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TEATRO

En un ensayo breve e inagotable, Roland Barthes declaraba en 1968 la muerte del autor y, para eso, recurría por supuesto a importantes autores (uno incluso estaba vivo en ese entonces): Mallarmé, Valéry, Proust, Benveniste. En sintonía con una amplia constelación literaria conformada por teorías y ficciones (desde el estructuralismo telqueliano a la hermenéutica filosófica y la estética de la recepción, desde el surrealismo hasta Borges), aquel ensayo cambiaba el foco de manera radical: es la lectura la que produce y multiplica eso que llamamos “literatura”. En el universo paralelo y no tan lejano del cine, una década antes, un grupo de críticos y cineastas reunidos en Cahiers du Cinéma parían la “política de los autores”, con la que buscaban consolidar el estatuto artístico del cine y valorizar la singularidad estilística en la creación cinematográfica.

En Las tres edades, Walter Jakob y Agustín Mendilaharzu vuelven al teatro para matar y revivir al autor cinematográfico a través de tres estaciones dramáticas actuadas por cuatro brillantes y dúctiles intérpretes: Valeria Lois, Vanesa Maja, Santiago Gobernori, Patricio Aramburu. En la primera escena, los integrantes del equipo de una película independiente de una Buenos Aires más o menos actual comparten y se disputan al mismo tiempo la preeminencia en la composición de una película. El guionista tiene un ataque de ira al percatarse de que no figura en el afiche de la película (que es “de” la directora). Las peripecias desopilantes conducen a un dilema sin solución: el cine es una creación colectiva, pero los mecanismos de legitimación consideran al director como dueño y destinatario central de reconocimientos. La política de los autores —pergeñada por Bazin, Rohmer, Truffaut y compañía para tirar por la borda la construcción de películas como objetos industriales de consumo manejados por productores— se encuentra con un efecto impensado: la sórdida y también risible contienda por la gloria, los premios, los viajes y, cómo no, el dinero. La condición paradójica e irresoluble hace a la potencia teatral y tragicómica de la ficción.

A través de un prodigio escenográfico (a cargo de Ariel Vaccaro) que exhibe el dispositivo y de inmediato vuelve a crear ilusión, se presenta la segunda escena que se remonta a los comienzos del siglo XX y del cine. Un grupo de creadores cinematográficos, en París, toma sin pruritos una película producida por un estudio de la competencia para hacer otra de su propia factoría. La troupe se pone en movimiento para versionar y convertir la mínima anécdota en otra película. La energía lúdica desatada por esta banda apasionada pone en perspectiva y en tensión la escena anterior al mostrar los orígenes del arte cinematográfico y sus procedimientos, alejados de cualquier pretensión de originalidad. El cine aparece aquí en su carácter de poderoso entretenimiento y en su primitiva forma industrial, pero empieza a despuntar tímidamente la cuestión del estilo de cada empresa productora. El tono de las actuaciones y la puesta en escena homenajean con encanto la comedia slapstick y de persecución, preponderante en muchas cintas de inicios del siglo XX.

Las partes de la obra están separadas por intervenciones musicales creadas por Abel Gilbert que distancian y a la vez sugieren algo de lo que vendrá. En una Mumbai del siglo XXII se juega la última escena: cuatro especialistas seleccionan películas de la historia del cine mundial para acondicionarlas, recombinarlas y traerlas a un presente amnésico, quizás saturado de “contenidos”. Con un sutil extrañamiento en sus movimientos y en su manera de vocalizar, estos “cine-nautas” argumentan sobre el valor de las películas y las recuerdan por los nombres de sus hacedores. Finalmente, los nombres de directores y directoras, guionistas, actores y actrices rondan esas obras fílmicas y les permiten articular algún tipo de memoria del cine, frágil y en permanente elaboración.

Como ya lo habían hecho en Brecht respecto del teatro, Jakob y Mendilaharzu se preguntan sobre los problemas de la propiedad, la autoría y la originalidad en la creación artística. No hay respuestas concluyentes en la obra de este autor de dos cabezas, sino una compleja red de múltiples y específicos aspectos de estos asuntos en el caso del cine. No cabe duda de que hay en juego algo de poder y de dinero, cuestiones para nada ajenas a la faena artística —cinematográfica y teatral—, pero también está la fuerza lúdica, irónica y siempre dialógica de la imaginación que sabe poner en tensión los valores dominantes y, a veces, como pasa en Las tres edades, puede lograr que escapemos por un rato del hechizo potencialmente aniquilador del narcisismo.

 

Las tres edades, escrita y dirigida por Walter Jakob y Agustín Mendilaharzu, Teatro Nacional Cervantes, Buenos Aires.

20 Jul, 2023
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