólo introduce la dimensión confesional de su escritura, como extractos de un diario intestado, sino también noticias de la historia: Bergman, Tarkovski, Agnes Martin, el covid—, Celia Paul también entreteje la biografía de John a partir de ciertas (y sorprendentes) figuras de similitud. Sus materiales van desde la correspondencia de Gwen hasta las memorias de Augustus (Chiaroscuro), así como al Augustus John del propio Michael Holroyd, cuyas pisadas, las de Holroyd, parece seguir Paul convertidas hoy en senda, accidente. Una biografía extraordinaria donde Gwen se queda con la chica: el biógrafo.
Del mismo modo, las pinturas, las fotos familiares de John le sirven a Paul para disponer un tarot privado. Adivinar con mejor y peor suerte en el “yo” —en tiempos de captchas— un sistema de arcanos. La artista autobiográfica que posó para Rodin posa para la artista autobiográfica que posó para Lucian Freud. Pero la modelo nunca es la musa. “Gwen John le indica a la modelo que se suelte el pelo y se peine con la raya al medio, como ella —escribe Paul, a propósito de La convaleciente—. Quiere que se le parezca”. Hay algo en esa forma predatoria de recogimiento donde el artefacto narrativo de Paul intenta reconocer su gesto.
Celia Paul, Cartas a Gwen John, traducción de Esther Cross, Chai Editora, 2023, 308 págs.
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